—En tráileres.
—¿Tan claro lo tiene?
—Sí. No veo otra opción.
—¿Y sacarlos conduciendo? —Fonseca no se contentaba con la respuesta, quería exprimir todas las posibilidades.
—Es algo… digamos que absurdo.
Ambos hombres se quedaron mirándole intrigados y, sin pronunciar palabra, los dos hicieron el mismo gesto a la vez para que continuara.
—Como comprenderán, estos coches no tienen siempre el depósito lleno de combustible. No tendría sentido. Disponemos de unos bidones que utilizamos para poner la gasolina que necesitamos en cada momento —dijo señalando al fondo de la nave.
—La gasolina la utilizamos para comprobar que el motor funciona, incluso para hacer pequeños desplazamientos—continuó León—, nunca más de unos pocos kilómetros. Si se necesita más, para transportarlos a un evento o similar, los llevamos a la gasolinera.
La opción de los contenedores de carga ni se la había planteado, pero una vez escuchó la teoría del inspector Fonseca, también la dio por imposible. Requería no solo mucho tiempo sino también destreza. Los coches que habían robado eran muy dispares en su tamaño y forma, con lo que acomodar cada uno de ellos a un contendor de manera que no se movieran en el transporte supondría una gran cantidad de tiempo.
Aquel hombre no daba puntada sin hilo. En cualquier caso, fuera como fuese, no podían descartar ninguna vía hasta que no vieran los vídeos.
—¿Necesitan algo más de mí? Debería volver al trabajo—añadió León con una sonrisa.
—No… por ahora no.
—Parece divertirle este asunto… —inquirió esta vez Laure.
—Para nada señor. Estos coches son parte de mi vida. Solo que estoy tan asombrado como ustedes por cómo se ha producido el robo —aquel maldito mecánico les tenía calados — que me hace gracia sentirme parte de esta historia.
Antes de retirarse, Matías y Laure se entrevistaron con el resto de trabajadores de la nave A-122. Nada de lo que les dijeron echaba luces sobre el caso. Todos tenían coartada demostrable, habían pasado las fiestas con su familia. Tres de ellos incluso podían constatar que las habían disfrutado fuera de la Ciudad Condal y, a pesar de sus inquisidoras preguntas, la mayoría permanecieron tranquilos y colaboradores durante la conversación. El único caso diferente fue el de Bernardino, un hombre regordete y de nariz chata, excesivamente nervioso, que hasta les enseñó fotos de toda su familia para justificar que había viajado hasta casa de su suegra en Cadaqués para tomar su tradicional bou estofat , del cual también enseñó foto. Como cabría esperar, el sentimiento de todos los trabajadores era de desconcierto. Se sabían sospechosos, pero eran incapaces de concebir quién de ellos podía haber orquestado algo así.
* * *
—Créame, si hubiera hecho sesenta y nueve copias de llaves de coches antiguos a la misma persona me acordaría.
—Haga memoria por favor.
—Oiga, yo no me puedo acordar de todos los trabajos que me encargan. Si tuviera esa memoria sería registrador de la propiedad y no trabajaría de sol a sol en la ferretería de mi padre.
— Y su padre, ¿también chambea aquí?
—¿Qué?
—Disculpe. Que si también trabaja aquí.
A pesar de llevar diez años en España, Antunes se negaba a abandonar la jerga de su país. «Lo único que me ata aún a mi tierra. Mi pequeña aportación a la construcción de la lengua de Cervantes», solía argumentar para defender sus reticencias a hablar en cristiano.
—¡Válgame Dios! Dónde hemos ido a parar… ¿Cuántos años se cree que tengo? Mi padre tiene ochenta y tres años. ¡Cómo cojones va a trabajar aquí!
Aquel enjuto hombre de aspecto aparentemente afable, con gafas de pasta demodé y jersey gastado, resultó ser un saco de malas pulgas.
Aquella era la decimosexta ferretería que visitaban. La última en el radio de un par de kilómetros que se habían marcado como distancia prudencial alrededor de la nave A-122. Si uno de los empleados había utilizado las paradas de las comidas o almuerzos para copiar las llaves, no tenía sentido que hubiera ido más lejos.
