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Asociación “Hogares Nuevos”
Zona Urbana S6106XAE-Aaron Castellanos
(Santa Fe)- Argentina
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Facci, Ricardo EnriqueCristo decide en mi vida / Ricardo Enrique Facci. - 1a ed . - Aarón Castellanos : Hogares Nuevos Ediciones, 2020.Libro digital, EPUB - (Cristo vive en mí)Archivo Digital: descarga y onlineISBN 978-987-47565-1-01. Vida Cristiana. 2. Cristianismo. 3. Espiritualidad Cristiana. I. Título.CDD 248.4 |
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Con las debidas licencias. Queda hecho el depósito que ordena la ley 11.723
Noviembre 2020
Industria Argentina.
Presentación
Tenemos el agrado de presentar el Tomo III de la colección “Cristo vive en mí”, titulado “Cristo decide en mi vida”.
La colección recoge diversos textos inéditos del Padre Ricardo E. Facci que ayudarán al lector, a profundizar sobre una realidad que toca a todo cristiano: dejar que Cristo sea el artífice de la propia vida.
Estamos convencidos que estas páginas ayudarán a quienes desean vivir profundamente un camino de santidad.
Ponemos en manos de María Reina de la Familia cada una de estas páginas, ella que se dejó conducir por la voluntad Divina diciendo “hágase en mí según tu palabra”, hoy nos dice: “hagan todo lo que Él les diga”.
Equipo Editorial
Primera Parte:
La vocación del Cristiano
1. La Meta es la Santidad
La santidad es la meta a la cual estamos llamados. Uno de los secretos de la perseverancia es no olvidarse de la meta.
Permanentemente debemos recordar este llamado.
La gramilla y las malezas crecen rápido; se los arranca, se les coloca productos para que no vuelvan a nacer, sin embargo se las ingenian y vuelven a nacer solos. Aquella planta que llena los ojos, que se cultiva por la flor o por la semilla, hay que sembrarla, cuidarla, resembrarla una y mil veces.
Los vicios en nuestro corazón nacen solos, en cambio las semillas grandes de Dios hay que resembrarlas constantemente porque la agitación de la vida no las deja crecer. Dice San Pablo en 1Cor 1,2: “Pablo saluda a la iglesia de Dios que reside en Corinto, a los que han sido santificados en Cristo Jesús y llamados a ser santos”. El salmo 80 expresa en el versículo tercero: “despierta tu poder, Señor y ven a salvarnos, ven a santificarnos”.
Si nos remontamos al principio, con la caída de Adán, el pecado desbarató el plan divino para la santificación del hombre. El pecado destruyó, desarmó el plan que Dios tenía para que el hombre fuera santo.
Nuestros primeros padres se hundieron en un profundo abismo de miseria, y al hundirse arrastraron a todo el género humano. Durante siglos el hombre gime en su pecado y construye una cima infranqueable donde de un lado está Dios y del otro el hombre. Para llevar a cabo lo que el hombre no puede, Dios promete un Salvador. Esto no pertenece solamente a la etapa previa al nacimiento de Jesús y a la constitución de la Iglesia, sino que se vuelve a reeditar en cada uno de nosotros.
Cuando nuestros padres nos engendran, están utilizando la capacidad que Dios Creador le dio al hombre, pero no pueden darnos la plenitud de la pureza, porque automáticamente nos contaminan con el pecado. En la etapa que va desde que fuimos engendrados hasta el bautismo, reeditamos el tiempo de espera del pueblo de Israel, reeditamos el tiempo de la promesa de un salvador.
La promesa estaba depositada en el pueblo de Israel pero era para todos, y es por eso que nosotros participamos de esa promesa: “y acudirán pueblos numerosos que dirán: vengan, subamos a la montaña del Señor, a la casa del Dios de Jacob; Él nos instruirá en sus caminos y caminaremos por sus sendas” (Is 2,3). Jesús lo confirma: “por eso les digo que muchos vendrán de oriente y occidente y se sentarán a la mesa con Abraham, Isaac, Jacob” (Mt 8,11). “Porque Él quiere que todos se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1Tim 2,4). “Dios amó tanto al mundo que entregó a su Hijo único para que todo el que crea en Él no muera sino que tenga vida eterna” (Jn 3,16).
De esta manera ha amado Dios al mundo: Israel fue el depositario de la promesa y debía transmitirla de generación en generación. Pero en el plan de Dios ya desde el principio, la promesa estaba destinada a toda la familia humana, y en esto se fundamenta nuestra actitud misionera. No solamente la actitud que debía tener el pueblo de Israel, sino nuestra propia actitud misionera, porque la promesa se ha cumplido. Pero claro, no existirá nunca una actitud misionera si primero no se tiene conciencia del mensaje, de la acción redentora, de que la salvación llegó para uno y para todos.
No se puede llamar a los demás a ser santos, si primero no se lo entiende para uno. ¿Cómo se podrá decir que Dios ama si primero no se experimentó que Dios ama? ¿Cómo se podrá decir que Dios llama si primero no se experimenta que Dios llama? ¿Cómo se podrá decir que Dios mandó a su Hijo y que murió en la cruz, si primero no se experimenta que murió en la cruz por uno? Si a nosotros Pablo nos enviara una carta, también, la podría encabezar del mismo modo: “ustedes, llamados a ser santos”.
En función de la consagración por el bautismo, estamos llamados a ser santos. Por lo tanto, la santidad es ofrecida a todos los hombres.
Levítico 11,44: “los santificaré y serán santos porque yo soy santo”. Jesús lo puntualiza mucho más en Mateo 5,48: “sean perfectos, como perfecto es el Padre Celestial.” ¡Qué expresión tan cargada de un ideal alto, de una meta alta, llena de esperanza! “Sean perfectos como el Padre Celestial es perfecto”. Jesús, en el sermón de la montaña, se lo estaba proclamando a la multitud que lo seguía. Allí estaban todos, inclusive muchos que no entendían quién era Él. Pero igualmente les decía: “sean perfectos...” Esto marca una pauta muy grande para toda la vida de la Iglesia: no hacen falta pedestales para ser llamados a la santidad.
Todos estamos llamados a la santidad. ¡Con cuánta mayor razón quienes han dado pasos más cercanos en la relación con Dios! Porque han continuado el crecimiento en la vida de santificación, recibiendo sacramentos y hasta preparándose para vivir con Él. Por lo tanto, existe la posibilidad de ser santos. Jesús da los medios en Juan 10,10: “Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia, he venido para darles los medios para alcanzar la santidad”. La Iglesia marca el llamado a la santidad para todos los bautizados, no sólo para la jerarquía.
Esta conciencia que tiene el pueblo de esperar que el sacerdote o la religiosa sean santos, ¿no será porque en definitiva el pueblo sencillo capta que tienen más medios para poder alcanzarlo? ¡Todos están llamados! Todos pueden y tienen la gracia suficiente, pero parece que algunos tienen algo más que lo suficiente. Si para todos es deber responder a este llamado por estar bautizados, cuánto más para quienes viven una consagración. La tarea misionera y evangelizadora recuerda y nos recuerda que se está llamado a la santidad.
Santa Teresa de Jesús dice: “no puedo entender qué es lo que temen para ponerse en el camino de la perfección; estamos llamados a la santidad”. Uno puede preguntarse: ¿cómo santificarse? ¿Qué hacer para santificarse? Dice san Pablo en 1Cor 1,4: “doy continuamente gracias a Dios a propósito por la gracia que les ha sido otorgada en Cristo Jesús”.
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