Horacio Serrano - Todo pasa

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Entre 1963 y 1980, Horacio Serrano publicó cerca de mil notas y columnas en el diario El Mercurio. Esta selección rescata los principales ejes temáticos de esos escritos: Chile y los chilenos, el legado cultural clásico, la sabidurí­a oriental, nuestra confusa e incipiente modernización y el mundo de la mujer y los sentimientos. Leer a Horacio Serrano es recuperar parte de nuestro paisaje y es volver a preguntarnos por la identidad chilena. Sus columnas siguen interpelando al lector de hoy, por su originalidad, por su capacidad para juntar los cables de la actualidad con el debate cultural más permanente y los detalles de la vida cotidiana con los dilemas más trascendentes del espí­ritu.

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16 de abril de 1969

Según las estadísticas, la ciudad que tiene el mayor número de locales para tomar té y café es Tokio. Después, París. No solo las estadísticas dicen eso. Lo dice también, abismado, quien vague por un distrito de Tokio, tan pintoresco como Shibuya, por ejemplo. De cada cinco casas −¿viven muñecas adentro?−, seis están transformadas en pequeños negocios, nuevos, limpios, de colores brillantes. Este, por ejemplo, que tiene una entrada con bambú y papier mâché. Parece pintado por De Chirico. No puede tener más de unos meses. Menos, tal vez horas. Se llama Dos Gatos y un Pato. En una tela de algodón, los dos felinos se miran, admirados, mientras un pato observa con actitud irónica. Debe ser una pata.

Dentro hay varias mesitas, cada una pintada en colores diferentes que dan sensación de intimidad. Hay algunas ocupadas. El conjunto es a la vez individual e independiente. Se acerca la dueña. Parece estar suspendida y no pisar el suelo. Escucha con sonrisa triste y alegre al mismo tiempo, privilegio de las japonesas −¿estuvo Goya en Japón? y, ¿cómo entonces?− y se va como ha llegado, sin materializarse, sin ruido.

En una mesa hay una pareja, tal vez estudiantes, sentada ella frente a él. Pasan varios minutos, diez, veinte. Los occidentales siempre se meten en lo que no deben. Media hora. ¿Por qué no hablan? Ni una palabra. Sus manos no se tocan. Una hora. No solo no hablan, tampoco se observan. Ambos tienen la vista baja. Miran hacia adentro. Es una escena de dolor, no hay duda, de dolor aceptado, sin tristeza. ¿Es que a través de una aceptación, callada y resignada, quieren quitarle el dolor al dolor? Delante de ellos, el té. No reparan en él, ni en nada. Están absortos, sin pena. ¿Es que el dolor sin heridas da serenidad, la única serenidad?

¿Por qué se meten los occidentales en aquello que no comprenden?

PARQUE JAPÓN

23 de abril de 1969

Una ley debería obligar a todo candidato a la Presidencia de la República a vivir un año en Japón.

La idea parece irrisoria y como todo lo absurdo −lo absolutamente absurdo−, tiene mucho de verdad. Japón es escuela para Chile, porque posee en grado superlativo las precisas condiciones de las que, también en grado superlativo, aquí se carece.

Para comenzar −homo œconomicus habla primero−, a Japón la naturaleza le negó riquezas. Es esencialmente pobre. Con los ojos muy abiertos, los japoneses han opuesto la pobreza a su pobreza. Han pensado, actuado y vivido como pobres, para ser entonces ricos. Hoy tienen el mayor crecimiento económico del mundo. Han enfrentado su pobreza no con la riqueza, que no existe, como en el caso de Chile, sino con la pobreza. Es decir, han aceptado su escasez, y sobre ella −y bien entendido: sobre ella− han erigido la economía de la abundancia.

Enseguida, el japonés es un trabajador infatigable que ha hecho oficio y profesión del trabajo (¡Chile!). Al hacerlo ha tenido buen cuidado de no destruir su tradición ni sus vínculos familiares, ni su hogar. Si su casa es el castillo del inglés, el hogar siempre sobrio y modesto del japonés, es su gloria. A contrario sensu, el castillo y la gloria del típico empresario chileno están en su oficina, no en su casa ni en su hogar.

Un flojo en Japón es tan exótico como un leproso en Chile.

Complementando este sentido del trabajo, el japonés es esforzado y tenaz en grado superlativo. Nadie ni nada es capaz de desanimarlo. Más que conocimientos, sus escuelas imprimen el imperativo del trabajo y el esfuerzo, formando así la gran condición de ese pueblo: su fe. El japonés no es un razonador, como es el chileno. Tiene en cambio la gran fe de la que el chileno carece.