—Discúlpeme —dijo un esforzado Coll en un último intento de llevar la conversación a buen puerto—. Pongamos que no ha sido una persona sola, pongamos que hayan sido varias... ¿Alguno de estos hombres le resulta familiar?
—El encargado de la ferretería miró con gesto de hastío las fotos que había desplegado Miquel sobre el mostrador.
—No. No conozco a ninguno.
—¿Está seguro?
—No hizo falta que respondiera. Una mirada bastó para saber que aquel hombre ya les había dicho todo lo que les tenía que decir.
—Muchas gracias por su colaboración, señor —dijo el agente a la vez que recogía lentamente las fotos del mostrador—. ¡Qué tenga un buen día!
De nuevo en la calle los dos hombres se miraron con resignación. No habían tenido suerte. Seguían sin encontrar una sola pista.
—¡Vaya «chancludo» el viejo!
—Así le va —respondió Coll aludiendo a que era la única de todas las ferreterías en las que no había ni un solo cliente.
—Estoy «a verga» de andar —dijo Antunes—. ¿Vamos a tomarnos unas chelas?
—¿Qué?
—Cervezas.
—Estamos de servicio.
—Vamos, Coll, relájate un poco, para mí una chela y para ti, zumo de zarzaparrilla.
—Bueno, supongo que por una vez…
Se sentaron en un pequeño bar de barrio que hacía esquina por Santa Eulalia, uno de esos sitios con barra de metal, olor a tabaco y comida barata, en los que los clientes se conocen por el nombre y el camarero sabe hasta qué punto puede fiar a cada cada uno. Pidieron las bebidas, y al cabo de unos minutos ya tenían delante un par de cervezas heladas, acompañadas por un ridículo platito de olivas partidas y otro de cacahuetes salados.
—Esto pinta mal. Seguro que el jefe nos hace chequear todas las ferreterías de aquí a Lima.
—Bueno… ya le conoces. No le gusta dejar cabos sueltos. Además, me parece que se juega mucho en este caso.
—¿Por lo de Gallart? ¡Eso es una «pendejada»!
—No…, bueno, sí... Bueno, sí y no. Ya sabemos su obsesión por alcanzar el récord de casos seguidos resueltos, pero yo creo que lo que más le preocupa es lo de ese nuevo compañero.
—Ese chico nos va a chingar.
—Imagínate! Llamarnos uno a uno a todos para decirnos que nos anduviéramos con ojo.
—Está mal del ala ese «joputa».
Miquel miró a su compañero con reprobación. Aunque a veces se comportara como un capullo, tenía un gran respeto por Matías. En realidad, todos ellos lo tenían. Detrás de esa facha de amargado había un jefe que siempre se preocupaba por ellos. Confiaba en su equipo, les dejaba hacer y sabían que jamás les dejaría con el culo al aire.
—¡No jodas vos ! Que estoy bromeando. A ese «chele» le quiero yo más que a mi padre.
* * *
Antes de volver de nuevo a la comisaría, Matías y Laure se detuvieron a tomar una comida ligera en un bar cerca de la Zona Franca. Ninguno de los dos tenía mucho apetito: Laure porque no abusaba de la comida que no fuera estrictamente la marcada por la dietista personal de su mujer, Tanushree, una hindú experta en ayurveda; y Matías, simplemente porque después de los abusos durante las fiestas, tenía un ardor de estómago insoportable.
Aprovecharon el almuerzo para tantearse y al final, ambos llegaron a la misma conclusión: preferían trabajar solos. Al veterano policía su nuevo compañero le pareció un petulante. Era un tipo listo, lo reconocía, pero demasiado preocupado por salir en la foto. Estaba «castigado» a trabajar con él, así que lo mejor era aprovechar sus cualidades y acabar cuanto antes con aquello. A Laure, por su parte, Matías le pareció un infeliz, un tipo acomodado en su puesto, con aires de grandeza, pero a la larga, condenado al ostracismo. Alguien que utilizaba la arrogancia para protegerse ante sus limitaciones. A pesar de todo tenía que camelárselo, y eso pasaba por reírle las gracias y jugar a su juego; solo así podría adelantarse y poder ponerse las medallas con sus jefes.
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