Juan Carlos Andreu Ballester - Secretos, fantasías y realidades

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Ricardo es un medico que trata de luchar contra su ansiedad y angustia desde hace años, buscando la respuesta a sus males en su vida actual, su trabajo, y en un pasado familiar oscuro, que trata de resolver volviendo a sus orígenes, donde comenzó su juventud a la que dejó atrás de forma trágica. La vuelta a su antiguo hogar y a sus recuerdos, fantasías y realidades le descubrirá secretos impactantes que no esperaba y que le ayudaran a desentrañar la verdad.La novela es una experiencia sobre la vida y la muerte, sobre su significado y destino, algo que nos angustia a todos en algún momento de nuestras vidas.

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El timbre de la puerta me despierta devolviéndome al presente. Otra vez la habitación del hotel, y la camarera, con el desayuno a mi puerta, ha desbaratado el delicioso sueño que me conducía, como en mis amaneceres de pubertad, a un momento de húmedo éxtasis.

—¡Pase! ¡Hola, buenos días!

Mi voz cambia al ver el monumento de mujer que, con amplia sonrisa e insinuantes andares, se dispone a dejar la bandeja en la mesa. Quedo aturdido al oír su: «¿Desea algo más el señor?» mientras sonríe malévolamente. Por un momento sí que deseo algo más, pero no me atrevo a pedirlo, estoy aún semiinconsciente; además, sería como ensuciar el momento vivido hace unos instantes, traicionar el inmaculado sentimiento. Sigue parada delante de mí, sabedora de su belleza y del impacto que me ha provocado. ¡Está muy buena y lo sabe! Tras regocijarse en mi admiración, y mirarme entre las piernas sin ningún disimulo, se da la vuelta y desaparece por la puerta balanceando aún más sus caderas. Sonrojado por la enorme erección, ya arrastrada desde mi sueño, y que, sin duda, ha sido percibida en todo momento por la camarera, decido aplicarme una ducha fría que sosiegue mi estado.

Tengo delante mi pequeña caja que, aún polvorienta, abro como si de un tesoro se tratara. Unas fotos viejas en blanco y negro, unos pocos cromos de futbolistas de la época, un par de canicas, un soldado de plomo medio despintado, mi favorito, al que le falta el sable y que me mira bisojo y melancólico como reprochándome su largo cautiverio; y un par de diarios, el de mi hermanita y el mío, sellados con sendos candados debilitados, que se abren con facilidad. En esos objetos perduran los sentimientos y vivencias del niño que comenzaba a ser consciente de su existencia, que miraba al mundo con una inocencia ignorante y noble, libre de toda fatua virtud, y por ello frágil y susceptible a toda influencia. En esas líneas escritas con letra inexperta, con gramática pueril, pueden estar las claves de lo que voy buscando: la explicación.

Suenan unos nudillos en la puerta y, por la forma de tocar, juraría que es mi hermana. Y lo es. Su ánimo está nuevamente afectado. Entra, mirando el suelo, como una sonámbula. Va en pijama, solo con la parte superior abotonada a los ojales cambiados de orden, y con aspecto de haberse despertado hace poco: despeinada y descalza, con ojos enrojecidos. Se sienta en un sillón al lado de la ventana, abstraída, fija la vista en el vacío del cielo sin pronunciar palabra, sube las piernas encogiéndolas sobre el vientre como necesitando protegerse de algo o de alguien. Enciende un cigarrillo de forma automática, sin mirar, sorbiendo con profundidad la primera calada hasta inundar sus pulmones, apoya su muñeca sobre su rodilla dejando caer su mano manteniendo el cigarrillo entre sus dedos con un estilo y elegancia que solo ella sabe mostrar. Me quedo sentado en la cama, sin querer turbar su silencio, fascinado por aquella escena: la luz del amanecer atravesando su silueta, envuelta en la nebulosidad del humo que brota de unas cenizas crecientes que se mantienen unidas al cigarro desde el primer sorbo, y que en esa postura conforman una instantánea para enmarcar en la enciclopedia de la melancolía. Me siento ante ella, en el borde de la cama, rozando con dulzura los dedos de esa mano humeante.

—¿Qué pasa, pequeña? ¿Otra vez tus fantasmas?

Una lágrima escapa perezosa, abandonando a sus hermanas, que brillantes e indecisas por brotar inundan sus ojos.

—¡Ana, cariño, dime algo! —Parece salir de su trance y me mira con ojos de angustia. Su mano está sudorosa, y la retira de la mía como si no quisiera delatarme su pesar; enjuaga sus ojos en sus nudillos y aspira hondo, tratando de cambiar su actitud. Por fin habla:

—¡No pasa nada! —Sonríe fingidamente encogiendo los hombros.

