SAN LUIS – Lagunas de Huanacache – Época actual
Falta poco. Juan piensa que el Machi estará sentado a la sombra de un aguaribay cuya copa es lo primero que divisa cuando pasa el puente de tablas sobre el Desaguadero. Al rato distingue el humo, adivina la vieja pava pronta para el mate. Aire agua fuego tierra.
Lleva en la mochila una buena cantidad de vainas de algarrobo blanco para que el viejo prepare aloja, también queso de cabra, yerba y un pote de miel que compró en el último viaje a Jujuy, cuando concurrió a la reunión de comunidades.
Piensa en las leyes que estudia; la defensa del sistema requiere toneladas de tinta y papel. Para los aimaras en cambio, tres negaciones eran suficientes: ama sua, ama llulla, ama quella. No robar, no mentir, no ser flojo. Código superior a todos los códigos y a los diez mandamientos.
Piensa: nos encierran a morir en las reservas hasta que decidan arrebatarnos lo poco que nos queda. Llegan los sojeros armados y respaldados en los gendarmes a matarnos sin asco, y después vienen los fiscales y los doctores con sus leyes que no son otra cosa que víboras cuyo veneno mata lento. Y llega el cura a sosegar las almas y amarrar los ánimos y prometer que la otra vida va a ser buena. Más tarde nos envenenan con el glifosato, matan las aves, los peces, la flora. Nos matan con cien mil muertes.
Juan ve al Machi Elías. El viejo saluda alzando la mano. Sus ojos velados saben que esa sombra que se acerca es Juancito, nieto de su compadre Maulicao. Presiente su ira. Sus oídos acostumbrados al desierto perciben la furia en el golpe de los pasos sobre la arena.
SANTIAGO DEL NUEVO EXTREMO –
Valle de Chile – 1571
Nos adentramos en el Valle de Chile en dirección a las montañas. El que hace las veces de lengua y guía va adelante. Lo seguimos los perreros con nuestros canes, que mantienen sin esfuerzo el tranco de los caballos y no se apartan de nuestro lado, cada uno con su portador.
Es un día soleado, no hace calor y vamos a un paso largo, suelto, que no cansa a los animales. Atrás viene el resto, formado de a dos en fondo, y El Moro, que anda de aquí para allá charlando y haciendo bromas pero, en verdad, controlando que las cosas vayan como él espera. Llevamos al cabestro diez mulas de carga con víveres y enseres de distinta clase: cecina, queso, harina, cuerdas, herramientas, cadenas, dos arcabuces, pólvora y más cosas que no sé para qué fueron cargadas. A lomos de un zaino pasuco11 que da envidia por ese andar tan liviano que tiene, viene un franciscano alegre y dicharachero, el Padre Felipe.
Hay una vegetación densa, con hojas verdes, flores y pasto tierno, que denota la bondad de la tierra y el clima. Me da por pensar en que no estaría nada mal sentar cabeza y hacerse de una hacienda por esta zona, pero no se me ocurre cómo, ya que, hasta ahora, no vi ni un maravedí, y mucho menos un ducado, ni tampoco logré hacerme de unos cuantos esclavos como sí hizo El Moro, que oí decir que tiene más que mil, que no es gran cosa si se piensa que una yegua de andar cuesta cien indios o sesenta indias preñadas.
Pero no voy a distraerme con estas cuestiones hasta que no llegue el momento, que acá está visto que hay lugar para todos y lo que sobra son brazos para atender la tierra. Por ahora no sé hacia dónde vamos ni qué vamos a buscar, El Moro siempre oculta estas cosas, como si fuera él quien decidiera nuestras acciones a su antojo y no tuviera un superior al que obedecer y rendir cuenta de lo cumplido.
Vamos adentrándonos por cañadones y valles. El lengua conoce el camino al dedillo; cada dos o tres horas nos detenemos frente a un manantial o un arroyuelo y abrevamos hombres y bestias, con lo que nos mantenemos descansados y con buen ánimo. A medida que vamos más alto cambia el paisaje. Por momentos marchamos por planicies desérticas donde lo único que crece son unas plantas sin hojas, con varias ramas gruesas cubiertas de espinas y formas caprichosas. Cuando hay poca luz parecen centinelas.
Luego de varios días comenzamos a descender hacia el Oriente, siempre con sol y días templados.
