Juan Carlos Andreu Ballester - Secretos, fantasías y realidades

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Ricardo es un medico que trata de luchar contra su ansiedad y angustia desde hace años, buscando la respuesta a sus males en su vida actual, su trabajo, y en un pasado familiar oscuro, que trata de resolver volviendo a sus orígenes, donde comenzó su juventud a la que dejó atrás de forma trágica. La vuelta a su antiguo hogar y a sus recuerdos, fantasías y realidades le descubrirá secretos impactantes que no esperaba y que le ayudaran a desentrañar la verdad.La novela es una experiencia sobre la vida y la muerte, sobre su significado y destino, algo que nos angustia a todos en algún momento de nuestras vidas.

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—¡Hombre! ¡Don Ricardo! —exclama, casi grita. Todos los presentes me escrutan con curiosidad.

—¿Sabes quién es este hombre? —se dirige a Lorenzo—. Es el hijo de Enrique Reyes, el que vivía en el número 60, tiene una hermana guapísima, Ana, una chica rubia con ojos claros. —La cara de Lorenzo ni se inmuta, parece como si Justo le estuviera hablando en chino, pero no porque no sepa lo que le trata de recordar el reverendo sino porque no tiene otra expresión en su cara, solo ese rictus de vinagre amargo y caduco. Justo insiste ante la falta de confirmación de Lorenzo.

—¡Che, sí! El dueño de la empresa en que trabajaba tu padre. —Ahora su cara se irrita más mientras me mira fijamente—. ¡Además su padre fue jefe del tuyo!

Habla como si costara dinero pronunciar una palabra:

—No lo recuerdo —dice, mientras sigue secando los vasos recién lavados; eso sí, con poca dedicación.

—Este hombre, ¡qué carácter más jodido tiene! —murmura Justo mientras me conduce hacia una mesa.

—Vamos, come conmigo, te invito.

—No sé cómo viene a este sitio a comer —le digo.

—Por lo mismo que tú. No hay otro mejor por aquí. Además, es el único local que frecuentan los pocos que quedan de nuestros años gloriosos. —Habla de aquella época, a pesar de que fue penosa para él, con nostalgia, como si cualquier tiempo pasado fuese mejor. Creo saber cuál es la razón de ese sentimiento.

—¿Van mal las cosas por aquí? ¿Demasiado inmigrante?

—No es por el hecho de la inmigración en sí. Es por el tipo de inmigración. Hay mucha droga, Ricardo; la delincuencia ha aumentado; la mayor parte de esta gente es ilegal, está en el paro, o tienen un contrato parcial y precario. Hacen sus grupos y apenas se integran con los demás; son más xenófobos que nosotros. Así que la gente de toda la vida se va yendo de aquí. El día que llegaste verías la poca asistencia a misa, pues no creas que hay mucha más los domingos. De todos modos hay algunos sudamericanos con los que tengo buena relación y con los que sí puedo hacer alguna labor; el resto, asiáticos, árabes, son muy fundamentalistas, sobre todo estos últimos.

Lorenzo nos sirve el primer plato del menú del día que Justo le ha pedido para ambos: un hervido, una de mis comidas favoritas; mi madre solía hacerlo casi todas las noches. Es una de los platos más difíciles de hacer mal por lo simple que es; pues Paco lo ha logrado, está incomible. Justo, sin embargo, después de aderezarlo con aceite, sal, vinagre y limón, todos ellos en abundancia, lo come como un manjar de príncipes mientras me indica:

—Tengo algo de colesterol y un poco de azúcar; ¡ah! Y algo de tensión alta, por eso tengo que cuidarme.

No es mala dieta para esos problemas, pero no así la cantidad de sal que ha vertido. No quiero hacer de médico en esos momentos y callo, solo me apetece comer lo antes posible, por no despreciar su invitación, y salir raudo hacia la Malvarrosa.

—Bueno, sigue contándome cosas de tu familia. ¿Cómo se llama tu mujer?

—Luisa.

—¿A qué se dedica?

—Es publicista.

—¿Qué tal os va?

—No nos va. Hace tiempo que estamos separados.

Deja el hervido de golpe.

—Cómo lo siento. —Hace una pausa, y sigue su interrogatorio—: ¿No hay posibilidad de reconciliación?

—No, todo ha terminado. La verdad es que hace años que debíamos haberlo dejado; tan solo era cuestión de tiempo. Creo que si hemos aguantado tanto ha sido por los niños, esperando a que fueran mayores.

—¿Habéis pensado en la nulidad eclesiástica?

