Julio Carreras - La nave A-122

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Matías Fonseca, inspector de policía, amante del rock y más ácido que un limón verde, se enfrenta al caso más extraño de su carrera: la desaparición de 69 coches clásicos de la nave A-122, un robo que pone en riesgo la inminente apertura del museo del automóvil de Barcelona. Por si fuera poco, encima tendrá que cargar con Laureano Martinez, un policía con aires de snob desesperado por robarle el puesto.Pero el suceso, lejos de tratarse de un vulgar robo, esconde un misterio que nos remontará hasta un accidente acontecido en la segunda guerra mundial, un misterio protegido a base de ambición, traiciones y crímenes.La novela, con un lenguaje fresco y actual, nos adentra en la carrera contrarreloj de Matías y su equipo por resolver el caso, y nos hace viajar en el tiempo a través de diferentes episodios que transcurren desde la segunda guerra mundial hasta nuestros días. Una historia repleta de giros que atrapa al lector de principio a fin."Intrigante, dinámica, divertida y con rocanrol,la novela tiene todos los ingredientes para que el lector disfrute de una historia original e inesperada"

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—¡Maldita sea!… Y ahora es necesario saber música para entrar en el ejército.

—Rouget, haz el favor de explicárselo.

Max se sentía orgulloso de su apellido. Por sus venas corría la misma sangre que la del autor del Chant de guerre pour l’armée du Rhin. De primeras, el nombre de la pieza musical no significaba gran cosa para aquel grupo de soldados; sin embargo, todos la habían cantado en más de una ocasión.

El antepasado de Rouget era un capitán francés sin pena ni gloria. Aficionado a la música, nunca había destacado como compositor, pero en esas derivas que tiene la vida, un día recibió un encargo que le cambiaría la vida. Fue en Estrasburgo, en 1792, justo el día siguiente a la declaración de la guerra entre Francia y Austria. El burgomaestre de la ciudad alsaciana quería componer un himno que sirviese para alentar a las tropas y, por casualidad, se acordó de que su paisano Rouget había compuesto alguna que otra alegre tonadilla. El encargo tan solo le llevó una noche a Rouget y al día siguiente, su cántico sonó por primera vez frente a un selecto grupo de conciudadanos. La canción fue bien recibida, pero tras las primeras semanas cayó en el olvido. No fue hasta meses más tarde, en Marsella, en el otro extremo del país, cuando su himno fue rescatado del olvido para no volver a caer en él jamás. Sucedió en el Club de Amigos de la Constitución. Un joven estudiante de Medicina llamado Mireur, en medio de un banquete, comenzó a entonar una canción firmada por un tal Rouget que no sabía cómo había acabado en sus manos.

Los primeros acordes pronto cautivaron a todos los presentes y la melodía fue empleada al mes siguiente en la entrada de los batallones marselleses a París. A partir de entonces el canto de Rouget se hizo popular y fue conocido como La marsellesa .

Cuando acabó su relato, sin que nadie diera la orden, sin ponerse de acuerdo previamente, los seis hombres comenzaron a cantar.

Allons, enfants de la patrie, Le tour de glorie est arrivé!

Fue un momento mágico, uno de esos momentos que conectan a los que lo viven. Gracias a ese momento el corazón del teniente se ablandó y su lengua se soltó.

—¡Así que tenemos entre nosotros a un descendiente del creador de nuestro himno nacional! ¡Qué callado lo tenías! —exclamó Lastrade mientras le cogía por el hombro.

—Bueno… Es bonito compartir secretos entre camaradas, ¿no? —respondió en un velado mensaje hacia el teniente.

Destrem, que tenía el mismo rango, aunque al igual que el resto desconocía la misión, echó una mirada a René Marchessau invitándole a hablar.

—Está bien. Creo que ha llegado el momento de hablaros de la misión. Total, partimos en unas horas…

* * *

A media tarde, los hombres de Marchessau, junto al resto de escuadrones, abandonaron la base aérea de Pau en un bombardero Lioré et Olivier de la serie 451 B4; un LeO como se les solía denominar. Uno de los mejores aviones con los que contaba el ejército francés.

Desde principios de junio, los alemanes habían lanzado una fuerte ofensiva para bombardear los aeródromos de los aliados. Las aeronaves francesas eran buenas, pero el ejército nazi se movía con rapidez, lo que empujaba a las fuerzas galas a continuos traslados de sus aeródromos, siempre hacia el sur.

