Y así pasaron los años. Con un padre ausente por el trabajo, o ausente por la falta de él. Cuando Luis estaba en lo que él mismo denominaba «su fase creativa», la energía que desarrollaba era de una naturaleza tal que podría haber iluminado una bombilla solo con haberla cogido entre sus dedos. Cuando el trabajo faltaba, sus periodos depresivos se acentuaban.
Luis Blanco fue durante la década de finales de los sesenta, los setenta y los ochenta, el máximo exponente del cine fantástico en un país carente de ninguna tradición en este género antes de su eclosión como director. Su capacidad para levantar los proyectos cinematográficos, no ya solo de escribirlos sino de diseñar cada una de las secuencias, los decorados, los filtros de fotografía, como si de un artesano se tratase, habían trascendido el país y hasta su retirada definitiva en 2006 fue considerado como un autor de culto en todo el mundo, sobre todo en los Estados Unidos, donde sus admiradores se contaban por legiones. Cada vez que viajaba allí, una vez retirado, para la remasterización de una de sus películas, para un homenaje o para la presentación de un libro sobre su trayectoria profesional, sentía que aquel país era en el único sitio de la Tierra donde realmente habían sabido entender y conectar con la esencia de su trabajo. No es que no se sintiera halagado con la cantidad de premios y homenajes que le habían concedido en España, sino que en Estados Unidos admiraban su capacidad para reinventar su propio cine, su sagacidad para entender por dónde iría la industria, su magisterio para conseguir que películas de autor arriesgadas para su tiempo fuesen admiradas tanto por la crítica como por el público que llenaba las salas. Esa misma unanimidad nunca la había logrado en su propio país, donde muchas de sus películas habían sido vilipendiadas, destrozadas por hordas de críticos incapaces de trascender el momento, de entender que esa película que criticaban estaba marcando un antes y un después en la industria, como solía ocurrir con el paso del tiempo, que se convertían en películas de culto.
Ninguno de esos éxitos, nacionales o extranjeros, mitigaron su insaciable necesidad de crear, su amor por el trabajo, su pasión por el cine. La autocomplacencia solía evaporarse de sus oídos con la misma rapidez que aparecía. Los halagos no le llegaban a colmar nunca, los premios terminaban como pisapapeles, como topes de las puertas de la casa para evitar que la corriente las cerrara, como recuerdos para visitantes. Nunca le interesó el ayer, siempre solo el mañana. Una vez terminada una película, la promoción, las entrevistas y los estrenos le resultaban un fastidio, un mal menor que había que soportar para poder seguir haciendo cine.
***
Paula aparcó su lujoso coche de alta gama frente al chalé de su padre, situado en una exclusiva zona residencial de las afueras de Madrid.
Llamó al timbre y, tras unos segundos de espera, una cálida sonrisa la recibió con sincera alegría.
–Tú debes ser Paula.
–Sí, esa soy yo. Perdona, mi tía me comentó el otro día tu nombre, pero la verdad es que lo he olvidado.
–Soy Teresa –dijo la mujer apartándose del umbral de la puerta para que Paula pudiese pasar con comodidad. Y volvió a sonreírle.
Al entrar al salón, en la planta baja del chalé Paula pudo ver a Luis sentado mirando, a través de las puertas acristaladas, su cuidado y amplio jardín.
–¡Luis!
Luis giró la cabeza justo en el momento en que Paula bajaba los tres peldaños que separaban las dos alturas del salón.
–¡Hola! ¿Te vas a quedar?
–Sí, esa era mi intención. Espero que no te importe. He pensado estar una temporada en Madrid.
Paula se sentó en el sofá de la zona baja del salón, el más cercano a la terraza cubierta y el jardín.
–No es necesario que hagas eso, Paula. Ya oíste lo que dijo el doctor: esto va para largo. Prefiero que hagas tu vida; ya llegará el momento en el que te necesite.
