–Tengo dinero ahorrado y mi padre tiene incluso más que yo. Hace años, cuando empezaba con vosotros invertí parte de sus ahorros en operaciones que resultaron bastante bien. El dinero no es un problema. Quiero, con la información que me faciliten los médicos, contratar personas de confianza que nos ayuden y adecuar esas ayudas a cada fase de la enfermedad.
Después de terminar de tomar el café y el brandy, los tres se despidieron, ya que Paula, pese a contar con un apartamento en Londres, quería coger un avión y dormir en Madrid. Al día siguiente su padre tenía una serie de pruebas médicas a las que quería acompañarlo.
***
Las dos primeras semanas desde el encuentro en Londres con sus jefes resultaron tan febriles de actividad que a Paula se le pasaron volando.
Los resultados que fueron recibiendo llenaron a Paula de una indisimulada desesperanza. La enfermedad avanzaba más rápido de lo que los propios especialistas habían podido prever en función de la edad y las distintas pruebas que le habían realizado a Luis con anterioridad.
Tumbada en la cama de su ático de Madrid y una vez que ya había dejado a su padre en casa, Paula se quedó con la mente en blanco. Le sorprendió la sensación de paz y tranquilidad. Nunca en toda su vida su mente se había quedado en ese estado. Se estremeció porque, lejos de sentir desasosiego al explorar una sensación ignota en ella, le confortaba. Y así permaneció por un tiempo, hasta que la música de Bach que provenía del salón la rescató del limbo.
Los meses fueron precipitándose en el calendario con una inusitada rapidez, como inexorables testigos de la evolución de la enfermedad.
Paula consiguió, como hacía siempre que se proponía algo, coordinar las visitas a los médicos y contratar a una enfermera y a un fisioterapeuta especializado para que ayudasen a su padre. Además contaba con la inestimable ayuda de Teresa, que era la empleada de hogar que vivía en la casa. Compaginó con maestría esa otra vida con la suya propia, ya que, pese a no seguir teniendo la misma carga de trabajo que tenía antes de la enfermedad, con el paso de los meses esta se había incrementado obligándola a ir incorporándose e implicarse más en los distintos proyectos que el fondo de inversión manejaba. La profesionalidad y pericia que Thomas Fisher había demostrado habían resultado del todo notables, pero sin Paula en los proyectos los inversores privados e institucionales se sentían más reacios a invertir, algo que tanto Noah como David sabían perfectamente. Paula Blanco liderando una operación era sinónimo de éxito y rentabilidad, y todo el mundillo financiero de La City londinense lo sabía.
El ritmo de Paula durante esos meses resultó frenético. Viajes, reuniones, médicos. Estar físicamente en un sitio pero con la cabeza en dos o tres a la vez resultaba agotador. Pese a ello, pese al mal humor con el que Luis la recibía después de llegar de algún viaje de negocios, se obligaba a mostrar su mejor disposición, sacando fuerzas de donde no tenía.
Terminaba las reuniones en Londres, Nueva York o Nueva Delhi y siempre buscaba la mejor combinación posible para volver a Madrid. No importaba lo cansada o lejos que estuviese; no quería permanecer ni un segundo más del necesario en una ciudad que no fuese Madrid.
Estando en un avión en medio del Atlántico, un sentimiento cruzó su mente con certera capacidad de transformarse en una verdad que había permanecido oculta y reprimida durante largo tiempo entre sus sentimientos, tanto que le hizo estremecerse en su cómodo asiento de business.
Y en ese preciso instante, a nueve mil pies sobre el océano Atlántico, Paula Blanco entendió por qué estaba haciendo ese descomunal esfuerzo. Aquel hombre al que llamaba Luis y que era su padre le importaba más de lo que nunca había estado dispuesta a reconocer.
***
4. «He cruzado océanos de tiempo para encontrarte»
Ya había pasado un año desde el diagnóstico de la enfermedad. Al margen del torvo carácter de Luis, que cada vez se tornaba más incontrolable, la enfermedad todavía no se había materializado desde un punto de vista externo. De hecho, las personas que conocían a Luis de forma más superficial no podían determinar que realmente tuviese ningún tipo de problema de salud.
