De acuerdo con Michelle Perrot (1993), en el proceso de la Revolución francesa, los propios insurgentes advirtieron el peligro que entrañaba para los varones el inestimable principio de igualdad; se percataron de las potencialidades que se abrían para las mujeres y del riesgo de cambiar lo que se consideraba “el orden natural”, que las asociaba a ellas al terreno privado y a los varones al público. Insistieron en mantener esta separación y más adelante, en la etapa posrevolucionaria, la frontera entre ambos se hizo cada vez más inflexible.
Es importante anotar que dentro del “orden natural” en las relaciones familiares, la monogamia era una característica fundamental. Helen Fisher (2007: 227) lo observa de este modo: “Engels consideró que la monogamia —que definió como la estricta fidelidad femenina de por vida a un único cónyuge— fue decisiva en la pérdida del poder de las mujeres. Afirmó que la monogamia evolucionó para garantizar la paternidad… y abrió las puertas de la esclavitud femenina”. Esta característica fue incorporada al modelo de relación sexoafectiva del sistema capitalista.
En ese mismo sentido, Carol Pateman (1996: 48) explica que con el desarrollo del capitalismo y la circunscripción de las mujeres a lo doméstico, con su consecuente exclusión de la vida laboral, fueron relegadas a su lugar “natural” y dependiente en el espacio familiar y privado, con lo cual “el antiguo argumento patriarcal derivado de la naturaleza en general y de la naturaleza de las mujeres en particular se transformó, se fue modernizando y se incorporó al capitalismo liberal”. A partir de ese momento se comenzó a convencer a las mujeres de ser solamente observadoras de la vida pública, ocuparse de la satisfacción y bienestar de la vida doméstica y procurar a como diera lugar —como si fuera una cuestión de capacidad personal o de azares del destino—, conseguir a una pareja ideal con quien casarse y asegurar su felicidad.
El Estado moderno, liberal en su constitución, impuso ideologías capaces de sostener las nuevas realidades y necesidades familiares ubicadas en el ámbito privado. Una de ellas remitiría a las relaciones íntimas y amorosas. Para tal propósito se requería un modelo de amor incondicional que tolerara las adversidades, cansancio y hartazgos surgidos de las actividades de cuidado familiar; quehaceres que en responsabilidad y ejecución de una sola persona exigen dedicación absoluta y sin horarios, por lo cual también se les quitó la categoría de trabajo para que no se pretendiera pago alguno o prestaciones laborales.
Así pues, la ideología romántica sirvió para apuntalar los intereses del incipiente capitalismo y se gestó el modelo de Amor romántico como creación del nuevo orden económico y social; su objetivo era instaurar sistemas de valores que fundamentaran la separación entre los espacios público y privado, también recién creados, y se justificara el claustro “voluntario” de las mujeres en lo doméstico. Tal tipo de relación se convirtió en el cimiento de la esfera privada y se construyó una jerarquía binaria, con mujeres inferiores a los hombres y una menor valoración a los atributos de la feminidad. Esta idea se halla hondamente enraizada en las estructuras del pensamiento occidental, en las instituciones sociales y en la división de las disciplinas sociales (MacDowell, 2000: 26).
En periodos anteriores a la era industrial, el Amor romántico podía encontrar su realización fuera del matrimonio, pero más tarde, el nuevo paradigma amoroso fue configurado como prerrequisito matrimonial y constitutivo de la feminidad; los trabajos de crianza y mantenimiento emocional de la familia, indispensables para el funcionamiento del nuevo rumbo industrial, fueron asumidos como propios de las mujeres, encubiertos con el manto del Amor romántico y sin exigir remuneración. La subordinación tendría que disfrazarse con una apariencia atractiva y deseable, de modo que al amor se le adjudicó el poder de proveer la felicidad eterna.
En las últimas décadas del siglo XX, con el giro neoliberal como régimen imperante, el modelo amoroso demandó un soporte ideológico congruente con la bandera de la libertad, elemento sustantivo del régimen (Harvey, 2007). El Amor romántico fue reconstituido y refuncionalizado, consagrándose la libertad de elección de la pareja por “amor”.
La dolorosa paradoja de ese ajuste es que en el voraz crecimiento del capitalismo, cada vez con mayor frecuencia las mujeres realizan trabajos remunerados además de sostener el espacio privado (hogar y familia como sinónimo de realización de mujer triunfadora; no basta con que sea exitosa laboral o profesionalmente). Se presentan serios problemas de negociación con las parejas para equilibrar las cargas de conducir “casa y trabajo”, atravesando las circunstancias concretas de las personas involucradas. Esto puede provocar que las relaciones violentas se sostengan en el tiempo no por necesidades económicas o de corresponsabilidad, sino por el ideal de perpetuar la unión en nombre del Amor (romántico por supuesto).
Asimismo, este ideal fue convertido en un producto más y poco a poco se fue creando una industria cultural a su alrededor: rituales de compromiso, bodas espectaculares, viajes de luna de miel y la celebración de una fecha especial al año conocida como el “Día de San Valentín”. Se han establecido prácticas que comúnmente entrañan consumos excesivos y gastos extraordinarios (con un mayor impacto en la población joven), y se enmarcan como “tradicionales” e indispensables si de la realización del Amor romántico se trata, aun en estratos de bajos recursos económicos. El amor se convierte en un producto comercial de gran demanda que sigue la lógica de los mercados.
En la actualidad es frecuente encontrar información sobre “expo-bodas”, gente dedicada a la planeación de los eventos — wedding planners — y paquetes que incluyen todo un montaje con procedimientos de crédito sin intereses para ampliar el espectro de personas consumidoras. Se explota el epíteto de “el día más esperado de tu vida” o “el día más feliz de tu vida”, como si fuera el fin único independientemente del nivel de conciencia, compromiso y afecto de las parejas, y se abarca un amplio arcoiris de edades, escolaridades, preferencias sexuales y contextos culturales, en el que ambos aportan recursos económicos para el esperado acontecimiento. Si algo sale mal, siempre se puede volver al montaje de la escena, en la espera del ahora sí , tal vez sin que hayan mediado reflexiones o terapias que concienticen acerca de por qué perseguir la ilusión del Amor romántico con el costo económico, físico y emocional que encierra, todo en una balanza en continuo desequilibrio entre varones y mujeres.
En este punto nos desprenderemos un poco de que el constructo del Amor romántico no se cuestiona a profundidad en la época contemporánea, para dar paso a algunas reflexiones relacionadas con el matrimonio o unión establecida entre un hombre y una mujer. La intención es ampliar el angular de análisis de los casos que compartiremos, lo que mujeres de alta escolaridad expusieron en torno a sus relaciones de pareja.
Las uniones o matrimonios, a pesar de una creencia un tanto común, no son un “hecho natural” como sí lo es el apareamiento instintivo de los animales. En todas las culturas han existido leyes, normas y severos castigos a las transgresiones de los modelos matrimoniales, con lo que, en palabras de Wolfgang Gödeke (2000: 9), “el matrimonio era como un vestido confeccionado, el cual una solo necesitaba ponerse; el modelo era diferente según la cultura y se trataba, entonces, solamente de cumplir con las costumbres, indicaciones y prohibiciones para asegurarse una vida social exitosa”. Sin embargo, este referente parece obsoleto en la actualidad, cuando al menos en intención prima la voluntad individual y no la del grupo, familia o clan; en los casos en los que aún destaca el valor comunitario, se empiezan a vislumbrar serias detracciones, como en los matrimonios arreglados o las uniones concertadas en poblaciones indígenas de Chiapas (Pérez-Luna, 2019).
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