Sixto Paz Wells - El Santuario de la Tierra

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Sixto Paz recoge en este libro, su vigésimo, en forma novelada su legado más importante como expedicionario a los lugares de «poder» más importantes del mundo, desde la Isla de Pascua al Paititi en el Amazonas, desvelando el origen oculto de la Humanidad y las claves secretas para progresar como especie y elevar nuestro nivel de conciencia.

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11Corona e insignia de los Masca, consistente en un haz de hilos rojos encendidos que se introducía por canutillos de oro hasta la mitad, permitiendo que el resto cayera libremente.

12Ciudad fundada en las selvas del Madre de Dios más de setenta años antes por su abuelo, Túpac Yupanqui.

13Actualmente se encuentra detrás del altar mayor de la Iglesia de Santo Domingo.

II. LA COMUNIDAD DEL SANTUARIO

«Si aceptas ser guiado por la vida, una vez que te has preparado, esta aprovecha para ponerte al frente de otros para guiarlos, proteger y guardar lo que realmente tiene valor».

Desde Paucartambo la caravana continuó incrementada por todos aquellos que se habían añadido a la misma. Tuvieron que transcurrir algunos días para que alcanzaran el paso entre montañas cercano al Apucantiti, que conduciría al valle de Kosñipata o Tierra de las nubes, por donde se desciende hasta la selva alta. Una vez que llegaron al abra, o paso entre montañas, siguieron avanzando por estrechos y peligrosos caminos, agradeciendo con una apacheta o amontonamiento de piedras a los apus, o espíritus de las montañas, los favores y la protección recibidos. En su descenso hacia los caudalosos ríos de la jungla, una parte del grupo continuó camino al poblado de Lacco, llevando consigo algunas de las literas que cargaban con los mallquis. En un pucullo, o cueva, procuraron dejar pistas falsas, mientras que el resto avanzó hacia el Amarumayo, el río alto Madre de Dios, guiados por Choque, llamado ya por todos el «poderoso señor Serpiente» o hijo insigne del linaje de los Amaru.

El príncipe inca caminaba delante del grupo sin privilegio alguno, como Aisavilca o «jefe guía» que era. Había rechazado ser llevado en una litera como era costumbre entre los señores principales. Daba ánimos a su gente de manera constante, sobre todo a los rezagados, ofreciendo su hombro a aquellos que se sentían desfallecer por las largas jornadas, las altas temperaturas y las enfermedades transmitidas por los insectos que abundaban en la zona. Para él no habían antahuamra o sirvientes, simplemente todos eran hijos y hermanos de una gran familia que debía sobrevivir a lo que surgiera y así lo hizo saber, sobre todo cuando más flaqueaba la gente y el ánimo estaba demasiado alicaído.

Era admirable su ejemplo al cruzar las oroyas sobre los ríos caudalosos, pues era el primero en ofrecerse para cargar uno de los extremos de los palanquines que llevaban a los ancestros, o cuando era el primero en lanzarse al agua cuando había que rescatar a alguien arrastrado por la corriente. No perdía el ánimo y con sus bromas hacía que en los momentos más duros la gente estallase en carcajadas, olvidando por unos instantes la tragedia que iban dejando atrás. En poco tiempo el imperio se había derrumbado, por lo que las familias lloraban a sus muertos que se contaban por millones.

La actitud del príncipe, lejos de hacerle perder el respeto de su gente, le granjeó la admiración y el amor de todos; incluso motivó que los «orejones» dejaran de lado y olvidaran el protocolo. Antes un Inca no permitía siquiera que lo miraran a los ojos, y menos aún que le dirigieran la palabra si él no daba permiso. Pero con Choque Auqui todos buscaban reflejarse en su mirada y su sonrisa para darse fuerza y valor, extrayendo energía de la flaqueza.

Por las noches, bajo la luz de las coillorcuna o estrellas, en pleno campamento al borde del río, no faltaba quien cayera en la tentación de contar historias macabras como la del Nakaj o degollador, o las de las kefke o cabezas voladoras que hacían desaparecer a los peregrinos que pasaban la noche lejos de los tambos. Entonces Choque, quien como uno más permanecía muchas veces tras las conversaciones a la luz de las fogatas, intervenía con pensamientos sensatos y lecciones de valor.

