El vampiro de Murnau, en consonancia con el expresionismo, se aleja de los cánones estéticos del vampiro descrito en la novela de Bram Stoker. El vampiro de Nosferatu es un ser horroroso, de cráneo deforme, dentición exagerada con unos colmillos deformados y deslavazados, ojos saltones y mirada amenazadora, zarpas afiladas y grotescas. Es un vampiro opuesto al que en 1931 interpretara Bela Lugosi en el Drácula de Tod Browning. Lugosi marcó un elegante referente por décadas que sería imitado hasta la extenuación en distintas revisiones del personaje. Un vampiro elegante, vestido con un fino traje y un cuidado peinado, un verdadero gentleman de la maldad. La imagen de Bela Lugosi es la que perduró en el cine hasta la revisión tan personal que sobre el clásico hizo el genio Francis Ford Coppola, ya en la década de los años noventa.
El visionado de la película había terminado.
–¡Las obras maestras nunca envejecen!
–Bueno, no estoy tan segura. En ocasiones he vuelto a ver películas que en su momento me gustaron y me han resultado completamente decepcionantes. No han sido capaces de superar el paso del tiempo.
–¡No serían obras de arte! Siempre me he preguntado qué pensarán los amantes de mi cine cuando yo ya no esté. ¿Tú qué piensas?
–Hoy día existen tantas posibilidades y soportes para poder ver casi «a la carta» el contenido que quieras que me resulta imposible pensar en otro escenario que no sea el de la especialización y el contenido bajo demanda.
–¡No has contestado a mi pregunta!
–Supongo que siempre tendrás seguidores que continúen apreciando tus películas. A tenor de la cantidad de peticiones que todavía me llegan para que acudas a todo tipo de actos y eventos en tu honor, no creo que tengas queja. Puedes sentirte halagado Luis, tu cine sigue interesando a mucha gente en el mundo.
–Eso lo tengo claro, lo que no tengo tan claro es que mis películas sean capaces de sobrevivirme.
–Te veo un poco pesimista. ¿Qué te hace pensar algo así?
–El dudar de la capacidad de que algo que has realizado con todo el amor del mundo pueda vencer al tiempo, o pasar por encima de modas o escuelas que, de algún modo, quede en el recuerdo para siempre, como un legado de todos y de nadie. Supongo que eso solo les pasa a las obras de arte universal.
–Luis, es la primera vez en la vida que te veo darle importancia a tu legado artístico. Siempre has estado más interesado en hacer y crear que en preservar lo realizado. Siempre centrado en el hoy o en el mañana más que en el ayer.
–Puede ser que antes tuviese una perspectiva de futuro que ahora no tengo.
–Sí, eso es cierto. Pero hace años que te retiraste y tampoco has mostrado mucho interés en la cantidad de estudios, retrospectivas, certámenes que se han hecho sobre ti o tu obra, que para el caso que nos ocupa es lo mismo.
A Luis le molestaba que su hija le mostrara lo incoherente que había resultado su propia actitud para con su obra o para con las distintas iniciativas de instituciones públicas o privadas que habían intentado, sin mucho éxito, recopilarla, mantenerla o divulgarla.
–Paula, no sé a dónde quieres llegar. Antes era antes. Ahora me preocupa, eso es todo. No tanto porque un montón de amantes del cine fantástico sigan consumiendo mis películas, sino porque las mismas sean valoradas y consideradas dentro de unas décadas como películas de calidad, obras imprescindibles del género. Y eso es precisamente lo que no tengo tan claro que pueda llegar a pasar, no creo que sea tan complicado de entender.
–Luis, eso te pasa a ti y a cualquier artista. El conjunto de la obra de un artista nunca resulta homogéneo. Quiero decir, en el propio proceso dinámico de búsqueda entiendo que se producen obras menores y otras que claramente son señaladas como las más representativas del artista, como obras cumbre de su carrera. Supongo que esas serán las que con el tiempo permanezcan en el recuerdo o que de alguna manera «etiqueten» toda tu obra.
