Sobre un piano vertical con candelabros adosados, interpretó, entre otras piezas, variaciones de Beethoven y una sonata de Mozart. Sus manos no alcanzaban a cu- brir una octava y los pies le llegaban a los pedales gracias a un implemento especial construido para él con madera y dos varillas. Para vigilar que no perdiera el equilibrio sobre el taburete, su hermana mayor se mantuvo todo el tiempo cerca suyo. También su madre lo acompañó en una interpretación a cuatro manos.
Al final del concierto, en vez de flores el pequeño pianista recibió chocolates.
Nota en Revista Sucesos, 26 de enero 1911, Valparaíso, Chile. Claudio tenía 8 años.
«Este niñito es una esperanza para el arte: vive por y para la música. Si conserva este amor, seguramente llegará a ser una notabilidad musical», auguró la nota que sobre ese concierto publicó el diario El Comercio de Chillán. Se habla allí no de Clau- dio Arrau, sino que de «Claudito».
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«¡Empaquen todo! ¡Vendan todo! ¡Vayan a Santiago! ¡Este niño debe estudiar! ¡Este chico es un fenómeno!».
Fueron al fin los gritos de la tía Clarisa al ver al hijo de su hermana frente a un piano los que determinaron el viaje de la familia a la capital, en 1909. Claudio debía encontrar con urgencia un profesor, se decidió. Ya luego se vería cómo continuar con su formación y encontrar el modo de pagarla.
Antes, como ahora, en Santiago un contacto influyente llevaba al otro. La familia viajó con una carta de recomendación dirigida al escritor Antonio Orrego Barros, hebra gruesa en la trama cultural de la época, y a quien Lucrecia se propuso pre- sentarle las dotes de su hijo. Orrego conoció y escuchó por primera vez al niño en su casa de calle Catedral, y publicó luego un artículo con el título «El Mozart chileno. Claudio Arrau»:
Aquel niño lo reúne todo. Fino, distinguido, buenmozo, de pelo revuelto y ojos pensadores [...], pasa, con la misma naturalidad y agrado, de los dulces al piano que del piano a los dulces [...]. Su ejecución no era lo que más me sor- prendía de él. Me asombraba ese instinto del arte, el que ese niño se abstra- jese encantado con las profundas armonías de Beethoven, colocándolas sobre toda música; en esas armonías que él no podía comprender en su corazón de niño, pues hablan de las grandes pasiones del corazón del hombre, emociones, sentimientos y dolores que en sus cortos años aún no puede sospechar, pero que adivina, siente y comprende con esa clarividencia del arte en los artistas (Selecta, Santiago, 1909).
De tres en tres, Orrego decidió activar audiciones del niño frente a parlamentarios que pudieran colaborar en aprobarle una beca de instrucción. Además, la madre del escritor le comentó de tan precoz talento a su amiga Sara del Campo, esposa del Presidente Pedro Montt, quien entonces les extendió a Claudio Arrau y a su madre una invitación a La Moneda.
El 30 de septiembre de 1909, ese niño de 6 años recién llegado de Chillán y sin clases formales de música hasta entonces tocó piano en la casa de gobierno, frente a parlamentarios, ministros, cuerpo diplomático y artistas. El compositor Enrique Soro iba a escribir después que esa noche había escuchado «a un genio». El ministro Agustín Edwards Mac-Clure, no menos conmovido, le dejó extendida una invitación a su casa. Aquella precoz velada en La Moneda fue crucial para comenzar a activarle a Arrau la anhelada beca de formación.
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Los boletines de sesiones en el Senado de la República del 22 de febrero de 1910 dan cuenta de esta consulta específica en la partida 14 del proyecto de Presupuesto de Instrucción Primaria. En los documentos de archivo figura el ítem «Para la educación musical de Claudio Arrau León $1.200», con la firma de más de treinta diputados.
Palacio de la Moneda, Santiago de Chile, 1909.
«Es un Mozart en ciernes que honrará a la República —defiende uno de los fir- mantes—, de modo que es necesario que hagamos lo posible porque no se pierda un talento tan precoz».
La indicación fue aprobada con la unanimidad de los veintiséis votos requeridos. Se acordó unos días después aumentar la pensión requerida a 1.500 pesos. El monto les permitió a Arrau y a su madre continuar unos meses más en Santiago y pagar las clases particulares del italiano Bindo Paoli.
La idea de viajar al extranjero no vino sino hasta unos meses más tarde; primero en noviembre, gracias a una nueva indicación presentada por el Senado, y luego con un ítem discutido en la Cámara de Diputados «para que el joven Claudio Arrau León perfeccione sus estudios musicales en Europa».
Aunque no de modo unánime esta vez, la ayuda fue aprobada en ambas cámaras y formalizada por un decreto del Ministerio de Instrucción Pública del 29 de marzo de 1911. Un mes antes el niño había celebrado su octavo cumpleaños.
«Chico limpísimo, elegante (niño de casa rica, al parecer), trepa gravemente, mirándolo todo», lo describe una nota del semanario Sucesos que recibió ese año la visita del niño, su hermana y su madre a su redacción en Valparaíso.
La disposición espontánea de un menor de edad no tendría por qué ser motivo de asombro, pero al «niño genio» se le aplaudía su naturalidad como la excepción de quien ya parecía destinado al aplauso internacional. Quienes lo conocieron en su adultez aseguran que a Arrau nunca lo abandonó un espíritu infantil. Había sencillez y transparencia en su trato, contenido siempre por una evidente timidez pero a la vez impulsado por una firme autonomía y cautivadora frescura. Era como si, más que una etapa formativa, esa condición de prodigio hubiese sido esencia de su personalidad.
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Antes de la partida de Claudio Arrau, sus dos hermanos y su madre a Europa —a mediados de 1911, en el carguero Titania, de la compañía alemana Kosmos—, hubo un recital de despedida en su ciudad natal, con piezas de Chopin, Schumann, Mozart, Beethoven y otros compositores.
Si este niño (lo que el destino jamás permita) no se atrasa en su carrera y no lo abandona el numen que ilumina su cabecita, tendrá que abismar al mundo con sus audiciones, y traerá a Chillán un nuevo timbre de lustre que deberá agregarse a lo que ya tiene como cuna de héroes y grandes patriotas (El Comercio, Chillán, 1910).
Por las exigencias familiares que supuso, la salida de Arrau al extranjero fue como entrar a un corredor sin retorno. Doña Lucrecia tenía para entonces 52 años, nunca había viajado fuera de Chile, y la formación profesional de su hijo pasaba desde entonces a ser para ella una ocupación a tiempo completo. Debía, sin embargo, sumar a esa ambición a sus otros dos hijos, Carlos y Quecha. Los cuatro a Berlín sin saber hablar alemán ni inglés, aún sin maestro escogido para las lecciones de Claudio, y con una pensión calculada solo para dos personas.
Mucho a favor, pero no todo. El arribo a Hamburgo y la llegada a la capital alemana —tras una parada en Buenos Aires, donde el niño volvió a deslumbrar con un recital en la Embajada de Chile— era una pisada en la incertidumbre. Una amiga suya en la ciudad le ayudó a Lucrecia a ubicar una casa para arriendo y a un posible profesor de piano. La opción primera por Waldemar Lütschg fue por completo equivocada. Arrau lo recordaría en su adultez como «el profesor más aburrido que se pudiera imaginar; incluso se dormía durante las lecciones». Lo visitó no más de un año.
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