Debía rodearse de un número crecido de bravos, y tanto por su propia seguridad, como para el logro de sus intentos, tenía que elegir los más atrevidos, esto es, los más malvados, y por amor a la justicia vivir con facinerosos. Por esta razón, más de una vez, o desalentado por una acción malograda, o inquieto por un peligro inminente, fastidiado de cuidar siempre de su propia defensa, disgustado de sus compañías y pensando en el estado futuro de sus intereses, que cada día iban a menos, ya por lo que empleaba en buenas obras, ya por lo que le costaban las expediciones aventuradas, pensó en meterse fraile, que en aquel tiempo era el medio más acertado de salir de embrollos.
Pero esto, que quizá en todo el discurso de su vida no hubiera sido una ocurrencia pasajera, se convirtió en resolución, a consecuencia de un accidente el más grave de cuantos hasta entonces le habían sucedido.
Paseábase un día por la ciudad en compañía de un antiguo factor de su casa, al cual su padre le había transformado en mayordomo, y de dos bravos que le seguían. El mayordomo, que se llama Cristóbal, era un hombre de unos cincuenta años, muy adicto desde joven a su amo, a quien había visto nacer, y con cuyo salario y liberalidades vivía y mantenía cómodamente a su esposa y ocho hijos.
Vio Ludovico asomar de lejos cierto caballero valentón prepotente, de quien, aunque nunca había hablado con él, era odiado de muerte, pagándole en la misma moneda, porque en aquel siglo, y aun en el día, suelen las gentes odiarse sin conocerse ni haberse visto nunca. Venía el caballero acompañado de cuatro bravos y con aire de perdonavidas, y él y Ludovico muy arrimados a la pared. Es de notar que Ludovico llevaba la derecha, y que, según costumbre, no tenía obligación de cederla a persona alguna, cosa de que en aquel tiempo se hacía gran caso, como lo hacen aún en el día algunos necios. Pensaba el otro que como a noble, se le debía ceder la acera en virtud de otra costumbre, porque en éste como en otros muchos puntos estaban en vigor dos costumbres opuestas, sin que jamás se decidiese cuál de las dos debía prevalecer; lo que daba margen a contiendas y lances funestos cuando se encontraban dos cabezas destornilladas, o dos personas ridículas o de mala educación. Venían, pues, los dos tan cosidos a la pared que parecían dos figuras de mediorrelieve; y así que se hallaron cara a cara, el caballero, mirando de la cabeza a los pies a Ludovico, dijo con ceño y tono orgulloso que se apartase.
—Usted debe apartarse —respondió Ludovico—, pues la acera es mía.
—Con personas de mi clase no vale esa regla. La acera es mía.
—Eso sería si la insolencia de las personas de su clase fuera ley para mí.
Las dos comitivas se habían parado cada una detrás de su principal, mirándose al soslayo, y con las manos puestas en la daga, como prontas a la pelea. La gente que iba pasando se paraba a observar a cierta distancia, y su presencia animaba más el puntillo de los dos contendientes.
—Deja la acera, hombre vil, si no quieres que yo te enseñe el modo de proceder con los caballeros.
—¡Cómo vil!, mientes una y mil veces.
—Tú eres quien mientes en desmentirme (esta respuesta era de ta— bla). Si fueras caballero como yo, pronto te hiciera ver con la espada quién es el mentiroso.
—Salida de cobarde para evadirse de sostener con los hechos la insolencia de las palabras.
—Echad al arroyo a ese tuno —dijo el caballero a los suyos.
—Ahora lo veremos —repuso Ludovico, dando un paso atrás y desenvainando la espada.
—¡Insolente! —gritó el otro sacando la suya—; cuando tu sangre haya manchado la mía, sabré hacerla mil pedazos.
Arrojáronse de esta manera el uno contra el otro, y los criados de ambas partes corrieron a la defensa de sus respectivos amos.
