Creo que el tiempo es hoy, por decir en estos meses, los acontecimientos externos me indican que aquel lugar con las reformas que se están produciendo no tienen demasiado que ver con los ideales por los que siempre luché, la corrupción apesta, está a la orden del día y en este sentido podría, aunque de un modo colateral, dañarme.
Todo el esfuerzo de mis años de juez tuvieron aquello de dar a cada uno lo suyo, y siempre volqué la pasión en ese servicio. Recuerdo que cuando me presenté en un grupo de terapia dije mi nombre y que trabajaba para la justicia, es decir, me presenté con sinceridad como quien soy y no por el cargo que ocupaba ya en ese momento (1987), y a esta manera de ser, algún amigo la llama humildad . Y si es así, además, me encanta.
Es que aún conservo en mí cierto pudor en relación con los logros profesionales, no sé por qué, pero, bueno, son las 20.37 h del 4 de abril, voy a cenar y mañana seguiré escribiendo seguramente, ya que estoy muy entusiasmada.
Un día después
Ya es 5 de abril, y justamente hoy, pero hace 43 años, empecé a trabajar como “meritoria” en la Asesoría Pericial de Morón, en el Poder Judicial de la Provincia de Buenos Aires.
La oficina estaba ubicada en un viejo chalé alquilado, en el que funcionaban además una oficina de la Administración General y la Asesoría de Menores. Nuestra dependencia estaba reducida a una cocina, que hacía de mesa de entradas y un despacho en lo que habría sido un dormitorio de esa casa.
Su mobiliario consistía en una vieja camilla de metal oxidada, un escritorio antiguo y tres sillas, todo cubierto de polvo y tan así fue que lo primero que hice fue limpiar todo, es decir, el dormitorio, la cocina, el pasillo por el que se accedía desde un garaje, la vereda y la terminé baldeando, ante la mirada atónita de los policías uniformados que, como imaginarán, cubrían las guardias de la comisaría de Morón 1ra. y la Unidad Regional de Morón. Fue el 5 de abril de 1972.
Cuando terminé de limpiar me sentí muy feliz, preparada, en condiciones dignas de estar ocupando mi cargo de meritoria en esa oficina, de asistente de un médico legista y de un contador al principio y luego también de una perito calígrafo y, en ella a los pocos días y por primera vez, tuve contacto con un hombre que había matado a otro hombre.
Fue extremadamente fuerte la sensación, ocurrió durante la entrevista que le hizo el médico forense y con seguridad en esa ocasión recibí al detenido y la custodia que lo condujo a la oficina.
No recuerdo ni su nombre ni cómo había ocurrido el hecho, ni el tipo de arma que pudo haber usado, tampoco el móvil, ni quién había resultado la víctima, solo evoco vagamente la presencia de un hombre de unos cuarenta años sentado de un lado del escritorio con las manos apoyadas en sus piernas, sin esposas, enfrentado al médico que lo interrogaba y yo sentada en la otra silla al costadito, escuchando el diálogo que mantenían, suponiendo hoy que su sentido apuntaba a saber, sí aquel hombre había comprendido lo que había hecho.
Estaba como azorada, y lo disimulé, obviamente. Si bien tenía 19 años, la muerte violenta no era algo tan común ni cotidiano como lo es ahora, y para esa época no se visualizaban como hoy esos hechos, que tampoco eran tantos y además aparecían como muy lejanos a mi persona y entorno.
El segundo episodio muy cruento fue la revisación de una mujer que había dado recientemente a luz un hijo, lo que el perito médico comprobó con sencillez, enterándome luego de que, en razón de haber ocultado el embarazo a su familia, el día que nació lo arrojó por el incinerador del monobloc en el que residía en Ciudad Evita, en el partido de La Matanza.
Por supuesto que no podía creer (como se dice ahora) lo que había hecho esa mujer, no entraba en mi cabeza que se pudiera tomar una determinación así. Recuerdo que era rubia, tenía su cabello atado con una cola de caballo, me pareció muy tímida y tampoco sé si existió un diálogo con el médico, en realidad creo que solo escuché que pronunció su nombre, habiéndome impresionado la profunda tristeza que trascendía de su persona y que de sus pezones brotaba naturalmente leche en el momento en el que médico realizó su examen clínico.