Chile tiene, pues, mucho que aprender del Japón.

Además, en ese país puede apreciarse, palparse, vivirse, la importancia del arte. Quien no ha estado allá, no sabe el sentido y la fuerza del color y la línea, ni puede valorar las influencias formativas de la literatura. Incidentalmente, el profesional nipón mejor rentado es el escritor y dos de sus periódicos figuran entre los cinco de mayor circulación mundial.

Finalmente −estas líneas deben terminar−, los hombres de Estado no solo no buscan la publicidad, sino que la rehúyen (¡Chile, Chile!). ¿Y hay mujeres más abnegadas que las japonesas?

Un candidato presidencial tendría forzosamente que contagiarse con estas virtudes después de residir un año en ese país maravilloso.

ENCANTOS MATERNALES

29 de abril de 1969

¿Es la frustración del afecto maternal una de las causas de protesta del hippie? ¿Tiene más probabilidades de estabilidad psíquica el hijo de una mujer celebrada por sus encantos que el de una que nunca oyó un piropo?

Es interesante el caso de Winston Churchill. Su madre, Jennie Jerome, hija de un banquero de Wall Street, unía a su belleza una extraordinaria viveza e imaginación. No solo conquistó a su marido, el hijo del duque de Marlborough, sino a la corte inglesa que se había opuesto cerradamente a su matrimonio. No terminó ahí. El propio príncipe de Gales fue su rendido admirador. Dice el biógrafo real que el príncipe “buscaba durante el día la compañía de Jennie y seguramente durante la noche”. Sin embargo, ella dejó que sus hijos crecieran abandonados y se desentendió del cariño de Winston.

Hubo un distanciamiento entre Jennie y su marido que ella atribuyó a otros amores. En realidad, se trataba de una enfermedad de él: la sífilis, entonces incurable, que terminó con su vida a los 50 años. Ella contrajo posteriormente dos nuevos matrimonios y solo vino a ocuparse de Winston cuando este ya estaba en el ejército. Entonces fue por primera vez su madre. El afecto frustrado −que él reconoce en sus memorias− parece haber retemplado el espíritu del futuro estadista, sin que ocurrieran desadaptaciones ni retorcimientos.

Por otra parte, es cierto que las reglas tienen diversas aplicaciones en seres geniales. Aquello que es veneno para unos −como dice el aforismo−, resulta sustancia para otros. Y el veneno que a unos mata, es el temple de otros.

BOCCA DELLA VERITÁ

28 de mayo de 1969

Quien ha ido a Roma y ha dado por ello gracias a Dios, habrá dado aún mayores gracias si en esa ciudad ha visto, de afuera y de adentro, una bellísima miniatura que cumplirá luego 15 siglos: la iglesita de Santa Maria in Cosmedin, cercana al templo de Vesta. En su pórtico hay un objeto grande y pesado que desentona por su falta de fineza. No está ahí por razones estéticas, sino por una leyenda. (¿Es que Roma encanta sus leyendas o son estas las que encantan a Roma?). Es la Bocca de la Veritá, una antigua rueda de mármol con la figura de un tritón.

Durante la Edad Media adquirió fama de instrumento divino que esclarecía la verdad (el detector de mentiras estadounidense accionado por electrónica es una antigualla). Quien inspiraba sospechas, era obligado a meter la mano en esa boca y hacer un juramento. Si mentía, el tritón cercenaba la mano. Si no, no. Los jueces disponían a veces la presencia de un esclavo, que oculto tras el bloque de mármol, ayudaba con su espada a este giudizio di Dio (“juicio de Dios”).

Cuéntase que una bella romana, casada con un viejo avaro y odioso, fue llevada a enfrentarse con el tritón de las fauces abiertas. Una vecina había visto entrar un muchacho por la ventana de su casa, una noche en que el marido estaba ausente. “¡Adulterio!”. Mientras los magistrados y el populacho se agolpaban frente al mascarón de mármol convertido en juez inapelable, y de por sí frío, un apuesto joven se acercó a la acusada, la besó en la mejilla y emprendió la fuga antes de que los guardias pudieran aprehenderlo. Aún no repuesta de la sorpresa, escuchó ella la acusación.

“Juro”, dijo entonces al contestarla, “que nadie, absolutamente nadie, aparte de mi marido y de ese intruso que ustedes vieron, me ha tocado jamás”.

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