La lucha era desigual, tanto por el número, cuanto porque Ludovico trataba más bien de quitar los golpes y desarmar al enemigo que de matarle; pero éste quería su muerte a toda costa. Ludovico había ya recibido de un bravo una puñalada en el brazo izquierdo y un rasguño en la cara, y el caballero se le echaba encima para rematarle, cuando Cristóbal, viendo a su amo en peligro, se abalanza con el puñal al enemigo, quien volviendo contra él toda su ira, le traspasó con la espada.
Al ver esto Ludovico, como fuera de sí, metió la suya por el vientre al provocador, el cual cayó muerto casi al mismo tiempo que el desgraciado Cristóbal. Malparados los asesinos que acompañaban al caballero, viéndole en el suelo echaron a huir. Los de Ludovico, igualmente maltratados, viendo que ya no había con quien habérselas, y no queriendo encontrarse con la gente que de todas partes acudía, pusieron también pies en polvorosa, y Ludovico se halló solo con aquellos dos cadáveres, en medio de una inmensa muchedumbre.
—¿Cómo ha sido?, ¡un muerto!
—¡No, sino dos!
—¿Quién le ha abierto ese ojal en el vientre? ¿A quién han muerto?
—¡A aquel prepotente!
—¡Santa María, qué horror!
—No hace tanto la zorra en un año como paga en una hora.
—¡También él acabó!
—¡Qué tragedia!
—¿Y ese otro desgraciado?
—¡Jesús, qué horror!
—Libradle, libradle.
—También él está fresco.
—¡Válgame Dios!, ¡cómo está!
—Huya usted, infeliz.
—Huya usted, no se deje echar la mano.
Estas exclamaciones que se oían entre el bullicio confuso de aquel inmenso concurso, expresaban la opinión general, y con el consejo vino también el auxilio. El hecho había sucedido cerca de una iglesia de capuchinos, asilo, como todos saben, impenetrable en aquel tiempo para los esbirros, y para todo el conjunto de personas y cosas a que se da el nombre de justicia. Allí la turba condujo, o por mejor decir, llevó casi sin sentido al matador, y los religiosos le recibieron de mano del pueblo que se lo recomendó, diciendo que era un hombre de bien que había muerto a un bribón orgulloso, por verse precisado a defender su vida.
Hasta entonces Ludovico no había derramado sangre humana, y aunque en aquel tiempo el homicidio era cosa tan común que a nadie causaba novedad, sin embargo es imponderable la impresión que hizo en su ánimo la idea de un hombre muerto en su favor y otro por su mano; de modo que fue para él un descubrimiento de nuevos afectos. La caída de su enemigo con la alteración de aquellas facciones que pasaron instantáneamente desde la amenaza y el furor al abatimiento de la muerte, fue un espectáculo que cambió en un momento el ánimo de Ludovico. Arrastrado, digamos así, al convento, no sabía en dónde se hallaba ni lo que pasaba por él; y cuando volvió en su acuerdo se encontró en una cama de la enfermería en manos del religioso cirujano (los capuchinos entonces tenían uno en cada convento), el cual aplicaba cabezales y vendas a las heridas que recibió en la reyerta. Se había llamado ya para que acudiese al paraje de la catástrofe a un religioso, cuyo encargo era asistir a los moribundos, y que muchas veces había ejercido su oficio en las calles. Vuelto al convento, a los pocos minutos entró en la enfermería, y acercándose a la cama de Ludovico:
—Consuélese usted —le dijo—, pues a lo menos ha muerto bien, encargándome alcanzase de usted su perdón, así como él le otorgaba el suyo.
Estas palabras animaron al desconsolado Ludovico, excitando con mayor fuerza y más distintamente los confusos sentimientos que agitaban su ánimo, a saber, la pena por el amigo muerto, la aflicción y los remordimientos por el golpe que salió de su mano, y al mismo tiempo la dolorosa compasión en favor del hombre a quien quitó la vida.
—¿Y el otro? —preguntó con ansia al padre.
—Ya había expirado —contestó— cuando yo llegué.
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