Ana Goffin - La tinta en su piel

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Mara carga una maldición familiar. Como descendiente del impresor de la Biblia de Lutero, su tátara abuelo les heredó males relacionados con la tinta. Para nuestra protagonista, ese mal es extremo, pues su cuerpo se cubre de tatuajes inesperadamente. En la búsqueda por descubrir el pasado de su familia entre Ámsterdam y Bruselas, Mara se topará con Yusuf, un musulmán turco, que guarda en lo profundo de su pecho otra maldición familiar con quien se complementa: la mujer de los tatuajes y el hombre del espejo en el alma. Acompáñalos a reconocerse y a lograr el equilibrio entre sus remotas historias en la sangre y el mundo contemporáneo que los rodea. Entre líneas, el lector descubrirá cómo todos los seres humanos, en algún momento de nuestras vidas, nos enfrentamos al duelo, la auto aceptación y el descubrimiento de nuestra identidad, más allá de los mandatos y lealtades familiares.

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Cuando el abuelo Hans murió, sus hijos se encargaron del negocio y siguieron imprimiendo biblias. Ellos lo heredaron a sus propios hijos, de modo que el oficio de impresor se convirtió en una respetable tradición familiar. Todos los descendientes empleaban el mismo tesón y cuidado. Se jactaban de la limpieza de su trabajo: ni un sólo error en sus textos. Así debía ser, la obra dictada por Dios no podía contener errores.

Sin embargo, desde muy temprano en la historia de la imprenta algunos editores cometieron faltas. Y la Biblia no escapó de ellas. Unas no eran graves, pues consistían en pequeñas omisiones que, más que escandalizar, divertían. En 1653 se publicó una edición en Cambridge conocida como la Biblia de los injustos, pues en un pasaje de la primera carta a los Corintios, donde debía decir “¿No sabéis que los injustos no heredarán el reino de Dios?”, omitieron una palabra y terminó impresa así: “¿No sabéis que los injustos heredarán el reino de Dios?”.

Unos años antes, en 1631, se publicó en Londres una Biblia que incurría en el mismo error, pero el cambio de sentido fue más grave. En los Diez Mandamientos, dentro del Éxodo, apareció la frase “Cometerás adulterio”. A este libro se le conoce como la Biblia de los malvados. Los impresores fueron multados con 300 libras y privados de su licencia.

Mis familiares lejanos se burlaban de estos errores y aseguraban que nunca les pasaría algo semejante. Hasta la quinta generación, ocurrió la fatalidad.

En el siglo xviii, Conrad Lufft, descendiente de Hans Lufft, fue encargado de imprimir una edición de la Biblia para Norteamérica. Pronto conocida como la Biblia blasfema, en un pasaje, donde debía leerse la frase “It was God” (Fue Dios), los ojos de los lectores alemanes no advirtieron una pequeña omisión: la ausencia de la letra “t”. La frase se convirtió en “I was God” (Fui Dios). Conrad fue multado, pero más grave fue su remordimiento: lo llevó a la locura. Hasta su muerte, vivió obsesionado buscando errores en todas las páginas impresas que llegaban a sus manos. Imagino cómo se sentaba en su viejo escritorio de madera junto a la ventana que daba a la estrecha calle. Entonces, despeinado, con los ojos desorbitados y, un poco sucio, daba vuelo a su mente en busca de desaciertos en las páginas frente a sus ojos.

Desde entonces, en cada generación, alguno de sus descendientes resulta afectado por un fenómeno que mi familia ha llamado “la maldición de la tinta”.

CAPÍTULO I

Las primeras huellas en mi piel brotaron en tonos azules a mis ocho años. Cinco mariposas aparecieron en mi espalda tras la muerte de mi padre. Me miré en un espejo doble y volaban sobre mi dorso en un armónico dibujo que me hizo sentir menos desgraciada ante la prematura partida del hombre al que tanto admiraba y quería y, por obvias razones, no volvería a ver, al menos en esta vida.

Aunque tengo algunos antepasados ilustres, soy una mujer “ordinaria”, como las personas que conozco, siempre y cuando pase desapercibida mi piel marcada. Es esa cubierta mi distintivo. Llevo en mi envoltura todas mis vivencias y, de cierta forma, todas las personas que me han marcado. Mi trofeo y mi vergüenza. No existe manera de ocultarme, por más ropas sobre mi cuerpo: pocas, muchas, costosas o de poco valor. No hay un espacio sin tatuar. Y no es que sea una psicópata que anda por ahí con historias de terror adheridas a su epidermis. Cada vivencia significativa, error, relación, triunfo, tropiezo están indeleblemente en mi corteza. No llevo las heridas ocultas en el corazón o en el fondo del inconsciente, sino a la vista. Ahora puedo contar cómo y cuándo mi cuerpo se fue tatuando.

