Alessandro Manzoni - Los novios

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Esta obra maestra de la literatura italiana relata una historia de opresores y oprimidos, donde dos campesinos ven amenazado su amor. En la ciudad de Milán del siglo XVII y bajo la sombra de la peste cercenando vidas, la trama brota del hallazgo de un viejo manuscrito y logra enlazar de forma magistral ficción y realidad. Para enmarcar las muchas desventuras de la pareja protagonista, Manzoni crea un extenso mundo social, surcado por estigmas e injusticias, donde todos los personajes quedan magistralmente caracterizados y despiertan en el lector piedad y amor, risa, desprecio o admiración. El autor los retrata mientras muestra su afecto por el pueblo anónimo, y elige para ello a los humildes como héroes de su novela. El resultado marca en Italia el inicio de la novela moderna de corte realista.

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—Lo juro...

—Vete, repito; ¿a mí qué me importan los juramentos?, no me meto en eso: lavo mis manos (diciendo esto restregaba una mano con la otra, como si realmente se las lavase). Aprende a hablar: no se viene de esta manera a sorprender a un hombre de bien...

—Oiga usted, oiga usted —repetía inútilmente Lorenzo.

Pero siguiendo el abogado su tema, le empujaba hacia la puerta, y en cuanto llegó a ella la abrió de par en par, llamó a la criada, y le dijo:

—Devuelve a ese hombre al punto lo que ha traído, que yo nada quiero.

La mujer, que en todo el tiempo que estaba en aquella casa jamás había recibido orden igual, se quedó admirada; pero esta vez fue tan terminante la que se le daba que sin titubear tuvo que obedecer. Cogió, pues, las cuatro gallinas y se las entregó con sentimiento visible a Lorenzo, el cual, por cumplimiento, se negaba a recibirlas; pero el abogado se mantuvo tan inflexible, que el pobre joven tuvo que admitirlas y marcharse a su pueblo a contar el triste resultado de su expedición a las dos mujeres, las cuales en su ausencia, después de haber tocado los vestidos de boda por los humildes de todos los días de trabajo, se pusieron a discurrir de nuevo sobre el particular, sollozando Lucía y suspirando Inés. Después que ésta hubo hablado largamente del grande efecto que debía esperarse de los consejos del abogado Tramoya, dijo Lucía que era necesario apelar a todos los medios para salir del apuro; y siendo el padre Cristóbal un hombre capaz no sólo de aconsejar, sino también de obrar cuando se trata de favorecer a los pobres, hubiera sido muy conveniente informarle de lo que pasaba. Pareció muy bien a Inés, y ambas empezaron a cavilar acerca del modo; porque marchar ellas mismas al convento, distante quizá media legua, no era empresa que quisiesen aventurar aquel día; y a la verdad que tampoco ningún hombre sensato se la hubiera aconsejado. Mientras así estaban trazando medios, llamaron a la puerta con un pausado, pero claro Deogracias. Figurándose Lucía quién podría ser, corrió a abrir, y en efecto, bajando la cabeza entró el lego limosnero de los capuchinos con un saco al hombro izquierdo, y la extremidad superior del mismo saco arrollada, y asegurada con ambas manos sobre el pecho.

—¡Bienvenido, fray Galdino! —dijeron las mujeres.

—Dios sea con ustedes —contestó el fraile—, vengo a la cuesta de las nueces.

—Ve corriendo por las nueces para los capuchinos —dijo Inés.

Dirigióse Lucía al cuarto inmediato; pero antes de entrar se paró detrás de fray Galdino, que permanecía en pie, y cruzando el índice en la boca, dio a su madre una mirada, como pidiéndole con empeño que nada dijese de lo que pasaba.

Pero el fraile preguntó cuándo se hacía el casamiento.

—¿No era hoy—añadió— cuando debía efectuarse? He notado en el pueblo cierta confusión que parece indicar no sé qué cosa. ¿Ha habido alguna novedad?

—El señor cura está enfermo, y ha sido forzoso diferir la boda —contestó aprisa la mujer.

A no haber hecho Lucía aquella señal, la respuesta hubiera sido muy distinta.

—¿Y cómo vamos de limosnas? —preguntó Inés para mudar de conversación.

—No muy bien, amiga. No hay más que esto.

Y entonces puso en el suelo el costal, descubriendo con las dos manos el fondo, que contenía una corta porción de nueces.

—Esto es todo lo que hay—prosiguió—, y por esta gran cantidad he tenido que llamar a diez puertas.

—El año es malo, fray Galdino, y cuando hay que andar a pleitos con el pan, es preciso escatimar lo demás.

—Y para que vuelva la abundancia ¿qué se hace, buena mujer? Limosna. ¿No sabe usted aquel milagro de las nueces que sucedió años hace en un convento nuestro de la Romaña?

—No por cierto: cuéntelo usted... fray Galdino.

