Vivencias de los excluidos
Trabajadores migrantes
Según la definición de las Naciones Unidas (1990), los trabajadores migrantes son todos aquellos que realizan o han realizado una actividad remunerada en un Estado que no es el de la propia nacionalidad. Según datos de 2018 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), las estimaciones globales actuales indican que existen 232 millones de migrantes que se ganan la vida trabajando en países que no son originalmente los suyos (esto equivale al 3,1 por ciento de la población mundial). Las mujeres representan casi el 50 por ciento de la totalidad de migrantes. La globalización de la economía produce muchos efectos, algunos lentos, difícilmente medibles en el corto plazo, otros inmediatos, inesperados y de resultados catastróficos. Uno de ellos es la exclusión social por falta de trabajo, que trae aparejadas consecuencias tales como la disgregación familiar, la pobreza, el desarraigo y el padecimiento psíquico.
En ciertos países donde se registra un bajo nivel de producción y una escasa oferta laboral, la exportación de mano de obra barata que brindan los trabajadores migrantes es incentivada por la entrada de divisas que esto genera en su país de origen a través de las remesas de dinero que envían a sus hogares, lo cual contribuye a desarrollar las respectivas economías. En este sentido, Israel es un país receptor de trabajadores migrantes. No hay datos exactos, salvo para los contratados oficialmente, que suelen ser una tercera parte del total de los ingresados. Aquellos trabajadores que llegan con visa de turista y al caducar su validez continúan trabajando representan los otros dos tercios. A estos porcentajes se suman los refugiados africanos que ingresan ilegalmente desde Egipto, escapando de Sudán o de Somalia. Dentro del grupo de los trabajadores que llegan a Israel con un permiso de trabajo, se encuentran las cuidadoras y los cuidadores, que son contratados para la atención de ancianos y discapacitados, y en su gran mayoría provienen de distintos países asiáticos como India, Nepal y Filipinas. Estos contratos se pueden extender hasta un período máximo de siete años, al cabo del cual los trabajadores deben regresar a sus países de origen, aunque algunos permanecen en Israel y pasan a ser indocumentados. Un porcentaje significativo del total de los trabajadores migrantes habría ingresado desde Latinoamérica. El grupo mayoritario provendría de Colombia, aunque también habría trabajadores oriundos de Chile, Bolivia, México, Perú y Ecuador. Generalmente, los sudamericanos llegan en forma independiente, antecedidos por algún familiar, amiga o amigo que ya ha conseguido establecerse, y que se encarga de ofrecer una verdadera transmisión oral, real y virtual de las experiencias y las posibilidades que ofrece el medio israelí en el campo laboral. Las tareas más comunes están relacionadas con el mundo de lo doméstico: limpieza de casas y oficinas, cuidado de niños y ancianos, y en algunos pocos casos, tareas de construcción urbana.
Cabe comentar que, en Israel, existen contratistas que reciben permisos para emplear a un número limitado de trabajadores provenientes del exterior, considerados mano de obra barata. Pero junto con ellos conviven verdaderos traficantes de personas, tanto en los países expulsores como en los receptores de distintos puntos del planeta, que les cobran dinero a los trabajadores migrantes para llevarlos a destino. A ellos se suman quienes llegan como turistas sin un permiso de trabajo ni la documentación legal requerida para desarrollar ese tipo de tarea. La situación de amenaza e inseguridad propia de Medio Oriente, las escaladas sangrientas en el conflicto palestino-israelí, los atentados -varios de los cuales pusieron en situación de alto riesgo a los habitantes de barrios donde suelen vivir y alojarse extranjeros- no intimidan a estos inmigrantes que llegan desde zonas que se encuentran sujetas a una situación de extrema pobreza, violencia e indefensión en sus países de origen. Este alejamiento geográfico implica un cruel distanciamiento afectivo de familiares significativos, tales como hijas e hijos, parejas, madres y padres, así como también de espacios conocidos, rincones apreciados y costumbres del lugar de origen. Viven en un país donde el idioma predominante, el hebreo, presenta serias dificultades en términos de lectura, escritura y expresión oral. En el caso de los adultos, el aprendizaje de la lengua hebrea no se realiza en forma sistematizada. Todo ello con el agravante de sentirse ajenos al país de arribo, confrontados con el sentimiento de pérdida y con sus derivaciones sintomáticas -en algunos casos como consecuencia del desarraigo- y con las dificultades tanto concretas como psíquicas de adaptación al medio.
Mesila es un órgano dependiente de la municipalidad de Tel Aviv dedicado a prestar ayuda social, educacional y sanitaria, cuyos asistentes sociales se ocupan de derivar a psicoterapia a trabajadores y trabajadoras migrantes. También existe un activismo de voluntarios de distintas extracciones sociales y profesionales que ayudan a los trabajadores migrantes por fuera de las instituciones oficiales. Israel es un país de recepción, pero también de violencias complejas y abiertas. Conviven en él culturas de las más diversas extracciones y orígenes, donde las tensiones cotidianas confluyen con las incesantes creaciones culturales, en los distintos ámbitos del acontecer social, y en las construcciones de bienes económicos y sociales. Es desde este intrincado entramado histórico-social que escucho e intento prestarles un servicio psicoterapéutico en mi consultorio a trabajadores temporarios sudamericanos, quienes suelen llegar a consulta a partir de una situación de crisis o desde un sentimiento de insoportabilidad expresado como violencia doméstica, separaciones, problemas de convivencia, repentinos ataques de pánico, crisis de ira, episodios confusionales y depresiones. También he visto a pacientes que presentaban claros cuadros de estrés postraumático producido por la migración. En general, se trata de consultas de orientación o de intervención en crisis dentro de un encuadre focalizado, ya que no resisten tratamientos extensos. Suelen hablar poco y, además del motivo que los trae a la consulta, se halla presente en la mayoría de los consultantes el temor a ser deportados por su estatus de ilegalidad. Es esta una situación temida y, en algunos casos, encubiertamente deseada por la dificultad de elaborar pérdidas y por la nostalgia de las características que revisten los lazos sociales en el país de origen.
En su necesidad de afincarse, suelen tener una amiga, un amigo o un pariente que los asesora y aconseja, y a su vez cada uno es transmisor de experiencias y modalidades. Llegan con la idea de volver a su país. Vienen a salvarse de la pobreza; tienen “objetivos mentalistas”1 para explicar los motivos manifiestos por los cuales se encuentran en el país de arribo y, a la vez, la decepción que les produce vivenciar las contradicciones afectivas de las cuales sus síntomas o sus conflictos interpersonales dan cuenta. Juntan dinero y lo envían a sus allegados. Sueñan con comprarse una casita, un terreno o asegurar el porvenir educativo de sus hijas e hijos cuando se produzca el ansiado regreso. Huyen de la desesperación e intentan buscar una salida digna a sus carencias. Para ello, el dolor de la distancia es mitigado por la fuerza de la ilusión. Algunas veces logran cumplir sus objetivos y, luego de varios años de empeño y trabajo, parten con la suma que les permitirá comprar el terreno o la casa, y de esta manera se incluirán nuevamente en el país de origen. Otras, la ilusión y el proyecto quedan truncos por algún factor inesperado de la realidad cambiante, y los objetivos por los cuales llegaron aquí nunca se cumplirán. Es allí donde irrumpe la crisis y -en el decir colombiano- “el desespero”.
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