La misión de parte de los soldados desplazados a la base de Pau era llevar los bombarderos LeO directamente hasta el Protectorado de Marruecos, pero a diferencia del resto de pelotones, los que conformaban el pelotón especial al que pertenecía Max tenían una misión secreta. Antes de volar al país africano, seis de las aeronaves debían de hacer escala en el aeródromo de Bordeaux-Mérignac para recoger una carga muy especial.

La parada en el aeródromo de la nueva capital de la Francia libre se demoró tres días más. Durante ese tiempo varios camiones, fuertemente custodiados, llegaron de París con la secreta mercancía que tenían que trasladar. Las preguntas sobre el contenido de aquellas cajas de madera, pintadas en verde y herméticamente cerradas para disuadir a los curiosos, se repetían sin cesar y las respuestas brillaban por su ausencia. Una a una fueron repartidas entre las bodegas de las aeronaves, donde eran amarradas con gruesas maromas. El trabajo fue arduo, intenso. Por eso, cuando por fin el último de los cajones fue fijado, Max respiró aliviado. Todo estaba listo para el viaje.

El plan era hacer los vuelos de manera escalonada, dejando una hora de diferencia entre cada bombardero, para poder dar aviso en el caso de que fueran interceptados. El de René, Max y compañía sería el último en abandonar Francia, así les había tocado en el sorteo.

Poco antes de salir, el teniente reunió a sus hombres para darles las últimas instrucciones.

—Señores —reclamó su atención con voz grave—. Quiero advertirles de los peligros que entraña este vuelo.

Los cinco hombres escuchaban atentamente las palabras de René. El nerviosismo era palpable en el ambiente.

—No les quiero engañar: nuestra carga es muy valiosa y si ha habido filtraciones sobre la misión que tenemos que llevar a cabo, estén seguros de que tratarán de derribarnos. ¿Lo han entendido?

—¡Sí, mi teniente! —respondieron todos a una.

—Quiero que sepan que estoy orgulloso de ustedes —dijo incómodo ante tanta melifluidad—. Y ahora, ha llegado la hora de partir.

—Gracias, teniente —dijo Rouget—. En nombre de todos.

— Yo pilotaré el avión y Lastrade será mi copiloto —respondió cortante.

El sargento se tocó la visera de su inseparable gorra con el número 136 aceptando gustoso la orden. Todos comprendieron que René no tenía o, mejor dicho, no quería añadir más palabras a un discurso que ninguno necesitaba.

El potente estruendo de los motores anunciaba que el despegue era inminente. Un golpe seco y poco a poco el LeO 451 B4 comenzó elevarse dejando atrás un país azotado por los recientes acontecimientos de la guerra. Los hombres se miraban unos a otros, sin pronunciar palabra, en el silencio cómplice que une a los que son conscientes de su destino. El día era caluroso y la tarde apacible. Una de esas tardes que invitaban a dormir la siesta tumbado sobre la hierba y bajo la sombra de un árbol; uno de esos placeres banales que solo se añoran cuando son imposibles. Poco a poco los pueblos se hacían pequeños, los hombres desaparecían y los prados dejaban lugar a las escarpadas montañas de los Pirineos, aún nevadas en sus cumbres más altas.

El nerviosismo era palpable en el ambiente. Labrousse fumaba, Destrem tamborileaba los dedos sin cesar y Rouget miraba por la ventana mientras se despedía en silencio de su tierra.

—Acabamos de cruzar la frontera —anunció Marchessau en cierto momento.

Una sensación de alivio se extendió por la aeronave. Tras atravesar la cordillera pirenaica se adentrarían en España, que recientemente había declarado su no beligerancia. Ya no tendrían nada que temer hasta su llegada a Marruecos.

La conversación volvió y los nervios iniciales dieron paso a un cierto optimismo, pero este duró poco. De pronto, el avión sufrió una fuerte sacudida.

—¡¿Qué sucede?! —exclamó Max alarmado.

—Turbulencias —respondió el teniente desde la cabina.

A los pocos segundos otra sacudida, esta vez más fuerte, hizo que el aparato se inclinara hacia la derecha. Las sonrisas desaparecieron y los rostros de los seis militares denotaban claros signos de preocupación.

—¡Abróchense los cinturones y permanezcan en sus puestos!

Un ruido extraño en los motores, acompañado de olor a quemado hizo presagiar lo peor.

—¡Mierda, René! ¡¿Qué diablos está pasando?!

—¡No lo sé!

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