Ese fue un día de un gran aprendizaje, yo aún no conocía la figura del infanticidio, ese homicidio atenuado que preveía el Código Penal en aquel tiempo y aseguro que no me resultó grato conocerlo de ese modo, pensaba en el bebé… y al mismo tiempo en esa pobre mujer… dándome cuenta por cierto de la presión familiar y social que debió haber sentido, por un lado, para vivir fajada todo el embarazo ocultándolo y al propio tiempo la gran soledad que debió haber sufrido, enterándome en ese momento también de la existencia del concepto médico del estado puerperal.
Como no hay dos sin tres, también me espanté con otro caso que llegó al médico legista por esos días, la violación de un muchachito que padecía el síndrome de Down, hecho por supuesto que me llenó de rabia e impotencia, también de desazón y tristeza.
Estaba en el primer año de la facultad, viajaba en colectivo y en tren todos los días, como ya lo dije, y si bien podían haber malas personas en el acotado mundo que me rodeaba en esos medios de transporte y en los lugares que frecuentaba, no eran habituales las situaciones de violencia extrema, más bien estaba inmersa en un ambiente de trabajo, estudio, aprendizaje, esperanzas y ansias de superación.
Pues bien, la cercanía con aquellos tres hechos espantosos produjo un enorme sacudón en mi persona y despertó aún más la pasión hacia el ejercicio del derecho penal.
Hoy, no tengo más que un salpicado registro de las personas con las que tuve contacto profesional directo que mataran a otro ser humano y vienen a mi mente figuras de hombres, mujeres, viejos, jóvenes, locos y cuerdos. Fueron muchos en cantidad los homicidios y algunos de esos hechos merecen ser contados, tal vez lo haré…
En general, la mayoría de los homicidas fueron hombres, y excepcionalmente mujeres y en mis primeras impresiones estas solamente cometían ciertos y determinados delitos, los hurtos en los comercios (las famosas mecheras), los abortos, porque necesaria y físicamente estaban involucradas y el homicidio del marido o la pareja, casi siempre como producto de la violencia familiar ejercida previamente sobre ellas o sus hijos.
Al respecto recuerdo un caso en que una mujer, harta de los golpes hacia ella y los hijos propinados por un marido alcohólico, sin hallar otro escape a su situación, un día esperó a que se durmiera y lo mató golpeándolo reiteradamente con un sifón en la cabeza.
Hoy, las cosas para las mujeres no han cambiado mucho, pero ahora, además, también se agregó que están involucradas en el narcotráfico y comprometidas con la delincuencia de hijos y esposos que viven del robo y los secuestros extorsivos (aun con el resultado de homicidios) como “un trabajo”, y demuestran la decadencia moral de nuestra sociedad.
Lo digo porque, cuando en 1993 arribé a la Justicia Federal advertí que las mujeres además de aquellos hechos que mencioné vendían droga al menudeo, es decir, desde sus casas, y al tiempo en que realizaban las tareas propias domésticas y el cuidado de los hijos, vendían “porros” y “ravioles” como si tal cosa… Aun, en presencia de los niños, los que tomaban como natural la actividad de su mamá. Qué pena le produce esta degradación moral a Tolerancia 0.
Pero, bueno, siguiendo con la misión que creo tener en este mundo, relaciono mi existencia en muchos sentidos con la limpieza, el orden y el aseo, algo sobre lo que bromean quienes me conocen bien, o sea, mis afectos, hasta el punto de que soy famosa porque me levanto y no puedo salir de casa sin hacer la cama y dejar todo mínimamente ordenado y es que, en mi fantasía y desde muy pequeña, pensaba que de sorpresa podía presentarse “alguien” en cualquier momento y yo y las cosas a mi alrededor debían estar prestas, para una correcta recepción.
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