—Bermejo, todo tuyo. —Bermejo entró, comprobó que dentro no tenía cobertura, salió del trastero y las rayitas se encendieron indicándole que volvía a tener el teléfono operativo. Marcó el número de uno de los de su equipo que esperaba arriba y le dio instrucciones de que bajaran al sótano, la puerta de acceso la habían dejado abierta. Al momento aparecieron tres agentes de Bermejo.
Los inspectores y el abogado se retiraron. Bermejo empezó por fotografiar el trastero; sus hombres empezaron de forma meticulosa a sacar cajas a la propia plaza de aparcamiento vacía donde tenían más espacio. Una a una fueron inspeccionándolas y fotografiando lo que sacaban. Una de ellas estaba abierta, sin precinto como se encontraban la mayoría; sacaron un tubo. Cuando se disponían a sacar otro idéntico al primero, intervino Vicente.
—Un momento chicos —todos pararon y lo miraron. Vicente se puso guantes como los del resto, se acercó y lo tomó, lo miró detenidamente y sintió el golpe de adrenalina que tan bien conocía, esa respuesta de su organismo cuando algo crucial sucedía. Mediría unos sesenta centímetros de longitud, con una especie de rosca en sus extremos; no era macizo, pero pesaba lo suyo. Tenía dos rayas longitudinales en toda su extensión, paralelas, una especie de decoración—. ¿Cuantos tubos hay dentro de la caja?
—Seis —contó el agente que estaba inspeccionando esa caja.
—¿A qué cojones pertenecen? —preguntó Vicente—. Llevan una rosca. ¿Para qué sirven?
El agente sacó los seis, después dos maderas envueltas en plástico de burbujas. Abrió el plástico y las desenvolvió mientras otro agente documentaba fotográficamente la operación. Todos permanecían en silencio, atentos a las órdenes de Vicente, intuyendo la importancia de la posible prueba.
—Se unen de dos en dos enroscándose por ambos extremos y unidas a estas dos piezas de madera forman las tres patas de un mueblecito. Yo diría que es una rinconera. La parte de arriba del mueble será esta, es de nácar.
—Documenta bien esos tubos, nos los llevamos al laboratorio. Quiero un análisis en profundidad de ellos, alguno podría ser el arma homicida. —Recordaba la explicación del forense sobre las marcas que presentaba la joven y podían coincidir con las que se apreciaban en estos.
Los metieron en bolsas de prueba, uno a uno.
—Vicente —le llamó desde dentro Bermejo—. Aquí tenemos una cajita con un teléfono móvil y un cargador. El teléfono esta encendido con la batería casi agotada.
—No lo toques, por favor. —«No era posible que tuviesen tanta suerte», se dijo Vicente a sí mismo. Sacó su libreta, buscó un número que tenía anotado mientras Arturo hacia lo mismo.
—Seis, siete, ocho... —Vicente pronunció en voz alta otros tres números más.
—Cero, ocho, tres —finalizó Arturo mientras Vicente los marcaba.
Y el teléfono que acababan de encontrar guardado en el trastero de Alberto Poncel Parraga sonó.
Cuando salían del garaje, Vicente recibió una llamada de los agentes que estaban registrando el despacho.
—Decidme —contestó.
—No hemos encontrado nada reseñable. Se han recogido muestras pero poca cosa. Ha estado presente en todo momento un abogado, y nos ha abierto la caja fuerte. Se ha requisado su agenda, como dijiste.
—¿Has preguntado a la secretaria?
—Sí, tenías razón. Tiene otra agenda idéntica a la del jefe. Lo controla como una esposa celosa. También nos la hemos traído.
—De acuerdo, era lo previsto. Te veo en comisaría.
—¿Qué tal les ha ido? —preguntó Arturo.
—Bien —contestó Vicente.
Cuando los inspectores terminaron el informe sobre el registro de la vivienda de Alberto Poncel, los agentes que habían realizado el registro sobre el despacho les entregaron el suyo y un sobre.
—¿Qué hay en el sobre? —les preguntó.
—Las agendas. Como te he comentado por teléfono, nada importante. En un cajón guardaba un teléfono móvil de prepago. Comprobamos su número y coincide con el segundo que te comentó de que disponía.
—Vale, gracias.
Cuando Vicente y Arturo terminaban de leer el informe sobre el registro del despacho, volvió a sonar el móvil de Vicente. Miró la pantalla, se trataba de la llamada que esperaba.
—Dime Gregorio.
—Hoy ha sido un día muy largo... —Eran casi las nueve—. Pero productivo.
