Roberto Aguado Romo - La Emoción decide y la Razón justifica

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La Emoción decide y la Razón justifica: краткое содержание, описание и аннотация

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Este libro es quizás la forma más precisa de sintetizar los conocimientos científicos sobre los motores que intervienen en nuestro comportamiento. Con esta afirmación se manifiesta sin complejos que nuestra esencia está más cerca del sentir que del pensar.
Se sitúa a la persona como elemento esencial de la motivación científica y lo ofrecemos novelando historias reales como espejo que muestra todos los ángulos que nos arrastran al sufrimiento o nos elevan a la satisfacción.

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El Padre de Pedro, Ramón, era un hombre simple en cuanto a valores en la vida, se le veía feliz, pero no estuvo en los momentos en los que Pedro necesitaba a un padre, no sabía hacerlo, estaba a su manera; en esos momentos tenía a su madre. Era habitual que Pedro fuera a decirle a su padre algo sobre el colegio o que intentara que jugara con él y que el padre le dijera:

– Luego hijo, que el Atlético va perdiendo.

Claro, tener un padre del Atlético de Madrid hace huella, sobre todo en la época apoteósica del mandato de Jesús Gil.

Mientras el padre estaba con sus quinielas y sus partidos, su madre jugaba con él. Era quien le castigaba, quien le tomaba la fiebre o le contaba historias y cuentos, incluso, le enseñaba a jugar al fútbol en el pasillo de la casa, paradojas de la vida, o iba a los partidos del colegio para verle; su padre no tenía tiempo. Su madre era una supermujer, compartía todo esto con múltiples acciones para la comunidad y siempre se la oía, “si tu padre es feliz así déjalo, es un buen hombre”.

Su madre trabajaba en un banco y a partir de las tres de la tarde se dedicaba por completo a su familia y a la comunidad, perteneciendo a varias ONG’s donde trabajaba como voluntaria. En ese ambiente nació y creció Pedro, para él el mejor del mundo, solo que ahora no lo tenía tan claro.

A menos de tres kilómetros de donde estaba acostado Pedro, Natalia tampoco dejaba de pensar en él, seguía dándose cuenta de que, cuando se fue de la casa donde vivían, algo dentro de ella le decía que necesitaba que él diera un paso adelante para que la rotura no fuese total. Sabía que el modo en que había decidido terminar era un tanto vengativo e infantil... pasó de tener una noche de pasión a recoger las cosas por la mañana y marcharse sin decir nada. Y en esa dualidad esperaba que Pedro luchara, no sabía muy bien para qué, pero la angustia la envolvía cuando imaginaba que no lo volvería a ver. Por ello, cuando apareció Escarabajo en el hospital cinco días después, su deseo se cumplió. Entró en una tranquilidad un tanto extraña, esquizofrénica, podía seguir relacionándose, aunque fuera a distancia, con la parte que la hacía feliz de Pedro, pero que no le secuestraba su identidad. Se fue conformando con los comentarios de los equipos que convivían con Escarabajo, con lo que este era capaz de conseguir con niños que estaban muy tristes, con cómo los pacientes necesitaban menos medicación y aceptaban mejor los estudios y las prácticas que precisaban cuando Escarabajo había estado con ellos. Sin duda, Escarabajo llevó muy buena vibración al hospital y para ella era como si pudiera tener cerca esa parte que no quería perder de Pedro. Como buena gallega, Natalia dejó que el tiempo eligiera el destino y no dio ningún paso para acercarse a Pedro, por lo menos para indicarle los motivos de su decisión. Las veces que veía a Escarabajo, notaba cómo Pedro desde dentro del disfraz la decía con la mirada “¿Qué ha pasado?, ¿Por qué no estás en casa?” Pero no podía hacer otra cosa que seguir con sus pacientes, las sesiones clínicas y todas sus ocupaciones. Todo muy irracional, como las cosas del amor.

