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Ahora deshaz ese recuerdo extendiendo una sábana blanca sobre él.
A continuación, piensa en una situación torcida, una dificultad laboral, un desencuentro sentimental o cualquier otra circunstancia que te esté perturbando actualmente.
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Toma esta situación y atiéndela desde la perspectiva del sueño lúcido.
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Contempla la posibilidad, al menos remota, de que la experiencia inofensiva del sueño consciente haya surgido de una mente clara, y que la experiencia atenazante de la situación problemática que has elegido esté siendo producto de una mente confusa.
Encuentra qué cambia en tu percepción cuando recuperas la capacidad de crear un espacio entre tú y tu pensamiento al poder ver en perspectiva.
Cuando algo te trastorne, pregúntate qué te está afectando más, si las supuestas circunstancias o tus pensamientos sobre ellas.
Mira qué ideas sobre ese conflicto se detienen, cuáles pierden sentido, cuáles se relativizan, cuáles afloran y cuáles se revelan productivas. Cuáles carecen de importancia, cuáles crecen, cuáles se tornan evidentes.
Observa también si tus emociones varían, si se desvanecen o si cambian de dirección. Finalmente, advierte si los enjuiciamientos y las acusaciones sobre otros o sobre ti se transforman, desaparecen o pierden sentido. Nota si al haber modificado tu posición frente a la dificultad, ha variado tu capacidad de actuación sobre ella.
Por favor, no fuerces una respuesta, encuéntrala.
Nota tu reposo. Esta es la clave: accede a la seguridad que hay en la Paz acostada tras el pensar exagerado y encuentra qué hay en ella. Para ello solamente es necesario observar desde la consciencia que demostraste durante el sueño fértil.
Advierte el enorme dominio del divagar. Fíjate: cuando los pensamientos corren desenfrenados ejercen un inmenso poder sobre nosotros. Un pensamiento así es capaz de tumbarte en tierra o de hacerte volar antes de que te des cuenta.
Un soñador solo se da cuenta de estar soñando cuando es capaz de mirar serenamente su propio sueño.
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Si durante el día te surge algún otro miedo, míralo así, con la mente segura en vez de con el pensamiento agitado conducido por su propia inercia.
No intentes cambiar nada y nota qué sucede.
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Cuando nací compusieron mi canción. En mi país, en el momento en que se tiene noticia de una nueva aparición en el mundo, los familiares de la madre localizan a uno de esos músicos cuya vida transcurre a la espera de algún alumbramiento.
En mi caso fue preciso aguardar porque nací antes de la fecha prevista y mi supervivencia fue incierta durante unos días. Cuando pareció confirmarse mi continuidad en la tierra, se formó a la puerta de casa un corro de hombres cargados con tambores, koras, mbelas y kalimbas. Entonces el compositor partero se colocó en el centro y comenzó a entonar una melodía a la que se fueron añadiendo los instrumentos. Era un aire suave con algo de nana y algo de himno en un ritmo creciente. Las mujeres comenzaron a bailar mansamente arrastradas por las notas. Dicen que yo entonces eché a reír y mi madre me cogió en brazos uniéndose descalza a la danza. Comenzó a surgir una letra que hablaba de mi pronta irrupción en la vida, del calor del verano, de la angustia ante mi dudosa supervivencia, de la propia música, del existir y del campo.
Wakati mtoto anapozaliwa/ joto hufanya mavazi/ mama hawezi kulia/ kwa sababu mtoto ni afya
Mimi kamwe kusahau mwanga/ kwamba amewapa maisha/ kumbuka nafsi yako/ hiyo ni mara zote kile ni 9
La música se prolongó toda la mañana. Los hombres no querían abandonar sus instrumentos, pero con el calor excesivo del mediodía el grupo se disolvió para volver a juntarse al atardecer mezclando ese aire con otros, fundiendo ritmos hasta bien entrada la noche.
