Fue reemplazado por Paul Schramm, «un hombre amable, muy inteligente y lleno de ideas, pero algo loco», cuyo influjo resultó todavía más nefasto. Junto a él, el niño fue perdiendo motivación, e incluso llegó a comentarle a su madre sus deseos de renunciar a la beca y regresar a Chillán.
La impronta de Lucrecia León adquiere en esta etapa un nuevo relieve. De la ilusión, su guía pasó al compromiso, aun sin pruebas de que este de verdad justificase el sacrificio familiar.
«Tenemos que preguntarnos: ¿si el niño de Chillán no hubiese tenido la madre que tuvo, la música chilena habría podido gozar del Arrau que todo el mundo aplaudió y que hoy recuerda?», pregunta Juan Orrego Salas. [4] Конец ознакомительного фрагмента. Текст предоставлен ООО «ЛитРес». Прочитайте эту книгу целиком, купив полную легальную версию на ЛитРес. Безопасно оплатить книгу можно банковской картой Visa, MasterCard, Maestro, со счета мобильного телефона, с платежного терминала, в салоне МТС или Связной, через PayPal, WebMoney, Яндекс.Деньги, QIWI Кошелек, бонусными картами или другим удобным Вам способом.
Arrau iba a reconocer más tarde a una mujer «muy inteligente», entregada a la formación de su hijo menor, pero hábil para saber cuándo no presionar su avance: «Ella en realidad comenzó a vivir únicamente desde el momento en que se descubrió mi talento».
Madre e hijo desarrollaron una relación cariñosa, alterada solo en parte por atisbos de rebeldía adolescente alrededor de los 15 años del pianista. Incluso entre los con- tinuos viajes del músico en su adultez, su cercanía se mantuvo como una nutrición importante para ambos por un tiempo extenso: ella iba a morir cuatro semanas antes de cumplir los 100 años.
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Fue Rosita Renard quien le sugirió a doña Lucrecia probar con el profesor que ella tenía en el Conservatorio Stern. La pianista de Santiago había llegado a Berlín también gracias a una pensión del gobierno chileno, que sin embargo no había conseguido renovar. Martin Krause perseveró como su maestro e hizo las gestiones para que la joven pudiera conseguir beca completa en la prestigiosa institución alemana fundada en 1850.
Krause tenía entonces 60 años. Vivía ya establecido en Berlín, tras décadas de clases en Leipzig y Múnich. Tenía fama de severo, y es probable que a esas alturas la dinámica de la docencia le resultase cansadora. Los malos alumnos colmaban su paciencia. A las mujeres jóvenes sin talento les gritaba solo una palabra:
«¡Cásate! ¡Cásate!».
Claudio Arrau había cumplido ya los 10, y extrañaba Chillán desde una ciudad eu- ropea en la que su capacidad no avanzaba como él quería. Sus clases junto a Lütschg y Schramm lo habían desmotivado.
El inicio de las lecciones con Krause, sin embargo, les mostró a los Arrau León que nadie se había dedicado jamás con tanta convicción al niño y que, por lo tanto, podía esperarse una transformación profunda de su entusiasmo por la música, así como de los resultados en su técnica y ejecución. En clases diarias de al menos noventa minutos (sumadas a prácticas de otras siete u ocho horas a solas cada día y en su casa), el menor fue fortaleciendo una interpretación atenta a la melodía, el tono distintivo de cada compositor y el significado amplio que una pieza podía tener por fuera de la partitura.
Claudio con Martin Krause, su maestro mentor, en Berlín. Circa 1914. Fotografía cortesía de ArrauHouse.
Aunque Krause era para entonces uno de los profesores más prestigiados del Conservatorio Stern (el suizo Edwin Fischer y el mexicano Manuel Ponce figuran entre sus alumnos históricos), la relación con Arrau fue excepcional, partiendo porque el chileno y su familia vivían a dos casas de la suya, en la Salzburger Straße. Para el maestro, captar en el pequeño a un prodigio debe haber sido algo inmediato y sin espacio a dudas. A un niño con futuro en el piano es posible reconocerlo más allá de una ejecución puntual: está en cómo ubica sus manos sobre las teclas, en su coordinación motriz, en el modo en que es capaz de relacionar lectura e interpretación. Un menor aficionado a un instrumento no sabe aún de teoría, pero puede mostrar el tamaño de su intuición en cómo reacciona ante la música: sus gestos espontáneos hacia la armonía o la melodía, su entusiasmo.
Todo eso ya estaba en el pequeño pianista recién llegado a Berlín, pivote de apenas un metro de altura para una familia con escasas redes y aún muchas dudas sobre su estadía en Europa. Martin Krause representaba para ellos una guía autorizada en la que confirmar que su aventura tenía, primero, razón de ser; y luego, futuro.
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