José Manuel Aspas - El jardín de la codicia

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Cuando a Vicente Zafra, inspector de policía de Valencia, le asignan la misteriosa muerte de una mujer en el barrio de San Isidro de esta ciudad, no era consciente que su investigación le conduciría a una oscura red de tráfico de personas, donde la vida de la gente no tiene ningún valor y la codicia y el ansia de dinero, lleva a límites insospechados.A riesgo de su vida, irá destapando conexiones criminales que implican al crimen organizado en Brasil y Marruecos. La crueldad de estas mafias quedará de manifiesto al tiempo que va desarrollándose la trama de esta sorprendente historia."Un thriller con un tono trepidante que corta el aliento y que es imposible dejar de leer hasta su sorprendente final."

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—Gracias. Y perdona las prisas.

—Lo entiendo. Tomad. —Les entregó una carpeta—. El informe preliminar. Sólo consta el resultado del examen del piloto trasero.

—Te invitamos a comer —dijo mirando el reloj Arturo.

—Os lo agradezco, pero no puedo. Pero os tomo la palabra y otro día quedamos.

—Hecho —contestó Arturo.

Se despidieron y fueron a recoger su coche. Pasaron por una cafetería y compraron dos bocadillos y dos cervezas. Comerían sobre la marcha en comisaría. Cuando se abrieron las puertas del ascensor en la planta donde tenían lo que llamaban sus despachos, el Comisario se disponía a salir.

—Decidme cosas —les preguntó.

—Léelo. —Le dieron el informe.

Se trataba de un informe de tres folios acompañado de varias fotos que mostraban diferentes tomas del piloto y como encajaba.

—Este informe nos dice que de forma irrefutable, el trocito de piloto encontrado en el escenario del crimen pertenece al vehículo del sospechoso —las palabras las pronunciaba como si se estuviese hablando para sí mismo—. Además, nos declara que nadie ha utilizado su coche.

—Efectivamente. También declara no conocerla, pero ella le llamó a su móvil en una ocasión —Vicente repitió e insistió en lo que todos ya sabían.

—¿Qué más nos ha dicho su coche?

—En el laboratorio intentarán decirnos algo esta tarde. El lunes tendremos el informe completo.

—Voy a reunirme con el fiscal. De momento, el detenido permanece en los calabozos. Solicitaré una orden de registro para su vivienda y su despacho. Las tendréis después de comer para que podáis realizarlos esta tarde. Esperaremos a los resultados de dichos registros y esta tarde decidimos.

—¿Crees que la fiscalía le meterá mano? —preguntó Vicente.

—La fiscalía hará lo que tenga que hacer. De momento, lo que tenemos son pruebas circunstanciales. El fiscal necesitará algo más para procesarle, está recibiendo presiones.

—Me lo imagino.

—El detenido está metido en política. Por lo tanto, intenta ser lo más discreto posible.

—Por mi parte, sin problema. Pero cuando lleguemos esta tarde a su piso o al despacho, la discreción se irá al carajo.

—Lo sé, pero si preguntan, vosotros mutis. Y respecto a las presiones, yo soy vuestro cortafuegos aquí dentro. Por lo tanto, de momento no tienen que afectaros. Pero tenéis que comprender que cada uno se cubre las espaldas como puede.

—Lo sabemos —respondió Arturo.

—La fiscalía necesitará pruebas más consistentes. Hemos situado el vehículo en el lugar del suceso, el día de los hechos y tenemos la llamada que los relaciona. Ahora nuestro trabajo consiste en situar a la joven dentro del coche, argumentar el móvil, localizar el teléfono desde el que se realizó la llamada al móvil de la joven esa noche, intentar localizar el arma y una foto del muy cabrón dándole el golpe, si es posible.

—Lo de la foto estaría bien —comentó con una sonrisa Vicente.

—Pues a trabajar. Esta noche, cuando terminéis, nos reunimos con el fiscal.

—Acabaremos tarde.

—Vosotros terminad. Localizadme algo de lo que os he dicho, dadme un informe rapidito pero por escrito y luego me llamáis. Quince minutos después, el fiscal y yo estaremos esperándoos en mi despacho.

—Te pasaremos las horas extras —comentó Vicente.

—Muy bien —le respondió.