Una noche miró al cielo y apuntó hacia unas extrañas luces que no caían como otras, sino que más bien caminaban horizontalmente a gran altura, a veces lenta y otras rápidamente, deteniéndose súbitamente sobre el lugar. Una vez se quedaban estáticas en el cielo o sobre los árboles, y se apagaban para volver a encenderse más allá. En aquella ocasión el príncipe le preguntó a los amautas y a uno de los sacerdotes:

–Sabios maestros, ¿qué es eso que se ve en el cielo?

–¡Son las literas de los dioses, mi príncipe! –contestó uno de los más ancianos quipucamayocs.

–¡Son los piscorunas! Ellos son los «hombres-pájaro» que habitan en las estrellas y que de cuando en cuando bajan a la Tierra a proporcionar una guía a los hombres, mi joven señor –sentenció el mayor de los amautas.

–¿Son hombres como nosotros?

–¡Como nosotros quizás, pero no como tú mi señor! ¡Tú eres hijo del Sol! ¡linaje de los fundadores! En tus venas corre sangre de dioses –intervino nuevamente el anciano amauta.

–Si fuera del todo cierto que nosotros los incas éramos divinos no estaríamos ahora aquí huyendo de quienes amenazan lo último que nos queda. Seamos realistas… Pero me interesa saber más acerca de esos piscoruna.

»¿Alguien los ha visto? ¿Realmente son hombres-pájaro?

El sacerdote se incorporó de un tronco sobre el que permanecía sentado, y, dirigiéndose a Choque Auqui, le tomó del hombro aprovechando que él mismo había roto todo protocolo.

–Mi joven señor, acompáñeme más a la orilla del río y así podremos conversar en privado.

»Son admirables su humildad y don de gentes mi señor, pero no es adecuado que sea tan cercano con todos. Tiene que mantener una distancia, sino no faltará quien cuestione su autoridad. Recuerde que usted también es un símbolo de nuestras tradiciones y nuestro pasado glorioso y en su descendencia estará también nuestro futuro. Bueno es que la gente lo admire y lo ame, pero que también lo respete y lo tema.

»Con respecto a sus preguntas, sí ha habido relatos de personas confiables que vieron a los piscoruna bajar del cielo; y entre ellos los hay quienes parecen hombres-pájaro, otros hombres-jaguar y otros hombres-serpiente, dependiendo de su procedencia, porque son muchas las estrellas en el firmamento.

–¿Y qué son?

–¡Son los hombres de arriba! No son dioses... ellos viven en las estrellas.

–¿Hay gente viviendo en las estrellas?

–¡Pues así parece mi señor! Ya ve usted, no sabíamos de la existencia de los sungazapas14 y los confundimos con los viracochas15 de nuestras tradiciones. Aparecieron por nuestras costas desolándolo todo, saqueando y matando. Hasta llegaron a acabar con la vida de su hermano Atahualpa con traición y han levantado a los cañaris y a los chachapoyas en contra nuestra.

–¿Y qué buscan los piscoruna? Deben ser más sabios y antiguos que nosotros, sino no podrían llegar hasta aquí.

–Muy bien pensado mi príncipe. Y quizás la respuesta sea que todos tenemos algo que aprender. Posiblemente a través nuestro ellos recuerdan sus tiempos anteriores, y por consiguiente, nosotros les estaríamos ayudando a recordar.

–Pero, ¿qué podríamos enseñarles nosotros a ellos?

–En todo este viaje he estado observándolo mi joven señor, y he aprendido mucho de usted. Agradezco y bendigo a la vida por el privilegio de haberle acompañado. Usted es diferente; tiene la fuerza y el ímpetu de la juventud, pero a la vez la sabiduría y la inteligencia de los siglos; y por ello la vida lo ha puesto al frente de todos nosotros, de este remanente que busca proteger y guardar nuestra cultura.

»Quizás en cierta medida nosotros seamos para ellos lo que usted está siendo para nosotros.

–¿Y serán buenos o malos?

–¿Por qué tendrían que ser todos malos si supuestamente son más avanzados que nosotros? Debe haber de todo allí afuera, y hasta quizás habrá quienes podrían estarnos cuidando de los que no son buenos.

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