—Pues ha de saber usted que en aquel convento había uno de nuestros religiosos que era un santo, y se llamaba el padre Macario. Un día de invierno, pasando por el campo de uno de nuestros bienhechores, también hombre muy bueno, le vio el padre Macario, que estaba con cuatro jornaleros alrededor de un gran nogal, trabajando con azadones para echarle la raíz al sol. «¿Qué estáis haciendo con ese pobre árbol?» —preguntó el religioso—. «Padre, contestó el dueño, hace años que no da nueces, y así voy a hacer leña.» «Dejadle, dijo el padre Macario, pues este año dará más nueces que hojas.» El hombre, que conocía al que le hacía aquel vaticinio, mandó a los jornaleros que volviesen a cubrir las raíces con cierra, y llamando al padre que continuaba su camino, le dijo: «Padre Macario, la mitad de la cosecha será para el convento.» Como se divulgó la voz de la predicción, todo el mundo iba a ver el nogal. En efecto, en la primavera floreció, pero ¡cómo! y luego nueces sin consuelo. Nuestro bienhechor no tuvo el gusto de varearlas, porque pasó antes de la cosecha a recibir el premio de su caridad. Pero el milagro fue mucho mayor, como va a usted a oír. Dejó aquel buen cristiano un hijo muy diferente de él. Llegado el tiempo de la cosecha de las nueces, fue el limosnero a pedir la mitad que correspondía al convento; pero el hombre no sólo se hizo de nuevas, sino que tuvo la insolencia de decir que jamás había oído que los capuchinos supiesen hacer nueces. ¿Y sabe usted lo que sucedió? Un día (oiga usted) en que aquel mala cabeza había convidado a varios de sus amigos de la misma calaña, contaba así bromeando la historia de las nueces, y se burlaba de los frailes. Habiéndoles con esto entrado gana a sus amigos de ver aquel gran montón de nueces, los condujo al granero: oiga usted ahora: abre la puerca, se van codos hacia el rincón en donde se habían puesto las nueces; y al decir «mirad», y al mirar él también, ven, ¿qué le parece a usted qué vieron?, un grandísimo montón de hojas secas de nogal. ¿No fue éste un buen escarmiento? El convento en lugar de perder ganó mucho, porque después de este suceso es can grande la limosna de las nueces, que un bienhechor, movido a lástima del pobre limosnero, dio al convento un asnillo, que ayudase a llevar las nueces, y se hacía tanto aceite, que a codos los pobres se les socorría según su necesidad; porque, amiga, nosotros somos el mar, que recibe agua de codas partes, y la vuelve a distribuir a codos los ríos.

Ya Lucía había vuelco con el delantal tan lleno de nueces que apenas podía sostenerle, y al tiempo de abrir fray Galdino la boca del saco para mecerlas en él, Inés dio una mirada a su hija, como reconviniéndola de la demasía en la limosna; pero Lucía contestó con otra mirada, significando con ella que se justificaría. Prorrumpió el limosnero en elogios, ofrecimientos y muchos «D ios se lo pague», y puesto de nuevo su saco a cuestas, iba a salir, cuando llamándole Lucía le dijo:

—Fray Galdino, quisiera que usted me hiciese el favor de decir al padre Cristóbal que desearíamos hablarle, y que nos hiciese la caridad de venir a vernos lo más presto posible, porque yo no puedo ir a la iglesia.

—¿No quieren ustedes otra cosa? Antes de una hora tendrá el recado el padre Cristóbal.

—Nos hará usted mucho favor.

—Descuiden ustedes.

Y al decir esto salió de la puerta algo más contento que cuando entró por ella.

Al ver que una pobre aldeanilla mandaba a llamar con tanta confianza al padre Cristóbal, y que fray Galdino admitía el encargo sin admiración ni dificultad, nadie se figure por eso que aquel padre Cristóbal era un fraile de misa y olla. Por el contrario, era hombre de grande autoridad entre los suyos, y en toda la comarca; pero era tal la condición de los capuchinos entonces, que nada para ellos era demasiado bajo, ni demasiado elevado. Servir a la clase ínfima del pueblo, y ser servidos por los poderosos; entrar en los palacios y en las chozas con humildad y franqueza; ser a veces en una misma casa objeto de burla, y un personaje sin el cual nada se decidía; pedir limosna en todas partes, y darla a todos los que la pedían en el convento; todas éstas eran cosas a que estaba acostumbrado un capuchino. Andando por las calles le era tan fácil encontrarse con un príncipe que le besase el cordón, como con un tropel de muchachos que, aparentando reñir entre ellos, le salpicasen la barba con lodo. La palabra «fraile» era en aquellos tiempos palabra de honor y de menosprecio, y los capuchinos, quizá más que otra Orden religiosa, eran el objeto de dos sentimientos contrarios, experimentando de consiguiente los dos opuestos destinos; porque no poseyendo bienes algunos, llevando un traje extrañadamente distinto del común, y haciendo profesión más visible de humillaciones, se exponían más de cerca a la veneración o al vilipendio, según el diferente humor y el distinto modo de pensar de los sujetos con quienes se rozaban.

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