Capítulo II Milenarismo19 High Tech
En un corto lapso hemos pasado de las metáforas del cerebro concebido como un sistema operativo de altísima sofisticación, a las metáforas de los superordenadores capaces de replicar un cerebro humano o de «cargar» la «mente» de una persona y alojarla en una especie de vida digital eterna. Las unas y las otras son metáforas que rebosan un optimismo fraudulento, enunciadas con asertividad performativa, responsables a su vez de la expansión global del cientificismo. Su principal peligro reside en que su carácter ficcional se confunda con una literalidad empírica, distorsionando así tanto las expectativas respecto de la tecnología como las necesidades que vendría a satisfacer. Es el caso, por ejemplo, de creer que la memoria en el sentido informático del término es equivalente a la memoria en el plano del ser hablante. Una vez más, nos encontramos ante el terrible y demiúrgico poder del lenguaje: no solo en lo que respecta a lo que se dice, sino también al lugar desde donde se habla.
Por ese motivo, parece acertado rehusarse al concepto de «la tecnología», bajo el que hemos sido educados con el fin de hacernos creer que el bien y el progreso son aliados naturales, y pensar por el contrario en términos que reconozcan la pluralidad. Existen diversas tecnologías, y la distorsión promovida por el discurso mercantil consiste en convencernos de que la aceleración en el campo de las telecomunicaciones y el procesamiento de datos posee un correlato semejante en otros aspectos, tales como los avances en materia de salud o de recursos energéticos. Resulta evidente que en estos últimos dos ejemplos el optimismo tecnomilenarista se da de bruces contra la realidad, y que ese mundo onírico donde las máquinas habrán de librarnos de nuestras pesadumbres y miserias es en verdad una débil cortina de humo que no alcanza a disimular la creciente acumulación de riqueza y poder en manos de una minoría que no solo no es abstracta, sino que está constituida por nombres propios, por seres reales motivados por intereses reales, muy alejados del altruismo que intentan transmitir.
En un breve pero clarificador ensayo20, Richard Jones analiza con rigor lo que implica tomar el concepto de tecnología en un sentido unificado. Lo considera un error decisivo, y a fin de despejar un poco la confusión reinante nos recuerda que existen tres áreas distintas de innovación tecnológica: el área de la información , el área de la materia y el de la biología. Cada una de ellas tiene sus respectivos condicionantes y restricciones, así como distintos requerimientos. Es cierto que el área de la información avanza a una gran velocidad, puesto que entre otras razones no exige una gran infraestructura. En al área de la materia, las cosas llevan más tiempo y son mucho más caras. El área de la biomedicina y la biotecnología supone una serie de problemas muy concretos y diferentes, puesto que los entes vivos son mucho más difíciles de someter a los procedimientos de la ingeniería. El objeto vivo reacciona y en ocasiones lo hace de forma imprevisible, desafiando las expectativas de los ingenieros y los biólogos. Sucede, por ejemplo, en el terreno de las células madres y la producción de tejidos, cuyo desarrollo es muchísimo más lento de lo que se había anunciado. Transferir las ventajas y los avances del mundo informático a la nanotecnología y a la biología sintética puede resultar decepcionante, y hasta fraudulento21. Silicon Valley no solo es el centro estratégico de las revoluciones tecnológicas. Es también, y con demasiada frecuencia, el reservorio de ambiciones enloquecidas, deseos ciegos y embriagados por la euforia de un delirio performativo, el impulso que confunde la retórica desiderativa con las conquistas logradas.
El psicoanálisis —o más específicamente los psicoanalistas, que a menudo no parecen orientarse demasiado bien en su percepción de la época y adoptan posiciones moralizantes— debe salir rápidamente del absurdo debate entre defensores y detractores de la tecnología. Como cuestión preliminar a todo análisis que atraviese el nivel del sentido y, por ende, del fantasma22, es preciso participar de forma decidida en todo aquello que contribuya a perforar, borrar, tachar, inconsistir, la noción monolítica de «la tecnología».