—Justo, yo no creo mucho en eso. Me parece una pantomima, un negocio como otro cualquiera. No quiero contribuir más al enriquecimiento de la iglesia.

No le gusta nada mi observación; se incomoda.

—Creo que eres un poco injusto con lo que acabas de decir.

—¡Con la iglesia hemos topado! —le contesto. Se avecina un diálogo que no esperaba mantener, pero al que no estoy dispuesto a renunciar.

—¿Has perdido la fe en Dios? —pregunta con tono paternalista.

—No sé, siquiera, si alguna vez la he tenido; por lo menos desde que me he formado intelectualmente.

—¡Ese es el problema! La ciencia se lleva muy mal con Dios. Como no puede explicar su existencia, no existe, y se acabó el problema —afirma con rotundidad.

—Eso que acabas de decir, con esa determinación, no te ofendas, es una simpleza. La ciencia no puede explicar muchas cosas y no por ello rechaza su existencia. Además, no he dicho que Dios no exista; la esencia de la fe se basa únicamente en una creencia y yo no la tengo. Tengo mis serias dudas. Lo que sí que tengo claro es que no creo en todo lo que la iglesia nos ha contado. Eso es un cuento que ya no se cree casi nadie. Entiendo que la religión y la fe son necesarias, ahorran mucho dinero en policía y en psiquiatras. Es un opio barato que no necesita receta médica.

Lorenzo no pierde detalle de lo que estamos hablando aunque no puede percatarse de todo. Nos trae el segundo plato antes de lo previsto con una delicadeza y parsimonia que delatan su fisgoneo; unas albóndigas, algo ennegrecidas, con patatas fritas, son servidas como si de otro manjar se tratara, y el servidor, un exquisito maître que se mantiene de pie a la espera de nuestra aprobación. Justo ya no come con tanta gana, solo picotea, y se prepara para la respuesta, no sin antes dedicar a Lorenzo una mirada que es entendida inmediatamente, y se retira.

—Creo que tengo un reto contigo: cómo reconvertirte.

—Lo vas a tener difícil.

—Todo se andará. ¿Vas a quedarte mucho tiempo? —sonríe. Pienso en mi encuentro con Susana y le respondo:

—Probablemente.

Me asalta otro pensamiento sobre la vida de Justo, una vieja leyenda que dio mucho que hablar, un «chisme» según algunos, una verdad como su templo según otros. La historia, según la recuerdo, era más o menos así:

Justo era cura de renovadas costumbres no muy bien entendidas entre muchos parroquianos. Inquieto por los asuntos sociales, especial protector de los más necesitados, compañero de los marginados, dedicaba horas a encarrilar a los descarriados y tratar de ayudar a los que no se dejaban. Se decía que muchas noches daban las doce sin que se hubiese recogido en la parroquia. Adónde iba y con quién, nadie lo sabía.

Se cotilleaba que un joven parroquiano, cuyo nombre no viene ahora al caso, de vida muy nocturna y alegre, lo vio salir de una discoteca del centro a altas horas de la madrugada, con gran jolgorio, en compañía de hombres y mujeres, y con algunas copas de más. Y es que, si las ovejas van por el mal camino hay que ir a buscarlas allí donde se encuentran para devolverlas al bueno, y el mal camino estaba entonces en la noche, y en determinados momentos y lugares no apropiados para un cura. Era como el policía que se infiltra en una red de maleantes para desmantelarla.

Nadie podría decir de él, cuando dejaba colgados los hábitos, que era un sacerdote. Era hombre delgado y apuesto, con grandes ojos negros al igual que su pelo que le gustaba engominar, según solía decir, porque lo tenía muy rizado y le molestaba en su primitiva forma. En resumidas cuentas, que daba el aspecto de un galán de película. Se estaba forjando una leyenda oscura y siniestra, la comidilla del barrio.

Por aquel entonces, vivía en nuestra zona un matrimonio muy peculiar. El marido, hombre grandote tirando a obeso, no era nada apreciado por la comunidad debido a su arrogancia y su trato bronco. Empresario adinerado, su posición era la más acomodada de la vecindad y se vanagloriaba de ello con malentendido y temerario orgullo, pues la pobreza que imperaba no se reflejaba bien en aquel espejo. Menospreciaba a casi todo el mundo, recreándose en los más débiles, y en los más educados, sabedor de que no responderían con una agresión ante sus continuos desprecios. Y si alguien tenía la osadía de recusar su censurable comportamiento se abalanzaba sobre él empujando con lo más adelantado de su cuerpo: su enorme barriga.

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