Fui creciendo y esa melodía se introdujo en mí. Permanecía latente si no era invocada, como la carraca de las cigarras mientras se duerme, e irrumpía en una tormenta mansa cuando era necesitada. La primera vez que fue repuesta a mi consciencia yo tendría dos años. Me encontraba jugando solo a la sombra del sicomoro clavado a la puerta de casa. Andaba fascinado por el bullir de las hormigas en un agujero al pie del árbol. Yo miraba cómo subían por el tronco hasta donde no me alcanzaba la vista, aunque levantaba la cabecita todo lo posible para poder llegar a ver el final de ese fino reguero vivo. Las que descendían desde la copa hacia el hormiguero sostenían en la mandíbula una porción de hoja o una gota de néctar y se lo cedían a otras que trepaban en sentido contrario. Entonces la dirección de estas cambiaba para encaminarse de nuevo hacia abajo. Luego observaba otra vez el continuo brotar de pequeños cuerpos resplandecientes en la boca del hervidero. Introduje una ramita en ella creando una gran agitación. El orden de una fila que iba por el suelo se deshizo porque muchas hormigas comenzaron a huir. Interesado por esa alteración, comencé a interponer obstáculos en la caravana: pequeñas piedras, ramas, barro. Finalmente tomé una piedra en la mano y quise machacar los cuerpecitos relucientes transformando parte del reguero negro en un amasijo pastoso. Mi madre, que deambulaba por allí ocupada en entrar cosas en la casa, se acercó al verme golpear el suelo con una piedra demasiado pesada para mí. Al descubrir la escaramuza se me quedó mirando con los ojos grandes, volviendo luego la vista a la tierra sin comprender. Vi un gesto enojado en su rostro. Hizo una pausa contenida seguida por un momento de rabia. A continuación observé con alivio cómo una sonrisa nacía de sus ojos y se extendía hacia toda la cara hasta alargarle los labios. Entonces murmuró:
Wakati mtoto anapozaliwa/ joto hufanya mavazi/ mama hawezi kulia/ kwa sababu mtoto ni afya
Mimi kamwe kusahau mwanga/ kwamba amewapa maisha/ kumbuka nafsi yako/ hiyo ni mara zote kile ni
La canción hizo surgir en mí una especie de comprensión del árbol, de la tierra, de los diminutos insectos refulgentes cuyos cuerpecitos acababa de moler. Me di cuenta de lo que había pasado, viéndome a mí mismo desde fuera y a la par mirando desde donde estaba. Me quedé durante unos instantes así, suspendido. Luego comencé a llorar al tiempo que extendía los brazos hacia mi madre. Ella me levantó del suelo sin dejar de sonreír y me acunó cantando. Apoyó su mejilla contra la mía mientras acompañaba la música con el compás del cuerpo. El efecto de la canción penetró en mí produciéndome una sensación dulce. Me sentí como cuando estaba gestándome en su seno, y también como si estuviera en el interior del árbol. Con la cabeza recostada en el hombro de mi madre mantuve los ojos muy abiertos. Ese momento quedó profundamente grabado en mí por niño que fuera, patente y borroso como un tatuaje antiguo.
La segunda ocasión fue en torno a los seis años. En verano solíamos ir a bañarnos al río. En el remanso donde solíamos nadar había un árbol cuya larga rama avanzaba ascendiendo sobre el agua. Cuando la superficie se serenaba creaba una imagen simétrica y cristalina. La luz de la tarde filtrada por las hojas evitaba toda sombra y pintaba el espacio con un pincel color hiedra. Los pequeños nos quedábamos chapoteando en la orilla, mientras los chicos mayores corrían en equilibrio por la rama con los brazos en cruz hasta alcanzar el último tramo donde la hacían cimbrear para darse impulso. Luego saltaban al agua haciendo cabriolas en el aire antes de sumergirse. Las mujeres y los hombres se recostaban en la orilla charlando, comiendo fruta y fumando largos cigarros liados con corteza.
Un día quise imitar a los muchachos y en un momento en el que los adultos no miraban, trepé por la horqueta del tronco sobre palmas y rodillas hacia la mitad de la rama. Una chica mayor pasó sobre mí hasta alcanzar el final a la carrera. Entonces comenzó a balancearse hacia arriba y abajo mientras yo, asustado, intentaba abrazar el tronco a fin de no perder el equilibrio. Cuando saltó al agua noté un tirón hacia arriba. Mis miembros se desasieron y caí. Al sumergirme noté un pánico punzante avanzar desde el final del esternón hasta la cabeza en el lento camino hacia lo hondo. En mi entendimiento se extendió una nebulosa vibrante. Luché por reflotar, pero cualquier movimiento me hundía más hacia el fondo enturbiado por el barro. Al mirar desesperadamente a mi alrededor buscando alguna ayuda, vi las piernas de la niña a cámara lenta acercarse hacia mí en una turba burbujeante mientras el agua comenzaba a entrarme por la nariz y la boca. Giré y vi otros miembros sumergidos aproximarse desde la orilla. Por fin, en un tiempo lentificado, un tirón me extrajo del brazo a la superficie donde pude respirar entre atragantos y bocanadas líquidas. Al reconocer a mi padre cambié de brazos mientras me transportaba a la orilla rodeado de gritos.
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