—Y mi mujer me echa de menos —se lastimó Vicente, pensando lo tarde que terminarían, pero entendiendo que la urgencia del caso no permitía que la cosa se demorase más de lo necesario.

—Que se hubiese casado con un oficinista. Tu mujer estará contenta con que hagas horas extras. Tendrá más dinero y menos tiempo que soportarte.

—Vale, cuando tienes razón, la tienes. Pero, ¿y mi compañero? está soltero y tendremos que casarlo.

—Id a trabajar. Esta noche nos vemos.

—Adiós, tirano —le dijo Arturo mientras el Comisario bajaba las escaleras.

Mientras comían, en la propia mesa de trabajo, comentaron el expediente de Mónica recibido desde Comuna. Provenía de familia humilde, estudios primarios, sin ningún problema con la justicia, ni la joven ni tampoco los miembros de su familia. Según sus padres, contactó con venezolanos residentes en España. Con las buenas perspectivas de trabajo que le dieron, un día se decidió. A preguntas de los agentes confirmaron que chateaba por Internet, pero no saben con quién contactó concretamente. Mandaba mensualmente entre trescientos y cuatrocientos euros a su madre por transferencia bancaria. La joven se comunicaba con su familia siempre por teléfono. Llamaba ella, afirmaba encontrarse bien y estar trabajando, primero en un hotel y en este momento en una oficina. Una historia que se repite, una historia gris con un final más triste y trágico de lo habitual.

—Según Inmigración, entró por Barcelona. Tenemos la fecha de entrada al país, número de vuelo y la hoja de aduanas en la que exponía venir de vacaciones y visitar a unos amigos.

—Toda la información que hemos recopilado la he puesto en esta carpeta —le dijo Arturo—. De Hacienda nos informan que solo tienen constancia de una sola cuenta bancaria a nombre de Mónica, abierta unos días antes de entrar a trabajar en la hamburguesería, en la cual le ingresaban las nóminas. Desde esta fecha y mediante este banco se han realizado las transferencias a su madre. Se está comprobando cómo las enviaba anteriormente. Se supone que mediante ingresos en metálico por cualquier oficina o locutorio.

—Entró al país con visado de turista, únicamente podía estar tres meses. No sabemos dónde ha vivido, dónde ha trabajado durante este tiempo, ni cómo ha conseguido dinero para vivir y mandar a su madre. ¿De dónde sacaría la pasta? —se preguntó Vicente.

—Tiene todas la pinta de haber caído en las redes de una mafia. Conoces por Internet a una joven como tú, se gana tu confianza y un día te dice: «vente, yo te ayudo y sin problemas». Se le llena a la joven la cabeza de pajaritos y como todas las pardillas, corren a subirse a un avión. Cuando llegan, se encuentran con la desagradable sorpresa de que quien les espera es un hijo de puta. Dos palizas, la amenaza de siempre, «si acudes a la policía, mato a tu madre y, además, como eres ilegal, te meten en la cárcel». En dos días terminas en un prostíbulo con la promesa de que en tres años tendrás la libertad y la nacionalidad española.

—Tiene toda la pinta de tratarse de eso.

—Las trasladan a un club con las habitaciones en la planta de arriba, y no te enteras de su existencia a no ser que se realice una redada.

— Dime, Arturo. ¿Dice tu bola mágica cómo es posible que una joven que ha pasado ese calvario termine como una joven modosita, sirviendo hamburguesas y liada con un tío rico?

—Somos polis. Eso nos lo deja a nosotros. Mí bola es muy considerada

Cuando los inspectores, acompañados por un equipo de la policía científica llegaron al domicilio de Alberto Poncel, les estaba esperando un abogado del despacho donde trabajaba el detenido. Tras identificarse y enseñarle la preceptiva orden de registro, el abogado les abrió la puerta. Una vez dentro, el equipo de la científica, compuesto por seis agentes, se pusieron guantes y se distribuyeron por las habitaciones y comenzaron a inspeccionar la casa mientras el letrado, con cara de pocos amigos, permanecía en la entrada.

El edificio, de reciente construcción y situado frente a la Ciudad de las Ciencias, se encontraba en una inmejorable zona de la ciudad de Valencia. Los dos inspectores estaban realizando una inspección visual, intentando comprender parte de la personalidad del morador.

Vicente salió del despacho y se dirigió a la entrada, donde el abogado permanecía más tieso que un palo y serio como un muerto.

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