—¿Y tú, cómo estás? ¡Has encontrado el diario! —exclama con forzada alegría, al verlo sobre la cama. Se levanta como un rayo hacia él, abrazándolo como a un viejo y entrañable amigo al que no hubiera visto en años, en el que dejó, también, parte de su inocencia.

—¡Mira! Aquí escribimos lo de tus orejas… Y aquí la pérdida del reloj de mamá en el colegio; ¡bueno! La sisada que te hizo aquel chiquillo gordito y bajito… ¿Cómo se llamaba? ¿Qué habrá sido de él? —continúa acariciando el diario.

—¡Sancho! —le contesto.

VII

Aquello me transporta al antiguo colegio de «cagones», como solíamos llamarlo después, donde comencé mi andadura escolar. Ese primer día, a mis cuatro años, en que mi madre me apartó de su lado por primera vez sigue vivo en mi recuerdo como algo trágico. No podía entender que mi progenitora me abandonara a mi suerte con aquellos extraños a los que no conocía y a los que temía. ¿Qué había hecho mal? ¿Cuál había sido mi pecado? Es difícil entender un acto tan cruel de la persona que hasta ese momento sientes como tu máxima protectora. Por un momento crees que todo es un escarmiento y que tu madre va a volver enseguida para abrazarte, besarte y reírse mordiendo tu barbilla. Pero no, es el principio de la noción del mundo real.

Aquel pequeño centro de enseñanza, a la antigua usanza, lo dirigía don Enrique: hombre alto, enjuto y señorial, con grandes y curvados mostachos acabados en punta hacia arriba, gafas de lente oscura, dedos ennegrecidos por el tabaco que inhalaba a todas horas, incluso dentro de clase, y una voz ronca que salía de una cara de muy pocos amigos. Solía pedir al bar más cercano un «cortado», siempre con leche condensada, que alargaba con pequeños tragos mientras fumaba cigarrillo tras cigarrillo, impartiendo sus lecciones con una autoridad terrorífica. Una vez por semana, y algunas veces dos, según el caso, y para no tenernos prevenidos, nos levantaba de nuestros asientos y de espaldas a la pared formábamos un gran círculo. Era el momento del interrogatorio para investigar, más que para saber, cuántos conocimientos habíamos adquirido, y si habíamos aprovechado el tiempo; porque, en aquella época, si no aprendías la culpa siempre era tuya, no por incompetencia del profesor. Temblábamos como hojas cuando llegaba nuestro momento, nunca previsible debido a la falta de sistemática en el turno de preguntas. Lo mismo podía empezar por el último de la fila como por el primero o por uno del medio, o que no te tocara si se recreaba o enrabietaba con la ignorancia de algún desdichado que no había asimilado bien la ciencia. Te hacía sentir que eras lo más indocto y rastrero de este mundo, delante de todos, para escarmiento y prevención de futuras ignorancias: «Mirad al inútil, no dice nada, no servirá ni para barrendero», o «¿Se te ha comido la lengua el gato?» «¿Te lo tengo que preguntar en chino?». Otras veces utilizaba una tortura más sutil, dejaba pasar el tiempo entre su pregunta y tu silencio, hasta que este se podía cortar con un cuchillo. Sudabas, temblabas, solo oías el latir de nuestros corazones sin saber cuándo rompería el mutismo, y cómo lo haría.

A uno, al menos aplicado de ese día, le concedía la gracia de una ración especial de su método pedagógico infalible: «La letra, con sangre entra». Ver a aquel gigantón acercarse, con calma pero sin pausa, con aquellos bigotes, su mandíbula prieta por el desengaño de tu imperdonable inopia; con sus manos, con esos largos dedos, que se cerraban preparándose para el abordaje de tu cabeza en forma de capón, era toda una pesadilla que terminaba, aliviándote la angustia, con un tremendo e intenso dolor. El malestar pasaba, lo que no lo hacía era la enorme falta de autoestima que almacenaba en tu espíritu aquella agresión, pero que, según él, era la mejor manera de forjar un carácter. Además, no había ningún profesor en todo el colegio que diera los capones como él. Su estilo depurado, tras largos años de entrenamiento, y sus amplias y merecidas cualidades en las formas y modos que acompañaban al acto, imprimiendo un golpe y giro de muñeca certero y único, eran dignos del premio Nobel de los capones. Casi era un orgullo ser golpeado por singular hombre, y lo era, pero para quién consiguiera ganar la apuesta: soportar el coscorrón sin derramar una lágrima, cosa harto difícil.

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