Entre 1789 y 1917, las políticas europeas —y las de todo el mundo— lucharon ardorosamente en pro o en contra de los principios de 1789 o los más incendiarios todavía de 1793 [la etapa jacobina]. Francia proporcionó el vocabulario y los programas de los partidos liberales, radicales y democráticos de la mayor parte del mundo (p. 58).
La historia de la Revolución francesa, que se desarrolló alrededor de una década, es bastante compleja no solo debido a la crisis estructural del contexto previo a su estallido en julio de 1789, sino, en particular, a la participación de diferentes sectores de la sociedad en ella, con sus respectivos intereses e interpretaciones sobre los principios revolucionarios y sobre las formas en que se debían llevar a cabo dichos principios. Como sostiene François Furet (2016):
La Revolución francesa nunca [dejó] de ser una sucesión de acontecimientos y regímenes, una cascada de luchas por el poder, para que el poder sea del pueblo, principio único e indiscutido, pero encarnado en hombres y en equipos que, unos tras otros, se van apropiando de su legitimidad inasible y, sin embargo, indestructible, reconstruida sin cesar después de que ha sido destruida. En lugar de fijar el tiempo, la Revolución francesa lo acelera y lo secciona. Eso se debe a que jamás logra crear instituciones (p. 57).
La complejidad de esta revolución es proporcional a la gravedad de las circunstancias económicas y sociales que precedieron a su inicio. En efecto, Francia atravesaba una grave crisis económica. La escasez de alimentos y el alza del trigo ocasionados por el intenso invierno anterior, que limitó las cosechas, habían dado lugar a una aguda situación económica. El Gobierno francés había insistido no solo en invertir en guerras contra Gran Bretaña, sino que, además, apoyó la causa de la independencia de las trece colonias como estrategia de lucha contra su rival, lo cual llevó a Francia a la bancarrota (Hobsbawm, 2003; Spielvogel, 2014). En este escenario, el peso de la crisis era sobrellevado por los estamentos no privilegiados de la sociedad que pagaban impuestos: entre aquellos, principalmente, la burguesía.
Para menguar la crisis financiera, se decidió obligar a los nobles a pagar impuestos. Ante la preocupación y resistencia de la aristocracia por esta medida y la presión cada vez más evidente de los burgueses, se convocó a la antigua asamblea medieval francesa, conocida como los Estados Generales —con representación corporativa de los estamentos—, la cual no se había convocado hacía más de un siglo. En este contexto fue clave la intervención de Necker, el ministro más popular de Luis XVI. Al ver que podría perder el control sobre los Estados Generales, el rey, de perfil absolutista, decidió cerrarlos; mientras que los representantes del Tercer Estado se posicionaban en contra de la votación corporativa, a través de la cual se encontrarían en notable desventaja, puesto que ellos representaban al estamento de mayor número entre la población y solo contaban con un voto corporativo frente a los otros dos votos de los estamentos privilegiados del clero y la nobleza. Ante el temor del cierre de los Estados Generales, el rechazo a la exclusión de Necker y a una serie de rumores en desprestigio de la familia real, se suscitó el estallido de la revolución con la toma de la Bastilla el 14 de julio de 1789.
El Tercer Estado se separó de los otros estamentos para formar la Asamblea Constituyente y en ella se redactó la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano de 178915, documento en el que se sentaron las ideas liberales y revolucionarias del pensamiento ilustrado como la libertad y la igualdad16 entre los individuos con la abolición de los privilegios de la nobleza y la idea de que la soberanía reside en la nación. Cabe anotar que, en esta nueva lectura de la igualdad, no obstante, solo se visibiliza la inclusión y el empoderamiento de la burguesía (ver gráfico N° 3). El absolutismo sería reemplazado, aunque temporalmente, por un sistema político de monarquía constitucional o parlamentaria. Además, se estipuló que “la finalidad de cualquier asociación política es la protección de los derechos naturales e imprescriptibles del Hombre [sic]. Tales derechos son la libertad, la propiedad, la seguridad y la resistencia a la opresión” (art. 2). Sobre la base de estas premisas, en la etapa de la Asamblea Legislativa, se redactó posteriormente la Constitución de 1791, la que Luis XVI se vio forzado a reconocer.
Gráfico N° 3. El Tercer Estado confesor, 178917
Fuente: Bibliothèque nationale de France
Como mencionamos, la complejidad de la Revolución francesa radicó, además, en la composición de sus actores políticos, es decir, en la participación de diferentes sectores de la burguesía, las clases bajas urbanas y el campesinado (Hobsbawm, 2003, pp. 65-66). De hecho, en el interior del estamento de la burguesía se podía encontrar subgrupos sociales marcadamente diferenciados, que no bastaría con reducirlos a una clasificación de alta o baja burguesía. En esa línea, era de esperar que los intereses políticos no necesariamente sean comunes. Así, se fueron formando facciones, clubes o partidos políticos con sus respectivos planteamientos e interpretaciones de los ideales de la revolución: unos moderados y otros más radicales en la Asamblea (Spielvogel, 2014; Furet, 2016). Por ejemplo, se puede recordar el enfrentamiento entre los girondinos, que agrupaban y representaban a la alta burguesía, y los jacobinos, conformados por gente de clase media y media baja, de tendencia más radical, entre los cuales destacó la figura de Maximilien Robespierre (1758-1794). Cabe remarcar, asimismo, que la intervención de los sectores bajos urbanos y rurales fue sustancial para el desarrollo de la revolución: sin los sans-cullotes18 en la toma de la Bastilla, sin las mujeres pobres en la marcha hacia Versalles o sin los campesinos en las revueltas contra los privilegios señoriales (Spielvogel, 2014), la burguesía no habría podido dirigir, por lo menos inicialmente, el curso de la revolución (ver gráfico N° 4).
Gráfico N° 4. Valentía de las mujeres parisinas el día 5 de octubre de 1789
Fuente: Bibliothèque nationale de France
Tras el cautiverio de la familia real y, sobre todo, debido a su intento de fuga en 1791 a Austria, de donde era originaria la reina María Antonieta, la eliminación de la monarquía constitucional y el planteamiento del proyecto republicano se hacían más notorios. Luis XVI y María Antonieta fueron considerados traidores no solo por el intento de fuga, sino por la comunicación que mantuvieron con Austria para que intervenga en Francia. Luego de pasar por sus respectivos juicios sumarios, fueron guillotinados en 1793. Ello indudablemente generó una enorme preocupación en las monarquías absolutistas de Europa continental, justamente como Austria, que veían con temor la propagación de la revolución. Hacia 1793, los jacobinos, liderados por Robespierre, ya habían tomado control de la Asamblea con la expulsión de los girondinos (Spielvogel, 2014; Furet, 2016). De esta manera, inició la etapa más radical de la revolución, conocida como “la república del terror”, en la cual todo intento de contrarrevolución o crítica a la revolución se penalizaba con la muerte en la guillotina. Resultaba evidente que el uso de la violencia se contradecía con los ideales revolucionarios que pretendían introducir derechos y libertades individuales. De hecho, esta etapa contribuyó al desprestigio de la revolución y al uso político propagandístico de otros escenarios para poner en valor y conservar sus propios sistemas de gobierno (ver gráfico N° 5).
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