Por ello, en la fascinación por ser cautivadores, los hombres viven sus relaciones amorosas entre sentimientos y emociones encontradas, subjetivadas en imaginarios, fantasías, deseos, anhelos, alegrías y dichas de sentirse ampliamente correspondidos por la mujer amada, y por la que se es capaz de entregar la totalidad de la vida o, por lo menos, una parte de ella, en una confesión que nace del corazón, y cuyas ansias se depositan en la confianza de tres palabras. Pero también la viven entre dudas, sospechas, insatisfacciones, celos, amarguras, desconfianzas de que la mujer amada los traicione, se vaya con otro, no le corresponda o sea una aprovechada. Esta forma de enajenación de la condición genérica y situación vital de los hombres delinea las concepciones, prácticas y creencias que tienen de las relaciones afectivas y que se expresan en la simultaneidad que pueden establecer con más de una mujer en diferentes momentos de sus vidas.
En este proceso de enajenación de la condición genérica, que tiene lugar en el grupo juramentado, y sobre la base de los principios de desigualdad social de la cultura amorosa patriarcal, los hombres aprenden, en el abrevadero de los epígrafes populares, como son los refranes, que a las mujeres ni todo el amor, ni todo el dinero, lo cual comprende, entre otros aspectos que amar a estas implica mantenerlas en un orden emocional y sentimental que les permita su control; de ahí la necesidad de mantenerlas cautivamente fascinadas, bajo la gobernanza política del Príncipe de Maquiavelo, es decir, la puesta en práctica de formas educadas, conciliadoras, espontáneas, abiertas, de implicación emocional y sentimental al conjunto de personas a las que se gobierna y de prácticas de tiranía, dominio, sujeción, explotación, opresión, misoginia y violencia contra ese mismo grupo. En este sentido, se puede pensar que el bolero tiene en el cautiverio el lugar musical en el que los hombres transitan, juramentada y androcéntricamente, entre el amor y el desamor, la alegría y la tristeza, centrando, imponiendo, desplazando, sutil o frontalmente su Yo en el de la Otra amada. Así, se van concretando los designios naturales de las relaciones amorosas heteronormativas que implican, sobre todo para ellas, el amor filial. Es decir, en la desigualdad y opresión genéricas el poder cautivador de los hombres y la supuesta fascinación que genera entre las mujeres, ambas partes actualizan la historia del bolero como uno de los cancioneros más eficaces mediante el cual las emociones y los sentimientos hacen vigentes las desigualdades de las relaciones intergenéricas.
Un ejemplo de esto son las canciones en las que la certidumbre de saberse correspondido por la mujer deseada evidencia a ese rostro querido que no sabe guardar secretos de amor, porque ya sabe que está en la gloria de la intimidad, lugar por excelencia de las y los sujetos para que la subjetividad se abra a la práctica mixta de las emociones y los sentimientos, y permita que los estados psicológicos y socioculturales expresen ese querer que los vuelve locos y los hace llorar de felicidad, al pretender que esa verdad sea atemporal en las horas existenciales de la vida personal. En este sentido, como plantea Fernández Poncela (2011), la experiencia del amor / desamor se manifiesta en el interior de cada individuo, en el sentido que le da a su existencia en el mundo y en los contrastes que implican las realidades concretas como se vive la práctica afectiva mixta.
Estos contrastes se expresan al preguntarse qué hace falta para decirte que me muero por tener algo contigo, que el deseo sexual trascienda los límites de la amistad, para poder besar, de manera loca tu boca, porque si no se procede a controlar la vida de la amada, al averiguar qué rival osa besarla y le brinda abrigo. De ahí que el actuar emocional y sentimental de los hombres, en su significación política de Príncipe, hace efectiva la dualidad explicativa de que a la buena o la mala debo tener algo contigo; en la negativa a reconocer el inmenso trabajo psicológico de contención que cuesta solo ser su amigo; en el acoso que se hace al vigilar noche y día la hora de salida y llegada; en la búsqueda de pretextos para pasar por la casa de quien se corteja, no se va a morir sin tener que ver algo con la mujer elegida para amar. Así, en el cautiverio se mantiene el continuum, sano y funcional, como las emociones y los sentimientos, en tanto prescripciones genéricas de desigualdad que significan las normas sociales, creencias, costumbres, tradiciones, ideologías y prácticas culturales (Fernández Poncela, 2011) que prescriben el comportamiento, proceder y accionar de las mujeres y los hombres en sus relaciones de pareja, y dan sentido a la estructura emotiva que obliga a esta a corresponder, en agradecimiento, el interés mostrado por un hombre que ha fijado su amor en ella.
Este proceder comprende, entre otros aspectos, la imposición de acuerdos monógamos y demandas de fidelidad que se espera sean cumplidos por las mujeres, a quienes se ha fascinado con un proyecto de amor de larga duración y alcance. Estos acuerdos, por lo regular, están vinculados con experiencias de relaciones de pareja pasadas, cuyos recuerdos están plagados de historias de amargura y desenlaces fatales que, por lo regular, están conformadas de rupturas y daños a la subjetividad e identidad emocional y sentimental de las y los protagonistas. Así, estas experiencias se articulan con las concepciones que tienen los hombres del mundo y de la vida, presentes en las letras y canciones de estos boleros, y en las cuales se manifiesta el carácter religioso en su contenido y composición, simbolizando las acciones sociales como responsabilidad fundamental de seres de divinidad mítica y quienes integran una pléyade poderosa, comprensiva, dadivosa, informada, totalizadora, reguladora, jerarquizada y sancionadora para cualificar el buen y mal proceder humanos.
De ahí que una de las demandas de los hombres en las nuevas relaciones de pareja sea la de un entendimiento y un criterio amplio de las razones por las que ella siempre duda del amor del afectado, lo cual ha contribuido para que el proyecto afectivo prometido no haya logrado hacer, de ese gran amor, la ilusión forjada en el tiempo del cortejo, debido a las burlas reiteradas de las que fue objeto por parte de esos malos amores pasados, y aunque no se culpe a la actual pareja, espera encontrar en ella a esa mujer comprensiva. Esto sirve de capital sentimental para la memoria amorosa y para asegurarse de no repetir los errores del pasado, por lo que a este nuevo amor se le mandata realizar una serie de responsabilidades que permitan la recuperación de sí mismo y para estar, nuevamente, en condiciones de ser un sujeto apto para el amor. Así, espera reparar la credibilidad que él mismo necesita de su Yo engañado, elevar su autoestima para volver a amar. Por y para ello, lo que en realidad se demanda de la nueva amada es que sea una especialista cuyo perfil profesional amoroso le permita llevar a cabo una terapia integral de reparación de la subjetividad y de la práctica mixta de las emociones y los sentimientos de un pobre corazón “masculino” que se ha quedado con tan poquita fe. Esta responsabilidad profesional terapéutica, asignada a las mujeres para la recuperación de la autoestima masculina, tiene un basamento religioso, fundado en la fe, lo cual demerita y desvalora el capital cultural profesional poseído, ya que para realizar los trabajos psicológicos emocionales necesarios para terminar con la desconfianza, la frialdad, la burla, la desilusión, los sueños y objetivarlos en nuevas esperanzas para amar y perdonar, se ubica a la pareja en el terreno de la fe, de la acción moral y asistencialista para la reparación compasiva de la frialdad de un amor engañado.
El amor y desamor masculinos transaccionan a las mujeres entre el grupo juramentado, o toma este puñal y llévatela, porque toda mujer bonita será traidora
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