Me llamo Mara, me gusta mi nombre. Es armonioso y femenino. Sólo hay un detalle: significa amargura. No me siento ni me percibo como una mujer amargada, por eso le doy una connotación más aceptable ante mis ojos, “dulce melancolía”. Con eso sí me identifico.

Nací acunada por los brazos de Bruselas, con calidez, en verano. Es cierto, una ciudad un poco gris, pero bella sin duda. Me tocó abrir los ojos por primera vez entre las “flores del recuerdo”. Las llamaron así porque la guerra hizo estragos incluso en la tierra, como aviso de renacimiento de los caídos. En julio de 1989, fecha de mi nacimiento, cientos de amapolas adornaban la ciudad como lo hicieron en la Primera Guerra Mundial, cuando cambió la composición del suelo tras los bombardeos.

Desde niña amo la posibilidad de caminar millones de veces sus calles sin que mis ojos se cansen de verla. Sus cafés, galerías, monumentos, museos, parques, el Palacio Real, la Gran Plaza y el bullicio de los automóviles danzando en equilibrio con los olores de la comida en los restaurantes. La hacen única, sobre todo para mí.

Soy hija única. No es sencillo vivir con esa carga. Es una loza que cargamos los que nacimos sin hermanos.

Mis padres me trajeron a este mundo por la vehemente necesidad de dar amor. Crecí arropada entre abrazos y risas y nunca me clavaron las espinas de sus expectativas. La piedra que me pusieron al hombro es de ser “una” en todo el sentido y los alcances de la palabra.

No creo que exista un sicólogo quien niegue cómo los primeros años de vida forman una huella en la mente y personalidad de los humanos. Nunca explicarán cómo esta realidad se puede marcar en cada rincón de la piel.

Los médicos quienes me han revisado buscan respuestas. Sé que por mucho que investiguen, no las encontrarán. Sólo existe evidencia en mi cuerpo de mis emociones.

El abandono, la humillación, el rechazo, la injusticia y la traición son heridas que marcan a las personas. Son lesiones y representan un dolor emocional relacionado directamente con la estructura y tamaño adquirido en nuestro cuerpo. Tapamos con máscaras lo que realmente somos. Con esos disfraces el cuerpo toma forma, nuestra morfología. El organismo sabiamente encuentra el medio para mostrarnos dónde poner orden.

Esto es parcialmente lo que me pasa. Sí, definitiva y visiblemente tengo un cuerpo delgado: denota mi herida de abandono. Sólo hasta ahí, pues ningún libro esclarece por qué vivo cubierta de tantos colores.

Tras la traumática muerte de mi padre en aquel diluvio, pude seguir viviendo sin ahogarme bajo el agua, como él. Recuerdo aquel día como si viera una película, porque aunque no estuve ahí, mi mente se encargó de rellenar los huecos de lo sucedido. La presencia de mi padre quedó borrada de un plumazo para siempre.

Cuando desapareció, estaba de viaje por motivos de trabajo. La desgracia ocurrió en un pequeño pueblo, donde entregaba algunos libros. Estaba en el negocio de la impresión, el último de la familia hasta ese momento.

Ese día amaneció muy luminoso, el sol se veía en todo su esplendor con tintes rojos y naranjas, casi pintado con tinta. Al mediodía el cielo se nubló y las nubes, entre azul pizarra y azul marino, se movían pesadamente, como conteniendo toda el agua del mar. Mal presagio.

La lluvia empezó a caer. Se sentía algo extraño en el ambiente, la humedad insoportable, la gente buscaba dónde resguardarse. Sin embargo, no paró... Llovió tres días. Las nubes no quedaron contentas hasta ver el pueblo cubierto en agua. Los sobrevivientes dicen que el agua sabía a sal. Indagaron, mas mi padre nunca apareció. Mi mamá fue a buscarlo, quería bucear en los hechos y encontrar una pista.

Me quedé esperando en casa de mi abuela materna. Estaba desconsolada, no tenía un cuerpo al que llorar y enterrar. Guardaba la esperanza de que en cualquier momento mi padre entraría por la puerta para abrazarme y me diría: “Hola, pequeña oruga”. Nunca ocurrió. Ahí empezó mi metamorfosis. A su “muerte” dejé de ser una oruga y quedé expuesta al mundo. Mi primer encuentro con el abandono.

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