María Lucía Cassain - El libro de Lucía

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Como buena geminiana siempre en mí la dualidad, un libro con dos partes, y en cada una de ellas, una muestra de lo íntimo y de lo público, de lo personal y lo profesional en el mundo judicial, bajo el cuidado de mis amigas ideales «Prudencia» y «Paciencia» y además con la cara de póquer necesaria en el ejercicio de la magistratura y esto, sin perjuicio de la aparición en mi pensamiento de aquellas otras ideas sinceras –las opiniones del abogado famoso de la historieta
El otro yo del Dr. Merengue– con quien muchas veces me sentía identificada. Esta es una muestra de circunstancias y hechos reales, legales y algunos de ellos, por qué no decirlo, también injustos y en la que, por cierto, no todo lo digo.

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Es que esto siempre me pareció un disparate digno de desagradecidos, como si ellos mismos no hubieran nacido de una mujer, no hubieran sido cuidados y educados como hijos o atendidos como maridos o padres. Ingratitud creo que sería la palabra correcta para aplicar a estos casos de discriminación.

¡Qué broncas se agarró Tolerancia 0, más de una vez escuchando este tipo de argumentos de hombres universitarios!, por señalar alguna cualidad que supone cierto nivel de cultura elevada y sin que esto pueda ofender a algunos colegas debo decir que, cuando me integré en un Tribunal, viendo el machismo imperante y el destrato que recibían algunas mujeres que se desempeñaban allí, no tuve más remedio que dar aviso de que, a partir de determinada fecha, las mujeres que se desempeñaban en ese ámbito laboral corrían por cuerda floja a mi persona. Quedó claro por cierto, aunque a regañadientes al principio.

Y para quienes lean esto y no sean conocedores del ambiente tribunalicio, aclaro que suele suceder que en un juzgado o tribunal tramite una causa y que de esta puedan desprenderse otras conexas a esa principal y estas justamente son las “causas que corren por cuerda floja” a aquella principal.

En fin, tal vez por tener conciencia de lo relativo del alcance del poder o por las propias limitaciones de su ejercicio correcto, he logrado no “creérmela”, como se dice vulgarmente ahora y por eso pude, a diferencia de otros, mantener la humildad que me caracteriza según algunos amigos.

Pues bien, dejar de cumplir un rol, aunque sea el de juez, en esta vida no me parece algo que deba alarmarme sobremanera, quizás sean los demás los que me enaltecieron de un modo inadecuado o exagerado respecto de mis posibilidades, vinculándolas a determinadas jerarquías sociales o políticas, pero a mi entender, sin llegar hasta el punto extremo de descalificación de ese rol o de negar su peso en la sociedad, que lo tiene por cierto y es importante, no me parece necesario embarcarme en un “duelo” con mayúsculas.

Por lo pronto, me siento muy bien con mi individualidad, tranquila con mi conciencia, satisfecha con mi carrera, confiada y diría que segura de mi siembra, en mi capacidad de adaptación a las más diversas circunstancias de la vida.

Sin embargo, en otros momentos de elaboración de la decisión, también siento miedo de extrañar el quehacer diario y si bien no pienso que no lo pueda superar, me abrazo a mi cotidianeidad, tal vez retrasando la aparición de otras oportunidades vitales y distintas y en cierta forma la posibilidad de un nuevo ámbito para el ejercicio de mi libertad y si quisiera de mi profesión o cuanto menos, de las habilidades adquiridas en las tan diversas situaciones que debí enfrentar y sortear.

La opinión de que mi retiro implicaría una pérdida para la república como me dijo un fiscal general que merece todo mi aprecio por supuesto me halagó, pero siento que no debo dejarme seducir por estos “cantos de sirena” porque ya es tiempo de que los más jóvenes asuman más responsabilidades, y estoy convencida de que el aporte al país, a la democracia, en todo caso ya lo hice y que mi permanencia o no en la justicia no habrá de cambiar el rumbo ni el destino de ellas.

