Orlando Espósito - El secreto de los Incas

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La escritura de Orlando Espósito es, una vez más, cinematográfica, profunda, apasionada, brutal.
En este nuevo libro suyo –y diría nuestro–, el autor abandona la novela negra, el género al que se había abocado hasta ahora, para incursionar en cuentos y relatos. Nos sitúa en un allí y entonces y en un aquí y ahora, y lo hace con tal maestría que será imposible no vivenciar en carne propia hechos, personajes, paisajes.
Relato tras relato consigue desnudar –desanudar– el presente, y se vale de la ficción para entretejer en ella experiencias de vida con aquellas fuentes de la historia que cita escrupulosamente.
Remontándonos en el tiempo y atravesando distancias nos urge al compromiso y la responsabilidad con la humanidad, con el otro que no es otro, con nosotros.
Leer sin precaución.

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SANLÚCAR DE BARRAMEDA – 1570

Dijeron “oro” y ya estaba arriba del barco, con tal de salir de la cueva, cabeza hueca, como si no hubiera sabido que nadie había vuelto. ¡Y tantos que se habían ido! Chorlito apurado por salir, para venir a meterme en ésta, de la que no se sale así porque sí. Del presidio al navío lo mismo da, pensé, que los piojos de allá serían iguales que los de acá, y que por lo menos habría aire y sol y en poco tiempo, más corto que la condena que me habían endilgado, el regreso con la alforja repleta de maravedíes.

Ni un pie había puesto sobre la planchada y ya estaba sabiendo que era una pifia, otra de las mías, de esas en las que me meto sin que nadie me llame. Después, el viaje hasta Nombre de Dios. Cruzar al otro mar y torcer a Valparaíso entre malos días y malas noches, mala comida y poca bebida. Una pifia, una maldita pifia. Tragué el cebo del oro y salté a la cubierta de aquello que más que un galeón era una carraca comida por la carcoma, que chorreaba estopa y brea por los cuatro costados.

Mucho tiempo pasó mientras nos aprontábamos para la partida. Hablaban de que iba a ser una flota grande, de más de cien naves y más grande, más grande que cien naves era nuestro entusiasmo, el mío y el de los otros desgraciados como yo.

Al principio los días volaban ocupados en acomodar la carga en las bodegas, chapaleando en el agua acumulada en la sentina, en hombrear toneles, bolsas, cabos, cajas de municiones, siempre bajo el ojo de rapaz del contramaestre; y después, tragar un plato de guiso duro de grasa fría e ir a caer en los jergones.

Las pocas veces que podía acodarme en la borda me gustaba mirar el barullo en el puerto, las naves abarloadas de a dos y de a tres y amarradas a la orilla hasta donde se perdía la vista, la Torre del Oro que se alzaba imponente y las mil barcas, galeras y fustas que iban de uno a otro barco llevando bastimentos. El Guadalquivir hervía.

Habría querido bajar un día al puerto aunque no tuviera un cobre. Veía la gente moviéndose de aquí para allá, parecían hormigas. Lo curas de negro; las putas de colores. No se sabía de qué había más pero había de todo, para el cielo y para el infierno.

No zarpábamos; esperábamos, como siempre, los soldados esperan y esperan; que se acabe la marcha, que llegue la comida, que no llegue la batalla, que llegue la hora de dormir. No se me ocurrió escapar en ese momento. Las historias que contaban de tesoros y mujeres y presidiarios venidos gobernadores no me dejaron pensar.

Era como si estuvieran al alcance de la mano: pirámides de metales preciosos, rubíes, esmeraldas, y nosotros de a caballo, de armadura y espada, y librada la orden de entrar a saco. Si hasta el más miserable soñaba con un poco de gloria a pesar de estar hundidos allí, en esas bodegas hediondas, comidos por los piojos y dándole con un madero a las ratas para que no royeran las galletas.

MAR OCÉANO – 1570

Así estuvimos, de la cuarta al pértigo, casi dos meses hasta que zarpamos un día de agosto. Más de setenta naves con viento a la cuadra, soltando cada vez más vela a medida que nos alejábamos de la costa, temblando a cada crujido del maderamen, vomitando, rezando y maldiciendo.

En dos semanas cruzamos el Mar de las Yeguas y arribamos a Tenerife para repostar. Cargamos muchas provisiones, pero nuestro guiso no mejoró. Calor y calma chicha y trabajo, inútil la más de las veces, fregar y fregar la cubierta, estibar lo ya estibado para mantener ocupados a los ciento cincuenta hombres apurados por ir a buscar nuestro oro.

