LA NAVE A-122
LA NAVE A-122
JULIO CARRERAS LLISTERRI
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© Del texto: Julio Carreras Llisterri
© De esta edición: Editorial Sargantana 2018
Email: info@editorialsargantana.com
www.editorialsargantana.com
Primera edición: Marzo 2018
Impreso en España
Los papeles que usamos son ecológicos, libres de cloro y proceden de bosques gestionados de manera eficiente
ISBN: 978-84-16900-65-7
Depósito legal: V-374-2018
A Lola, Guille y Gonzalo
ÍNDICE
Sesenta y nueve razones para continuar
Max Rouget
Un grano en el culo
Una hostil bienvenida
El páramo de la muerte
El cortejo del manakin
Cuatro dedos
Los del monte
Oro, incienso y mirra
Un cumpleaños amargo
El ave fénix
Trileros
Un viaje sin retorno
1430
Las dos carreras de Zubizarreta
Mentiras
Las dos vertientes de los Pirineos
El problema de la corona del rey
The end
Mirage
Reflexiones sobre el rock, la pasión de Matías Fonseca
Momentos
Un amigo mío me dijo una vez que cuando un seguidor del rock descubre a un grupo y le mola, busca toda su discografía, las grabaciones raras… y aunque se quede herida su economía medio año, se mamara toda su historia y por supuesto no parara hasta verlos en directo.
Es cierto. Así funcionamos la gente del rock. No voy a descubrir nada nuevo ni a recordar lo que nos importa que desde fuera nos puedan llamar “colgaos”.
La cultura del rock se nutre desde siempre de esa actitud, de esa inercia tan natural como imparable y quien no lo entienda que se vaya preparando a que el destino que le deseamos no sea muy agradable.
Pero.....veámoslo al revés. Cuando un seguidor del rock se pega la satisfacción de ver por primera vez a su banda; se sabe todos los temas que suenan en directo en el concierto, incluido el raro que no forma parte de la batería de sus grandes himnos y lo conoce porque tiene todos sus discos, incluida esa grabación que vio en internet y que le costó un riñón encontrar. Cuando conoce la vida de cada uno de los componentes de la banda… porque claro, un tipo que toca así y que está en una banda de ese nivel es porque debe tener una vida interesante… Cuando todo eso ocurre y de pronto le viene al coco un chispazo del momento en el que alguien le hablo de ese grupo. Ese momento en el que de manera casual descubrió algo que no es que le cambiara la vida pero que si se la ha hecho mucho más soportable. Porque así son las cosas, mucho de lo que somos, mucho de lo que nos marcará para siempre, surge en una chispa, en un instante, en un momento.
¡¡¡SIEMPRE ROCK¡¡¡¡
Juan Pablo Ordúñez “EL PIRATA”
CAPÍTULO UNO
SESENTA Y NUEVE RAZONES PARA CONTINUAR
26 de diciembre de 2002
And she’ll have fun, fun, fun till her daddy takes the t-bird away (Fun, fun, fun till her daddy takes the t-bird away)
Cualquier testigo de la escena aseveraría, sin ninguna duda, que aquel era el día más feliz en la vida de Marina. La frescura con la que se movía por los aledaños de la nave era contagiosa, propia de una minoría capaz de disfrutar de la vida por el simple hecho de tenerla. A sus holgados cuarenta y siete años aún conservaba una figura razonablemente buena, y la cadencia de sus movimientos caribeños hacía que pareciera que en lugar de andar, flotara sobre el suelo. Sin embargo, para ella, una modesta limpiadora, aquel era un día más entre polvo, fregonas y ambientadores. Uno de esos días que se confunde con el siguiente. No había ningún motivo por el que se sintiera especialmente dichosa. No lo necesitaba. Ella simplemente era así.
Marina llevaba más de diez años abrillantando suelos y repartiendo simpatía por las instalaciones de Seat que aún pervivían en la Zona Franca de Barcelona, un área industrial que se elevaba sobre los solares donde tiempo atrás, antes de mudarse a las modernas instalaciones de Martorell, se erigía la primera fábrica de la marca. A pesar de no ser muy importante, un número más de una subcontrata más, era de esas personas que se hacen querer. Su sola presencia bastaba para levantar el ánimo, como una sonrisa en un día gris.
Los relucientes cascos amarillos, sepultados entre su alborotada melena, martilleaban una pegadiza canción de los Beach Boys, mientras ella, con la escoba como improvisado micrófono, meneaba el esqueleto sin ningún pudor al ritmo de la música.
No muy lejos de allí, Gerard, uno de los guardias de seguridad del centro de control del Consorci, la empresa que gestionaba el recinto industrial, se percató de la cómica escena a través de las imágenes captadas por las cámaras de seguridad del sector cuatro. Una mueca maliciosa se dibujó en su cara. Sabía que aquello le iba a gustar a su jefe, Xavier Cardenal, que repantigado en su sillón, con la boca abierta y emitiendo unos monótonos gruñidos, estaba presente en cuerpo y ausente en alma de la pequeña garita repleta de monitores. Llevaban años trabajando juntos y, a pesar de que era su superior, se tenían la suficiente confianza para desdibujar a menudo la invisible raya que separaba los escalafones. Así que, sin ningún miramiento por su affaire con Morfeo, le dio un brusco codazo despertándole de su cabezadita.
—Mírala. Ahí está tu chica. Aún no son las siete y ya te está bailando. Parece que le va la marcha, ¿eh?
La interrupción valía la pena, así que, tras desperezarse como un oso, posó la mirada sobre la pantalla que Gerard señalaba con el dedo índice. Unos segundos le bastaron para dejar atrás la mueca de fastidio por el abrupto despertar. Regaló una ladina sonrisa de agradecimiento a su compañero y acercó su silla al monitor para poder regodearse mejor de los contorneos de aquella adorable mujer.
Marina se desgañitaba, escoba en mano, cantando una canción que no podían escuchar. Ambos rieron al ver los exagerados movimientos de la veterana limpiadora, si bien ambos por motivos distintos.
Gerard, que sabía del silencioso cariño que su amigo profesaba por Marina, miró con complicidad a su compañero y desconectó el modo automático —que lanzaba imágenes de las diferentes zonas cubiertas por las cámaras durante cortos intervalos de tiempo— para que este pudiera seguir las andanzas de la colombiana a sus anchas.
—Si aún acabarás declarándote… —le espetó con voz jocosa.
—¡Ni en sueños! Con lo que me ha costado volver a ser libre…
Su amigo sonrió con malicia. Xavier no sabía estar solo; no es que no le gustara, es que no sabía. Si no se la hubiera gastado ya, otra vez antes de tiempo, en una de las partidas clandestinas que solía frecuentar por el barrio de Sant Adrià, apostaría su paga mensual a que antes de jubilarse su jefe se casaría por tercera vez.
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