Un poco de calor
Wisa, el machi4, llegó furioso porque Sami andaba por los cerros haciendo sonar el erke5 antes de que terminara el verano. Bajó de la cumbre y explicó que eso a la Pacha6 no le gustaba, que traería desgracia y que por su culpa cuando viniera el invierno los iba a tapar la nieve y la pasarían mal. Pero cuando ella le dijo esto a Sami, lo único que hizo fue encoger los hombros, embutir un cuero en la trompa para apagar el sonido y volvió a subir a las cumbres para seguir tocando a su antojo.
Así que Wisa regresó hecho una furia por esa desobediencia. Como él no estaba, nunca estaba, fue ella la que terminó recibiendo el reto. Alzando la voz el machi le dijo: No puede hacerlo sonar ahora, va a traer frío y hambre. Están pasando cosas muy malas y es preciso andarse con cuidado. Llegaron otros dioses al Tahuantinsuyu7 venidos del mar en grandes canoas, servidos por hombres con pelo en la cara que montan sobre animales extraños.
Cuando Sami vino a comer ella le pidió que terminara con eso y que devolviera el erke. No la escuchó. Quispe se lo había prestado para que practicara hasta que todos pudieran escucharlo desde lejos y supieran que era él, Sami, quien lo hacía sonar, y no iba a dejar de hacerlo por más que rabiara el viejo.
Unos días más tarde partió. La dejó cuidando el camino y los hijos. Lo vio marcharse bordeando el cerro hacia lo de Quispe, arriando los animales cargados de cueros. Pasaron dos lunas. El Llullaillaco largó humo y retumbó. Sopló el viento, trajo nubes, lluvia y después frío. El aire se aquietó, empezó a nevar y siguió sin parar hasta que todo quedó de blanco: todo menos el cielo, que tenía el color gris de las piedras y tapaba al sol.
Ella está sola y le habla a la montaña: Me dejó sin leña, sin comida, tarda en volver y todo lo que queda son unas papas, unos puñados de maíz y grasa de llama. Creyó que la suerte le iba a durar para siempre, pero llegó la desgracia. Se fue con calor y ahora vino este frío. Si no vuelve pronto vamos a morir los tres.
Y le susurra a los cerros: La pequeña Chami está mal. Apenas si se mueve. Duerme día y noche. Ya está aflojando, pobre mi niña. Achiq es más fuerte; como todo varón, aguanta más. Ayer comió un poco de papas con chicharrones. Chami ni las probó.
Mira el erke apoyado contra la pared. Piensa en usarlo para avivar el fuego y que entibie un poco la pieza. Aunque sabe que nadie la escucha habla a los hijos, a la montaña, a la nieve, reprocha a Sami el abandono: Le avisé que iba a nevar. Él miró las nubes, encogió los hombros, dijo que todavía era época de viento y que iba a estar pronto de regreso.
Sigue nevando. Hace tiempo que dejaron de pasar los chasquis por el camino. Echa en el fogón la última bosta de chivo que trajo del corral y el mango de la azada. Se acurrucan los tres bajo las mantas y pieles. El frío entra igual y Chami tiembla. Está caliente y tiembla. Se le escapa el calor del cuerpo. Arde.
La noche es larga, dura. El viento chifla, se filtra por entre las piedras, agita el humo, hace saltar chispas. No afloja, no amaina. Hurga por los rincones, busca. Busca a los niños y los sacude para desprender la carne, quiere llevarse las vidas.
Habla con el cóndor: Apenas quedan rescoldos, Sami estará muerto y nosotros pronto vamos a morir por culpa de esto. Se yergue y toma la caña del erke. Es larga y pesada. La levanta con los brazos abiertos y arrebatada, mientras brama un alarido la parte al medio de un golpazo contra el muslo. Grita y golpea una y otra vez rompiéndola en trozos que arroja sobre las brasas. Sopla para avivar la llama. Quiere acercar a Chami al fuego pero está fría, ya no tiembla. Los dos están quietos. Los tapa con lo que puede aunque comprende que están dormidos para siempre.
No sabe cómo prepararlos ni cómo devolverlos a la Pacha. Wisa sí que sabe, él sabría, sí, pero está lejos y no va a venir. Piensa que tiene que arroparlos y ponerles algo para que coman y no pasen hambre. Los envuelve con lo que tiene y canturrea como hacía antes cuando quería que se durmieran.