Hoy más que nunca afloran mis recuerdos, aquel primer día de trabajo gratuito, hacendoso, hasta el baldeado de veredas propias y ajenas. El almuerzo en la famosa mesa de Mirtha Legrand como primera invitada, hablando de los vinos adulterados, para ese día ya había 17 muertos en una causa en la que investigaba el estiramiento del vino envasado en damajuanas, mezclado con alcohol metílico al tiempo que en París, justamente, se presentaban los mejores vinos argentinos (almuerzo concertado entre Elide y la producción del programa, a mis espaldas).

También mi participación en un programa de televisión con motivo del incendio intencional que había sufrido el Juzgado Criminal nro. 1 de Morón a mi cargo, en tiempos en que en este se profundizaba la pesquisa en una causa de estafas y defraudaciones, en fin, el movimiento de una financiera clandestina que funcionaba en La Matanza, en perjuicio de miles de personas y por un monto que rondaba los 70 millones de dólares, o una extorsión en la que se involucraba al intendente municipal.

¡Cuántas cosas le sucedieron a Tolerancia 0!

Sorprendiéndome

En esta etapa que transito estoy descubriendo que decir que empecé a escribir un libro, mi libro, este, que puede contener cualquier cosa, me coloca en una situación especial. Percibo graciosamente que es como si empezara a adquirir una trascendencia diferente, distinta, tal vez despierta en los demás una curiosidad exagerada como si estuviera a punto de escribir algo digno de ganar un Pulitzer. ¡Cuán equivocados vivimos los seres humanos en esta sociedad!

Lo que para mí comienza a ser un grato esparcimiento, justamente por aquel rol que tengo, parece que algunos sospechan que habré de escribir algo así como el racconto de una verdad o verdades reveladas y entonces me muero de risa, como aquel día en la facultad en que mi compañera me presentó los bifes que habría de preparar para la cena con su marido.

En realidad, para cuando termine este libro seguramente seré tan libre que, sin haber abandonado el mote de la Adecuada, que me lo puso Haydeé, me sentiré orgullosa de haber podido expresar, sin empacho alguno, toda la desilusión que siento de la condición humana, que no es poca, sobre todo luego de haber descubierto en el primer juicio contra un expresidente de la nación y otros militares en el que participé, la existencia de campos de concentración muy cerca de donde vivía, lo que implicó haber comprobado, de un modo fehaciente, la crueldad de los actos ocultos que allí se realizaban, algo mucho más grave que todo lo que había visto suceder en más de veinte años de carrera en el poder judicial de la provincia de Buenos Aires y en el de otros veinte más en la justicia federal hasta ese momento.

Al respecto, recuerdo que el día en que vi en el cine el estreno de la película La lista de Schindler me pasaron dos cosas que marcaron mi vida. La primera que, en el intervalo me enteré del accidente trágico sufrido por una persona de la familia muy querida, Ester, y la segunda que me prometí a mí misma no volver a ver ninguna película que se relacionara con el Holocausto, porque sentí que el dolor que me invadía era insoportable y quién me iba a decir, en ese tiempo, que en mi vida, iba a tener que juzgar hechos como los que se veían en aquel film: secuestros, torturas, hambre, violaciones, homicidios, incineraciones, en síntesis, deshumanización y entonces, recapitulando, el llamado de aquella colega fue el anticipo de mi futura intervención en otros juicios de “lesa humanidad” que por supuesto conmovieron mi espíritu nuevamente.

La visa

Entre tantas cosas que me suceden, el 14 de abril concurrí a solicitar la visa para viajar a Estados Unidos, traicionando un postulado que tenía en mi juventud. Justamente no hacerlo, porque me irritaba solo pensar que para viajar como turista a otro país debía pedir permiso. Bueno, corrí aquel postulado a un costadito y resignada fui a Icana, entre otras cosas para preparar un viaje de placer con mi hija y mi marido.

Recuerdo que, en una oportunidad en que aquel permiso no era necesario, fui a Estados Unidos a hacer un curso de “los juicios por jurados” en una universidad en la ciudad de Los Ángeles y grande fue mi sorpresa cuando descubrí que en aquel país me catalogaron como de “raza hispana”, por escrito en formularios que debía completar.

Es decir, a los 45 años aprendí que además de las razas que me enseñaron en la escuela primaria, blanca, negra y amarilla había otra, esta nueva categoría inventada seguramente por ellos “la hispana”, de la que por cierto estoy orgullosa.

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