Ahora bien, también Springer, cuando sale de Córdoba, echa de menos algo, tal vez la variedad, o la intensidad concentradas tras la frivolidad de las costumbres andaluzas —españolas, por extensión—. Baroja retrata este contraste en uno de los primeros apuntes paisajísticos de la novela, cuando Quintín, al día siguiente de su llegada, recorre las calles silenciosas y vacías de su ciudad bajo la lluvia y la niebla. La niebla, sin embargo, está saturada de una luz y una vibración ajenas a las confusas y grises neblinas de los países del norte. La muy secreta ciudad de Córdoba y sus alrededores, la vega y la sierra, ofrecerán a Baroja la ocasión de hacer ese paisajismo que tanto le gustaba: colorista y sobrio a la vez, atento al matiz más imperceptible, pero siempre en movimiento, seco, rápido y lleno de vida. En vez de sumergirse en las delicias de la sensualidad, Baroja sugiere un mundo de finura espiritual apegado a la apariencia de las cosas, a su presencia física, casi palpable.
La sociedad cordobesa pintada por Baroja es un mundo sin orden ni concierto. Encaja bien con el aparente desorden de su prosa y de su narración. Ningún personaje, exceptuada Sinda, aspira a la redención por el amor ni a las gestas históricas. Lo suyo siempre parece ser el regate corto, salir del paso, arriesgar lo menos posible.
Es lo que hace Quintín, que roba el dinero de los conjurados en el pronunciamiento el mismo día de la batalla del puente de Alcolea que sentenció en Córdoba el destino de la monarquía isabelina. El dinero robado le servirá para labrarse una posición y una fortuna en Madrid. No para ser feliz. Cuando encuentre en Biarritz a Rafaela, una de las nietas del marqués, comprenderá que la clave la tiene la hermana de esta. Vuelve a Córdoba a buscar a Remedios, pero ante la inocencia y la perfecta bondad de la muchacha comprende que está corrompido hasta el tuétano, que no hay regeneración posible y que no es capaz de engañarla. El sentimentalismo de Baroja se vuelca en este final con los ruiseñores cantando en la oscuridad, «mientras la luna, muy alta, bañaba el campo con su luz de plata». A Quintín le gustan, tanto como a su creador, las romanzas de ópera italiana.
Testamento nihilista. Manuel Azaña, La velada en Benicarló
En la primavera de 1937, desde que había salido del Madrid asediado, Azaña vivía cerca de Barcelona. Las tensiones entre los anarquistas y los nacionalistas de izquierdas, por un lado, y los comunistas y el Gobierno de la República, por el otro, culminaron entonces en un enfrentamiento abierto, una pequeña guerra civil dentro de la otra. Fueron las jornadas de mayo de 1937, que Orwell intentó retratar en su Homenaje a Cataluña. Dos semanas antes de esos sucesos, Azaña escribió La velada en Benicarló y durante los enfrentamientos, cuando se encontró aislado en el palacio de Pedralbes entre el fuego cruzado de uno y otro bando, se entretuvo en releerla y dictar a la mecanógrafa el texto definitivo. También mantuvo largas charlas, a modo de tertulia telegráfica, con Prieto, que se encontraba en Valencia con el Gobierno.
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