SAN LUIS – Lagunas de Huanacache – Época actual
El Machi pidió a Juan que se hiciera cargo del mate. La pava está sin tapa sobre la brasa para evitar el hervor. Cuando estuvo a punto comenzó a cebar. Al tiempo fue agregando agua a un puñado de harina, que trabajó sobre una piedra mientras iba incorporando trozos de grasa crocante que sacaba de una lata arrimada al fuego. Cuando logró la consistencia buscada acercó la masa al hoyo en el que echó unas ramitas secas para que hicieran llama.
Silencio. El viejo espera. Sabe que el muchacho viene sacudido por una tormenta y calla para dar lugar a que se apacigüe y ordene las palabras. Olfatea el cebo derretido y el aroma de la harina al calor y se deja estar, mientras Xumuc12 sigue su viaje hacia arriba, hacia las montañas, adonde Hunuc Huar13 se está demorando en llevarlo, para su gusto, más de lo debido.
Comen un bocado de galleta con chicharrones, un poco de queso y toman unos mates más. Juan aguarda los signos que indiquen que el viejo está pronto para escuchar. Lo atiende con un respeto que raya en veneración, espera que el pan esté tibio para darle más, espanta las mosquillas que revolotean alrededor de los ojos y las comisuras de los labios. Después, va a salir a juntar leña, llenar con agua los bidones y echar una ojeada a los chivos.
Elías Panquehua junta las manos sobre el abdomen indicando que ya tuvo suficiente. Luego apoya la espalda contra el muro de adobe, cierra los ojos y comienza a inspirar y a exhalar reteniendo el aire por ratos cada vez más prolongados.
—Machi –dice Juan (pero no escucha su propia voz), sigue la matanza, siguen con la conquista. Siguen matándonos, de a diez o de a uno, no les importa; ahora fueron Cristian Ferreira y Mariano y otros. Hace poco a sesenta hermanos del Amazonas en Perú, en la ruta a Bagua: arcos y flechas contra ametralladoras.
—No sé qué hacer, Machi, no sé qué decir. Cómo hablar con nuestra gente para que no se deje pisotear, cómo decirles que no abandonen las tierras. Hace un tiempo, no más de un mes, nos reunimos con caciques de varias comunidades para ponernos de acuerdo, para tratar de hacerles frente. Pero siempre sale alguno que dice que hay que esperar, que juntemos firmas y esas cosas.
Ellos quieren que hagamos eso. Que pidamos, que roguemos, que les presentemos demandas. Ese es su juego. Compran la voluntad de nuestros delegados, les dan un sueldo y una oficina y pronto los ves de traje y corbata…
Elías Panquehua escucha con una sonrisa. Mantiene los ojos entornados como si dormitara. Juan habla o piensa, ya no distingue entre una cosa y otra. Cuenta (o piensa) en aquella vez que fue a un programa de radio para protestar por el destierro de los huarpes, cuando se delimitó el Parque Nacional de Las Quijadas. Los arrinconaron con el desalojo y cuando fue a hablar, el periodista lo atendió muy amable y lo dejó decir lo que quería y le hizo preguntas, pero después, cuando él ya se había ido, redondeó la entrevista en cinco minutos torciendo lo que él había dicho. Arguyó que había que escuchar la otra campana, llamó a un funcionario de turismo y entre los dos machacaron sus palabras hasta que no quedó nada; o peor que nada: quedó flotando la idea de que los huarpes ya no existen, que sus reclamos de tierras son el capricho de unos pocos.
Y dice Juan (o cree que dice): ahora quieren que el parque se agrande. Quieren declararlo patrimonio de la humanidad, como si los de aquí no fuéramos capaces de cuidarlo para las generaciones venideras. Los que vendrán ya sabemos quiénes son. Los conocemos. Ya están aquí. Volcando cianuro en el agua y en nuestros cuerpos. Y vendrán a colocar las cruces en las cimas de los cerros loando a su dios de sangre y veneno. Vendrán las topadoras, las chimeneas y los hoteles cinco estrellas. Vendrán las cuatro por cuatro con españoles y japoneses y norteamericanos a bautizarnos de nuevo, a que abracemos una nueva fe: el turismo. Para nosotros quedará hacer tallas sobre piedras, mantas, vasijas y otras baratijas.
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