–Luis, quiero hacerlo. Hay que tomar decisiones, hay que hacer un sinfín de pruebas médicas y hay que organizar esta nueva etapa de tu vida. Quiero estar junto a ti, de verdad.
–Bueno, tengo que estar realmente muy mal. ¿El médico te ha dicho algo que yo no sé? Quiero decir, ¿me estáis ocultando información sobre el estado real de la enfermedad?
–No. Por Dios, Luis, nunca permitiría que algo así pasara. Además, el juramento hipocrático impide a los médicos ocultar información relevante o sensible a los pacientes.
–¡Déjate de juramentos hipocráticos, joder! Tienes un puesto de muchísima responsabilidad, no quiero que después de todos los esfuerzos que has realizado para llegar a donde estás ahora frenes tu carrera profesional o puedas arruinarla por mí. Sé lo que es ser casi imprescindible para una empresa.
–¡Luis! no nos pongamos tan intensos. Ya he discutido esta decisión con mis superiores y me he coordinado con toda la gente con la que de algún modo colaboro o depende de mí. No quiero que esto sea una preocupación ahora, ¿ok?
Luis se dio cuenta de que, si insistía, en el salón se volvería a instalar otra situación incómoda. La misma atmósfera que a lo largo de los años había acompañado la relación con su hija. Algunos armisticios les habían salvado de la desconexión total, de una ruptura abrupta. Unas veces por cesión de Paula, la gran mayoría, otras por la intermediación de familiares o amigos, generalmente su tía Alba.
–Como quieras. No puedo impedirlo, pero ya sabes mi opinión. Creo que por el momento es mejor dosificar las concesiones. Ya oíste a los médicos: esta hija de puta nos va a dar mucha guerra.
Teresa se acercó hasta ellos con una bandeja con agua mineral y una serie de medicinas pautadas por los médicos.
–¡Joder! Teresa es peor que tú. ¡Qué cruz tengo con vosotras!
–¿Estás ahora muy liada, quiero decir, puedes tomarte dos horas de desconexión de ese maléfico móvil que consultas todo el tiempo? –le preguntó al terminar de tomarse las pastillas y no siendo todavía las doce del mediodía…
–¿Cuál quieres ver esta vez, Frankenstein, La novia de Frankenstein, La Momia?... ¿Drácula?
–Nunca deja de impresionarme cómo me conoces. Me conoces mucho mejor que tu propia madre.
–Bueno, yo nunca te he idolatrado como hacía ella; eso me permite ver al hombre que hay detrás del mito –dijo y le guiñó el ojo.
Paula enseguida se dio cuenta de que el clima de cierta relajación y confianza se había evaporado.
–Perdona, siento el comentario.
–No, no lo sientes. Pero te perdono. No quiero que me dejes sin película.
–¿Y? –volvió a preguntar Paula.
–Frankenstein, por supuesto.
Se dispusieron a ver la película de la Universal de 1931 en la sala de cine que Luis tenía en el semisótano de la casa. Ideada y construida en su última etapa profesional, la sala seguía resultando impresionante, pese a que mucho del material técnico que poseía estaba un tanto desactualizado. Las cinco hileras con siete espaciosas butacas de cuero cada una, amplias y confortables, junto a la impresionante pantalla y el sonido, hacían que la sala de cine privado de Luis no tuviese nada que envidiar a ninguna sala de proyección profesional.
Paula se sentó junto a su padre. No podría decir la fecha de la primera vez que vio la película. Tampoco tenía claro las veces que la había visto. A Paula le maravillaba la capacidad de su padre para disfrutar con películas que había visionado infinidad de veces. Si un extraño se sentara junto a los dos es más que probable que obtuviese la impresión de que ambos veían la película por primera vez, tal era el amor que sentían por esas «maravillosas obras de arte», como las denominaba Luis. Permanecían imperecederas para seguir cautivando a los espectadores de todo el mundo con cada uno de sus fotogramas. Eran, como las obras de arte, atemporales.
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