—Eso está bien. ¿Qué puedes decirme?
—Hay muestras recogidas dentro del vehículo, tanto de ADN cómo huellas que pertenecen sin ninguna duda a la joven fallecida. Las dos muestras capilares que encontramos sobre el cadáver de la joven coinciden con el ADN del sospechoso.
—No puedes hacerte una idea de la importancia de conocer esos datos en estos momentos —contestó Vicente—. ¿Cuándo tendré el informe redactado?
—No hemos terminado de procesar todo lo recogido dentro del vehículo. He dado prioridad a pruebas concretas y el resultado es el que te he dicho. Posiblemente terminemos el lunes, dispondremos de los resultados el martes por la mañana y tú tendrás el informe completo el miércoles a primera hora en tu despacho.
—¿Pero podemos situar a la joven dentro del vehículo? —quiso ratificar el inspector.
—Las muestras lo confirman sin ninguna duda.
—¿Y podemos confirmar el ADN del sospechoso en el cuerpo de la víctima?
—Sí.
—En el registro de su domicilio, hemos encontrado en el garaje unos tubos metálicos. Podrían tratarse del arma utilizada.
—Los analizaremos detenidamente.
—Muchas gracias, Gregorio. —Y cortaron la comunicación.
—Por lo que he escuchado, ¿tenemos pruebas de la relación entre ambos? —preguntó Arturo.
—Efectivamente —contestó Vicente con una sonrisa en los labios—. Muestras de ADN y huellas.
—Lo tenemos pillado.
Vicente marcó la extensión del Comisario.
—Dime —contestó inmediatamente.
—Cuando quieras nos vemos.
—Venid a mi despacho.
Les esperaba junto a Córdoba y el fiscal. Tras los saludos pertinentes todos se sentaron alrededor de una mesa redonda de trabajo que ocupaba prácticamente todo el despacho del capitán.
—¿Qué tenemos? —preguntó inmediatamente. Zafra lo conocía muy bien. Sus preguntas siempre eran directas, como si te golpease con un puño. Por ese motivo, no era de extrañar que a los novatos les resultase su actitud un tanto intimidatoria. También tenía algo que ver el metro noventa y dos de estatura, su fuerte constitución, sus facciones duras y el pelo canoso, rapado tipo militar. Se llamaba Galiano Chiva, e independientemente de esa actitud tosca y arrolladora, los que llevaban mucho tiempo trabajando bajo su mando sabían que se trataba de un hombre inteligente, meticuloso y perspicaz. Escuchaba a sus inspectores, creía en la investigación concienzuda y minuciosa, valoraba la iniciativa profesional, siempre que esta fuese con una carga de sentido común, frase que solía repetir con asiduidad, y defendía a sus agentes con todas sus armas. De igual forma castigaba las irresponsabilidades.
Los inspectores sacaron varios documentos y los organizaron en la mesa.
—No quiero extenderme más de lo necesario. De algunas de las cosas que vamos a comentarles ya tienen conocimiento ustedes, sobre todo el Comisario. Pero creo que es importante que realicemos un esbozo general de lo ocurrido y de lo que tenemos —inició la reunión Vicente
—Me parece más que conveniente que empecemos por el principio— dijo el fiscal.
—La joven encontrada el martes por la mañana, asesinada junto a la entrada trasera del Cementerio Municipal de Valencia, se llamaba Mónica Ortega Valdés. Veintiséis años, nacida en Comunas, Venezuela. Entró en España procedente de Caracas en vuelo regular el día dos de noviembre de 2006, con visado de turista. —El Comisario y Córdoba conocían los datos que resumía Vicente; en cambio el fiscal tomaba sus propias notas, independientemente de que los datos ya estuviesen en los informes que les estaba pasando Vicente—. No tenemos constancia de dónde trabajó, ni de dónde vivió durante los primeros veinte meses de su estancia en España. Después de ese periodo de tiempo empezó a trabajar en una hamburguesería aquí en Valencia con contrato temporal, abrió una cuenta bancaria donde le ingresaban la nómina y alquiló una habitación en un piso que compartía con otras dos jóvenes. Por lo que hemos hablado con compañeras de trabajo, las jóvenes que vivían con ella y la relación de llamadas de su número de móvil, deducimos que no tenía una vida muy promiscua. Las compañeras del piso dicen que no se trataba de un problema de timidez, simplemente que no salía. En alguna ocasión solían ir las tres a cenar, pero no era lo habitual. A excepción de cuando recibía una misteriosa llamada, que en ese caso se le iluminaba la cara, se arreglaba y salía.
Читать дальше