Aunque la imagen del desarrollo tecnológico como un orden supremo que no obedece a una dirección central resulta hasta cierto punto atractiva, incluso cierta, puesto que con desagradable frecuencia algunas criaturas técnicas escapan de las manos de sus creadores y parecen adquirir una vida propia e independiente, es preciso refutar con absoluta energía la religión transhumanista que pretende convencernos de un destino que está escrito en el libro de la historia. Las tecnologías no evolucionan por sí mismas: son el resultado de acciones, decisiones y reacciones que involucran a numerosos actores e inversores. No constituyen un bien per se , ni tampoco son la encarnación de un poder diabólico. Están sujetas a los avatares del discurso y su papel depende en gran medida no solo de los fines con los que se las emplea, sino fundamentalmente de las metáforas con las que se venden. Lejos de ser la expresión de una conquista posideológica, son el vehículo de toda clase de ideologías que pueden servirse de ellas con las mejores o peores intenciones. No solo compramos dispositivos técnicos por los indiscutibles servicios que nos prestan: lo hacemos, ante todo, porque somos consumidores de las metáforas que conforman su packaging.
Esas metáforas —le cabe aquí al psicoanálisis el mérito de haber podido sondear en su fundamento— deben su éxito planetario a la capacidad de evocar, provocar, incluso desbocar, el goce y su íntima relación con el cuerpo. De allí que en nuestra perspectiva, y a diferencia de los enfoques sociológicos o económicos, nos interesa particularmente no tanto los fines para los que se emplean las tecnologías, en abstracto, sino el uso sintomático que cada ser hablante, uno por uno, hace de los recursos tecnológicos a su alcance. Esto implica proceder, en cada caso, a localizar lo tecnológico en el contexto de una narratividad que lo desprende de los significantes transmitidos por el discurso del amo y lo enlaza a la historicidad propia, alejándolo de la pura alienación.
Aunque los fantasmas agitados por el tecno-futurismo sean en definitiva tan antiguos como la condición humana misma, lo cierto es que su discurso ha logrado aumentar aún más el terror a la finitud y la mortalidad. Lo ha hecho valiéndose de las coordenadas mentales de una época en la que el sentido de la trascendencia se apoya en la moda de los selfies por Instagram o en la tragedia de los fanatismos terroristas. La idea de que el futuro debe diseñarse y que ese diseño no puede estar en mejores manos que las de una tecnocracia, conduce paradójicamente a posiciones retrógradas. Las inversiones y apuestas al futuro son al mismo tiempo maniobras para distraernos de los problemas del presente, y para proyectar un campo de utopía a la medida del pensamiento mágico.
El Future of Life Institute es un proyecto situado en Boston, que reúne a científicos, ingenieros, filósofos y personalidades de la cultura con el propósito de fomentar un buen uso de la tecnología y prevenir sus riesgos. El 24 de mayo de 2014 realizó un coloquio bajo el título “ The future of Technology: Benefits and Risks”, en el que participaron reputados panelistas23. Es interesante observar cómo en algunos momentos de la discusión se introduce con toda naturalidad la idea de que en algún momento tendremos que abandonar el planeta y que será conveniente que los humanos nos preparemos ya genéticamente para afrontar los desafíos de un viaje semejante24. La lectura de la transcripción de este evento pone de manifiesto, por una parte, que incluso en una institución de estas características, en la que participan premios Nobel y académicos de inmenso prestigio, el pensamiento transhumanista y el milenarismo tecnogenético están presentes, y constituyen una fuerza impulsora de numerosas investigaciones. Por otra parte, esa confianza en las posibilidades de una tecnología bondadosa y beneficiosa para la humanidad se sostiene, entre otros fundamentos, en la creencia de que el mal puede erradicarse mediante los intercambios de información con las comunidades y sus agentes.
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