Está amaneciendo. Levanta a la hija; no pesa. La alza y la aprieta contra su cuerpo. La lleva fuera de la casa y la ubica mirando hacia donde sale el sol. Entra a buscar a Achiq. Lo pone al lado de su hermana. Ruega a Inti8 que les dé calor. Siente que están juntos, como tiene que ser. Ya no cae nieve. Les tapa los piecitos. A su lado coloca un cuenco con papas y otro con un puñado de maíz.
Se sienta junto a ellos. Todo está blanco. Abajo, lejos en la cañada, ve una mancha oscura que se mueve. Parecen animales grandes, enormes. Son muchos. Suben por el camino. El reflejo de un rayo de sol le hiere los ojos. Nunca antes había visto el relumbrar del acero.
En Quebrada de Humahuaca, Jujuy, Argentina. Enero 2012.
4Voz quechua: hechicero, brujo.
5Voz quechua: instrumento de viento hecho con cañas típico de la zona andina.
6Voz quechua: Pachamama, madre tierra.
7Voz quechua: imperio incaico.
8Voz quechua: sol.
En nombre de Dios
“(…) salieron desprevenidos de sus casas y se nos acercaron sin armas, sin arcos ni flechas, en forma pacífica.”
Ulrico Schmidl
“Tomaban las criaturas de las tetas de las madres, por las piernas, y daban de cabeza con ellas en las peñas.”
Fray Bartolomé de las Casas
SAN LUIS – Lagunas de Huanacache9 – Época actual
Juan siente que su sangre quiere atravesar las paredes de las arterias, atravesar sus órganos y su piel porque la furia es tan enorme, tan gigante, que está próximo al holocausto de su cuerpo. Odia su nombre. Es Juan porque ya nadie sabe cómo podría haber sido nombrado en la lengua de su tierra.
Acaba de escuchar en la radio la noticia del asesinato de Cristian Ferreira, que no es Cristian y no es Ferreira, como él no es Juan ni es Sosa. Ocurrió en San Antonio, cerca de Monte Quemado, en Santiago del Estero. Lo mataron de un tiro de escopeta a quemarropa, cerca de su mujer y de su hijo de dos años.
SAN LUIS – Lagunas de Huanacache – 1572
Cada vez es más difícil agarrarlos. Pusieron centinelas y nos ven llegar desde lejos. Están avisados de que venimos y mucho antes de que lleguemos se retiran a las lagunas de más adentro, las que están detrás de los bañados. Leguas y leguas de barro y pajonales. Dejan las chozas y se van adonde no podemos alcanzarlos. Se llevan a las mujeres y los hijos y lo único que queda son los viejos que no valen un cobre.
El año pasado, entre el primero y el segundo viaje nos llevamos doscientos treinta. Pero ya no los tomamos por sorpresa, corrieron la voz y saben qué asuntos nos traen. Desde luego, también nosotros ganamos experiencia, creció nuestra astucia. Al primero de los caseríos lo bautizamos con el nombre de Puerto Alegre, ¡vaya nombre! El cura Felipe aprendió bastante la lengua de ellos, acristianó a todos y los hace trabajar para que construyan la capilla, que va lenta pero va. En esta partida somos cincuenta soldados, así que nos veremos obligados a capturar mayor cantidad para que quede un poco a cada uno a la hora de repartir.
A veces se les va la mano, al cura y al Moro, con el Árbol de los Suplicios y los azotes. Al curita le gusta el látigo casi tanto como las muchachas. Se nota en la sonrisa que se le escapa cuando toma la tralla y da vueltas y vueltas alrededor del desgraciado para hacerlo sufrir, para demorar lo más posible el golpe.
Tomaron la costumbre de dejarlos atados al sol para que se agusanen. Eso fue idea del Moro, seguro. Pero mucho no resulta porque las viejas le ponen un emplasto a las heridas y en un par de días están secas y cerradas; tan bueno es, que ahora lo usamos para curarnos en lugar del hierro al rojo.
No tendría que haber venido, tarde lo digo. Tragué el cebo del oro y vine a caer en este infierno. Oro y diamantes, mujeres con los pechos al aire y una vida tan fácil que iba a ser como dar un paseo por la ribera del Guadalquivir.
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