Paula se dio cuenta de que su padre había desconectado de la conversación. Estaba otra vez sentado en el sillón de orejas, en la parte baja del salón, junto a los inmensos ventanales. El sol se filtraba a través de las hojas matizadas en mil colores de un liquidámbar, produciendo en esa parte del salón un cierto halo de irrealidad. Resultaba magnético.
Esa actitud taciturna se presentaba cada vez con mayor profusión, como un mal presagio. Paula empezó a temer que la enfermedad que hasta el momento había permanecido adormilada de alguna manera hubiese despertado para devastarlo todo. Pese a las visitas al médico, al ritmo agotador de la agenda personal y laboral que tenía que compaginar cada vez con mayor maestría, al cansancio…, Paula no había podido o no había querido asimilar que su padre realmente tenía Alzheimer y que esa «puta enfermedad», como la denominaba Luis, en un futuro próximo se lo llevaría para siempre.
Y, de repente, una mañana de domingo, luminosa y aparentemente apacible, apareció de improviso.
Ella, la reina de las operaciones financieras internacionales, la mujer astuta y fría que era capaz de dominar y mantener a raya a los competidores más codiciosos del planeta, esa misma mujer, necesitaba ayuda.
Se sentía como un robot que hubiera funcionado toda su vida de la misma forma: orientada a la consecución de objetivos, pero completamente castrada para la gestión de sentimientos. Paula se dio cuenta esa misma mañana de que era torpe gestionando las emociones que le iban aflorando. Posiblemente se estaban materializando en ese mismo instante porque desde la exposición a la enfermedad de su padre el aparente statu quo en el que se había desarrollado su vida se había visto completamente desarbolado. Era incapaz de entender los miles de sentimientos contradictorios que tenía en su cerebro, no podía decodificarlos… Necesitaba ayuda, necesitaba entender.
A Alba Blanco dos cosas le resultaron raras aquella mañana de domingo: la llamada de su sobrina Paula y lo insistente que se puso para que se vieran ese mismo día. Según le adelantó, el martes muy temprano tenía que salir para un viaje de negocios de dos semanas y quería verla antes.
Como es lógico, en un primer momento Alba pensó que algo grave había acontecido con la salud de su hermano, pero Paula la tranquilizó; todo seguía su proceso natural.
Después de acelerar al máximo el final de la comida familiar que tenía programada con su propia familia, quedó con su sobrina en una céntrica cafetería de Madrid.
Ya sentadas a la mesa y una vez que hubo pedido las consumiciones al camarero, le preguntó:
–Tú dirás; me tienes intrigada.
–Tía, ¿tú crees que soy fría, es decir, hermética?
–Desde luego que no te vas por las ramas, eres igualita que tu padre. ¿A qué viene esa pregunta, Paula?
–Tía…, eres lo más cercano a una madre que he conocido y necesito saber qué piensas de mí.
–No digas eso, Paula, tú has tenido una madre. Yo nunca he pretendido…
–No me has entendido; si mi pregunta te ha sonado a algún tipo de reproche por mi parte, nada ha estado más alejado de mi intención. Lo que quiero, lo que necesito, es que me ayudes. Necesito saber qué piensas, ¿entiendes?
–Sí, claro que lo entiendo, pero, no sé, me resulta muy extraño. Nunca hemos tenido este tipo de conversaciones. Ni siquiera cuando ya adolescente venías de los internados en verano para estar conmigo o con tu padre me hacías preguntas de este tipo. Siempre has parecido tan… segura, que por eso me extraña tanto la pregunta.
–Por eso mismo, tía. Tú tienes hijos, ¿no te parece extraño que nunca, nunca hayamos hablado de sentimientos, o no hayas tratado temas personales o íntimos conmigo? Incluso en el periodo más vulnerable de una persona, la adolescencia.
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