Otra vez partimos. Nos esperaba una larga singladura hasta Nombre de Dios. Íbamos a toda vela con brisa de popa y mar calmo. Un par de veces por día nos llamaban a formar en cubierta y no había mucho más que hacer. Disfrutaba del aire limpio, me gustaba el mar. Gozaba viendo a las marsopas, que nos seguían durante horas.

Yo era uno de los asignados a los perros; esto daba algunas ventajas. Cada uno tenía su alano10. Había que sacarlos de la jaula y pasearlos por cubierta con el collar de ahorque. Luego les dábamos de comer un bocado, que engullían en un santiamén. El que me tocó cuidar a mí era blanco manchado de negro, bestia pesada de ojos pardos inyectados en sangre, orejas cortadas al ras y enormes colmillos.

Tiempo después vi de lo que eran capaces ante un indio que huía o adoptaba una actitud agresiva. Bastaba azuzarlos con un grito para que se lanzaran a toda carrera. De un salto certero los atrapaban por una pierna o un brazo para voltearlos y después, directo al cuello arrancando carne y huesos con cada mordida. Enseguida dejaban al malherido y seguían persiguiendo a otros, de tal forma que quedaba un reguero de mutilados que se retorcían y gritaban, hasta que llegábamos nosotros con la espada para darles muerte o tomarlos prisioneros.

SAN LUIS – Lagunas de Huanacache – Época actual

Juan, que no es Juan, que no es Sosa, busca información para documentar la continuación del exterminio de los pueblos originarios. Recorta la noticia de la muerte en Laguna Blanca, Formosa, Roberto López, Sixto Gómez, Samuel Gancete, Mario López; Daniel Chocobar en Chuschagasta, Tucumán.

Archiva en una carpeta los recortes de los diarios: Roberto, Sixto, Pascuala, Samuel, Petrona, Mario, Daniel son apodos que vinieron en los barcos, son los que portaban los asesinos; nombres y apellidos como Amín y Gómez y Colón y Cortés y Pizarro y Balboa. Venían prendidos en las fauces de los perros carniceros. Son los nombres que llevaban los que violaban a las mujeres y las sometían a tortura y explotación. No son los que sabían poner a sus hijos las madres de los pueblos; son los nombres de los conquistadores.

NOMBRE DE DIOS – 1570

Arribamos a Panamá cuando apenas había asomado el sol. El alboroto era enorme. Muchos nos agrupábamos en la orilla, aburridos, buscando pasar el tiempo, gritando pullas y silbando cuando veíamos pasar las indias casi desnudas, jóvenes de piel morena y pelo bruno, dobladas por el peso de hatos de leña, canastos y otras cosas. Nos miraban de soslayo y se mantenían lejos.

A medida que desembarcábamos se sumaban a la formación los hombres que venían en otras naves. Poco después aparecieron un capitán y un alférez, ambos de a caballo, y nos dividieron de a treinta bajo las órdenes de un cabo. El que nos tocó a los perreros se apellidaba Loiza, pero le decían El Moro. Mientras estábamos alineados, nos fue mirando uno por uno. Se paró frente a mí y alzó las cejas: ¡Soldado perrero Juan García!, grité, como nos habían acostumbrado en el barco.

Hacia la media mañana El Moro mandó romper filas. Señaló unas barracas a la vera de las cuales había una treintena de mujeres y dijo algo que no alancé a escuchar porque se alzó un griterío. Vi que todos salían a la carrera, las tomaban por los brazos y, sin que intentaran ninguna resistencia las arrastraban hasta desaparecer con ellas a través de las puertas. Cuando ya no quedaba más ninguna disponible, al resto de nosotros, no nos quedó otra que formar una fila que reía y gritaba apurando a los de adentro.

El barullo siguió hasta pasado el mediodía, cuando fuimos llamados para la ranchada que si no, no sé cuánto habría durado. Hambre y hembra, cuando abundan, nunca se sabe cuál va primero ni acabar con cuál se quiere más.

La farra continuó el día entero. A medida que la soldadesca iba poniendo pie en tierra la fila se hacía más larga. El Moro se paseaba y reía sacando pecho, orgulloso de aquel recibimiento.

Caminar después de tantos días de mar requería adaptación. Hasta las bestias sufrían lo mismo, como si el cuerpo hubiera quedado acostumbrado al rolido y al dar cada paso uno tuviera que pisar con fuerza, golpeando el suelo, para mantener el equilibrio.

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