Natalia tenía por costumbre cuando llegaba a casa hacer una hora de bicicleta estática. Enfrente de la bicicleta había varios bonsáis que cuidaba con esmero, la mayoría de ellos se los había regalado Pedro. Como si fuera entrando en trance, su mente dejó de sentir el movimiento de sus piernas en los pedales, dejó de sentir cómo su trasero se apoyaba en el sillín y comenzó a trasladarse al día en el que decidió marcharse. Ese día se levantó agitada y sintió, por su profesión lo sabía, un ataque de pánico. Pedro ya se había marchado a su consulta, como siempre, le había dado un beso, nada ni nadie podría presagiar que Natalia iba a realizar lo que hizo. Comenzó como una autómata a recoger sus cosas y ponerlas en una maleta. Cuantas más cosas recogía, más tranquila se sentía. Cuando le venían a la cabeza dudas o se decía “¿Pero qué estás haciendo?”, el ataque de ansiedad comenzaba a visitarla, como si fuera domándola, como si en su interior hubiese una fuerza que con el palo (ataque de ansiedad) y la zanahoria (tranquilidad) la llevara hacia el objetivo de abandonar a Pedro. Cuando tuvo todas sus cosas embaladas, llamó a una amiga que tenía una constructora y le pidió que le prestara una de las furgonetas. Su amiga Amanda no le hizo muchas preguntas, solo le indicó que hasta el mediodía no podría mandar a nadie. Natalia sabía que Pedro no llegaría hasta las ocho de la noche, era su día largo de consultas de la semana por lo que, mientras llegaba la hora de la recogida, comenzó a mirar pisos donde ir. No le costó mucho encontrar uno, la crisis hacía que en Madrid hubiese bastantes pisos y estudios en alquiler. Visitó varios y al final de la mañana estaba firmando el contrato en un estudio de la Plaza de Santa Ana, en el mismo centro de la capital, tenía dos habitaciones para ella y un cuarto de baño, qué más podía pedir. Y así lo hizo, recogió todas las cosas y a las seis de la tarde tenía totalmente colocado su nuevo espacio vital. Según pedaleaba iba siendo consciente de que a partir de un momento, en ese día se olvidó de Pedro; ni siquiera tuvo en cuenta que lo dejó sin cama, ya que era una de las cosas que había comprado ella. También lo dejó sin frigorífico, licuadora, y sin un perchero donde colgaba los enseres de Escarabajo. Estaba, en ese momento, siendo consciente de todo lo que había hecho y de cómo ignoró la angustia que pudiera sentir Pedro al llegar a casa, no verla a ella y encontrarse todo desmantelado. Incluso en este momento pensó “¿Y cómo durmió Pedro esa noche?” De lo que sí que era consciente, siempre lo fue, es de que dejó una nota de despedida en el mueble donde Pedro ponía siempre las llaves al llegar, que decía:

Me voy, no preguntes, no tengo dudas, es mi decisión, respétala. Y firmaba Natalia.

Esa fue la comunicación que hasta este momento había vivido como suficiente para que Pedro no se asustase al entrar en casa y creyera que había sucedido un secuestro con enseres incluidos.

Y es cuando brotó de sus entrañas un recuerdo aún más antiguo, más cercano al diálogo con su biografía; como un flash surgió la imagen de sus padres, dos gallegos que estuvieron siempre juntos, buena gente por separado pero que como matrimonio trasmitían sin reparo a sus hijos (Natalia tiene dos hermanos, uno varón, el mayor, Fernando y otra menor que ella, Elena) lo importante de mirar para uno mismo. Su madre decía, de manera habitual, que nadie puede ser más importante que uno mismo, que la felicidad debe ser personal, era habitual escuchar: “si algún día no me siento feliz con tu padre, no estaré con él, lo que ocurre es que es un hombre que me acompaña en mi felicidad”. A la vez su padre cuando escuchaba estas cosas a su madre, asentía como ratificando que así tenía que ser. Ambos pasaban muchos meses fuera uno del otro, su padre era marino y, por ello, estaba habitualmente cuatro o cinco meses en la mar. Cuando llegaba a casa era una fiesta, era como si la lejanía reforzara la relación, pero cuando estaba fuera, su madre seguía su vida, nunca la notó triste o melancólica como otras mujeres de marino, ella era profesora del instituto de la ciudad y tenía una vida social y familiar idéntica a la que tendría si su marido estuviera en casa. Esta forma de vivir siempre había sido una fuente de orgullo para Natalia, tenía amigas que sus padres también eran marinos y cuando entraba en sus casas el tiempo que estaban en alta mar, parecía la capilla de un torero antes de irse hacia la plaza, llena de velas, imágenes de santos, es como si la vida se cortara mientras el padre estaba navegando. Natalia le agradeció siempre a su madre que tuviera esa manera de entender la vida, quería a su marido y su marido a ella como el que más, pero nada se paraba cuando no estaban juntos. Nunca vio que su madre cambiara la rutina del día porque el padre estuviera en alta mar, solo recuerda un día que la madre andaba muy preocupada, ya que hubo un incidente en el barco en el que trabajaba el padre. Era por 1995 y los barcos gallegos recibían permanentemente el acoso de la marina canadiense en el caladero NAFO, por la captura del fletán negro. Esta crisis hizo que los congeladores portugueses se alejaran de la zona y comenzaran a capturar otras especies. Hubo momentos de mucha tensión, aviones por la noche a muy baja altura pasaban por encima de los congeladores españoles, pero todo mejoró cuando la armada española mandó la patrullera vigía y su presencia hizo que el hostigamiento declinara. Sólo en esa situación sí que vio a su madre preocupada y asustada, el resto del tiempo, en los 33 años de su vida, siempre ha sentido que, independientemente de lo que hacía cada uno de sus padres, el otro hacía lo que tenía que hacer.

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