En todo caso Paula intentaba controlar la exposición de su padre a terceros. Pese a estar ya retirado del mundo del cine, las invitaciones a coloquios, presentaciones, retrospectivas, colaboraciones, menciones públicas y privadas… no paraban de llegar a su casa o a través de la productora que controlaba parte de los derechos de su obra cinematográfica. Paula sabía que su padre, que siempre había odiado esa parte de su trabajo, no pondría ningún problema para que ella educadamente las declinase todas. Esto era lo único en lo que Luis colaboraba y no le importaba que ella tomase las decisiones por su cuenta. En el fondo le hacía el trabajo sucio. En todo lo demás tenía que consultarle.
–Luis, me ha dicho Julián Sepúlveda que esta semana que he estado fuera no has trabajado nada, que no has ayudado en absoluto –le espetó Paula con tono directo y sin disimular su contrariedad al entrar en el salón.
–Cada vez que viene esa bestia a casa luego me paso toda la tarde con dolores. No quiero que venga más, no sabe lo que hace. Creo que ese cabrón es un maldito psicópata; veo la cara que pone cuando me está haciendo daño.
–Julián Sepúlveda es uno de los mejores fisioterapeutas que hay en Madrid en tratamientos geriátricos. Ya sabes que el doctor Montes te recomendó que hicieras ejercicio y tener los músculos elásticos y tonificados, y ya me dirás cómo lo hacemos si no quieres moverte de ese maldito sillón.
–Me hace daño cada vez que viene. No quiero que venga más; disfruta mortificándome, lo leo en su mirada. Prefiero que sea una mujer, una masajista, y que me den masajes relajantes, no estas palizas para sadomasoquistas adictos.
–Sí, Luis, masajista. Y ¿qué más quieres? ¿te busco una de veinte años y experta en masaje tailandés?
–¡Pues no estaría mal, y con final feliz! Al menos, todavía tengo sensaciones por ahí abajo.
–Luis, por favor, hay cierta información sobre tu fisiología que no quiero conocer como hija.
–Tienes cara de cansada. De hecho, las ojeras que tienes debajo de los ojos están empezando a adquirir un preocupante tono violáceo.
–Gracias, Luis, eres único subiéndole la autoestima a una mujer.
–Me preocupo por ti. Y, por cierto, ¿de dónde has venido esta vez?
–De Nueva York. Pero no te preocupes, he podido dormir en el avión. De hecho creo que ya soy una verdadera experta en distintas formas de conciliar el sueño en altura –y sonrió a su padre intentando buscar un poco de complicidad que rebajase su aparente preocupación.
–¿Has venido directamente del aeropuerto o has pasado por tu apartamento?
–He venido directamente. Tenía ganas de verte y de que cenáramos juntos. ¿Quieres que vayamos a nuestro japonés favorito?
Pese a sentir que estaba sucia, con la misma ropa desde hacía más de doce horas, no quería darle la sensación a su padre de lo extenuada que se sentía realmente.
–No sé, pareces cansada. Ya me has visto, por el momento sigo respirando. ¿No prefieres irte a casa y descansar?
–No, venga, ponte guapo y nos vamos a cenar. Te espero aquí. ¡Pero no tardes mucho o me quedaré dormida en el sofá!
Luis sabía que su hija estaba agotada pero por una extraña razón que no llegaba a comprender quería ir a cenar con él. Para él resultaba del todo obvio que el cansancio había invadido y consumido su organismo en los últimos meses. Cada vez estaba más demacrada. Además, Paula jamás había sabido mentirle. Pese a ello decidió salir esa noche a cenar con su hija. Comenzaba a sentir como la enfermedad iba cada día mermando un poco más sus capacidades. Por el momento eran cosas sutiles del día a día que, eso le parecía, el resto de personas no eran capaces de percibir. Pequeños síntomas que la agobiaban al irse acortando en el tiempo su aparición. Todo eso rondaba su mente mientras el agua tibia de la ducha se deslizaba por su plateada cabeza. La ducha le sentó bien y se vio con ánimo de ponerse una americana negra y una camisa blanca de hilo. Al entrar ya perfumado en el salón, vio a su hija dando cabezadas en el sofá.
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