Sergio Chejfec - Mis dos mundos

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Mis dos mundos es la historia de varios paseos. Uno es real: la caminata de un extranjero por un parque en el sur de Brasil. Los otros son imaginarios, pero no menos ciertos: recorridos en los que la reflexión sobre el presente se combina con la experiencia del recuerdo.Así, al compás de una prosa que avanza según el ritmo distraído del paso humano, Sergio Chejfec desarrolla una hipnótica divagación sobre naturaleza e historia, sobre individuo e identidad, sobre la problemática poesía inscripta en toda representación.En posesión de uno de los perfiles literarios más consistentes y singulares del momento, en línea con las modalidades radicales de la narrativa contemporánea, Chejfec combina narración, ensayo y registro subjetivo de un modo intrigante, que apunta a preguntarse por el significado de las cosas más que a dar una versión de ellas. Su notable Mis dos mundos supone su desembarco en Chile y la apertura de un camino personal para la literatura.

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La siguiente argumentación puede parecer un poco abstracta, por eso trataré de explayarme rápido. Mi impresión es que durante las caminatas me gana una sensibilidad digital, desplegante. No lo digo con orgullo, sino con contrariedad: es de lo peor que me podía pasar porque afecta mi faceta intuitiva y se impone como una condena. Los puntos o circunstancias donde concentro mi atención toman la forma de enlaces de internet: no solamente se trata de los objetos mismos de observación, en general urbanos, pertenecientes al mundo de la calle o de la vida en general de la ciudad, precisos en sus formatos y discriminados del entorno, también significan la asociación que sugieren, la reminiscencia de lo percibido como relacionado, como parecido o directamente como distinto, o sea, en cualquier aspecto que uno pueda establecer esos vínculos. En las caminatas una imagen me lleva a un recuerdo, o a varios, que a su vez imponen otras evocaciones y pensamientos conectados, muchas veces azarosos, etc., creando en general delirantes ramificaciones temáticas que me desbordan y dejan exhausto. Quiero decir, soy víctima de los primeros tiempos de internet, cuando el recorrido o la navegación a través de la red estaban menos regidos por la fatalidad o la eficacia de los buscadores como lo está hoy, y uno debía derivar entre cosas parecidas, extravagantes o difusamente relacionadas. Hasta que en un punto llegaba el momento del agotamiento del viaje innecesariamente extendido a través de internet con la consiguiente falta de motivación para seguir buceando (en mi caso caminando), y en especial llegaba el momento de la distorsión, o la naturaleza paralela, no sé, cuando advertía que cada cosa se había convertido básicamente en un eslabón y su propia materialidad había pasado a un segundo plano de profundidad relativa, periférica y flotante.

Internet no tiene la culpa, obvio, pero conservo el estigma de haber atravesado esa etapa de vínculos flotantes y disparatados, cuando la navegación parecía un ejercicio de relaciones caprichosas. Al principio representó una metáfora sumamente descriptiva de mi conducta en los paseos urbanos, como los llamo a veces, y de las lucubraciones asociadas mientras camino; y en un segundo momento se produjo un típico caso de deslizamiento, o contaminación, la metáfora dejó de ser descriptiva para apresar su correlato y convertirse en acontecimiento analógico. No estoy en condiciones de saber en qué aspecto mi antigua percepción, preinternet, fue diferente; es probable que lo haya sido en varios. Antes de internet mi sensibilidad urbana se organizaba de otra manera, las primeras impresiones conservaban una identidad de origen y obedecían a su momento específico, digamos, de conformación, estaban acotadas por el paso del tiempo y por nuevas experiencias; todo eso producía una sedimentación, donde cada recuerdo mantenía su relativa autonomía. Pero después de internet ocurrió que el mismo sistema formateó mi sensibilidad, y desde entonces tiende a enlazar los hechos en secuencias de familiaridad, aunque sea forzada y muchas veces disparatada. Esas secuencias de familiaridad resultan en agrupamientos más o menos volátiles, es cierto, que sin embargo tienden a dejar en un segundo plano lo propio de cada impresión, diluyendo por otra parte el espesor de la experiencia.

Entonces aquella tarde, cuando estaba a punto de darme por vencido en el intento de llegar hasta el parque, la idea de atender a la posición relativa de los lugares dentro del plano, y no a su trazado, digamos, literal, resultó afortunadamente inspirada, aunque no podría decir si se debió a mi denostada sensibilidad flotante o a alguna repentina distracción. Di una última mirada general sobre el mapa, lo plegué sin guardarlo –no fuera a ser que lo precisara enseguida–, me despedí mentalmente de esa máquina tumultuosa que era la esquina y me encaminé hacia el parque. Para ello debía seguir bastante recto por una caminería a primera vista escondida, que de a ratos se ocultaba bajo autovías o puentes en general. A un costado había una facultad de medicina, con antiguos edificios de pocos pero elevados pisos, hermanados obviamente con los pabellones del hospital, antes mencionado. Más allá, el sendero se tomaba un descanso para convertirse en una ancha plataforma pavimentada donde cada vez más gente esperaba los autobuses. Había varias concentraciones de viajeros, y evidentemente cada grupo esperaba un bus distinto. En uno de esos claros entre las paradas volví a ver al vendedor ambulante, el del carrito de dos ruedas, que en este caso estaba pidiendo ayuda para bajar la mercancía que antes le había visto subir. El hombre vendía ropas de mujer, por un lado, y pilas y repuestos eléctricos por el otro. Supongo que lo pesado habrán sido las pilas y los repuestos. Así fue como me puse a pensar en los vendedores callejeros...

Ya en la mañana, mi primer pensamiento estuvo dirigido al señor del campo. No sé por qué caminos del sueño lo tuve presente durante la noche, pero recuerdo que apenas advertí que estaba a punto de despertar y dar así por comenzada la jornada, en un estado de semivigilia parecido al del semisueño, ambos muy habituales en mí, recordé al señor temeroso de la oscuridad. Yo no sabía si ya era de día, pero me dije que si todavía era de noche, y si yo fuera aquel personaje, en ese momento debía sentir miedo. El siguiente paso fue suponer que el reportaje había equivocado la palabra. Miedo, o temor, términos que por lo general es bueno matizar ya que pueden significar varias cosas. A lo mejor se referían a un tipo de prevención, como cuando uno dice «temo que llueva, me da miedo que llueva», mientras que el miedo también puede ser algo más primario e incontrolable.

Cuando abrí la cortina del cuarto encontré el comienzo de una mañana espléndida y primaveral. Al pie de la ventana se veía, enfrente de la calle, un edificio en construcción, y por encima de él, ya que el terreno subía hacia esa dirección, podía verse, a través de una hilera de árboles frondosos y separados, la cúpula y las agujas neoclásicas de algo que parecía ser la catedral. Encendí el televisor para escuchar mientras me preparaba. Una voz para mí diferente recitaba los precios de las semillas y decía que enseguida vendrían los granos. Recordé la noche anterior, en la Feria del Libro, cuando, cada vez que me acercaba al stand de la sociedad histórica local, veía títulos de temas camperos que lógicamente me recordaban la cultura argentina en su vertiente rural, pampeana, escolar, no sé cómo llamarla. Por lo demás, quería tomar el café cuanto antes para lanzarme a las calles; entonces terminé de ordenar mis cosas y me metí en el baño.

En cierta ocasión, estaba en la zona céntrica de otra ciudad y vi cómo robaron a un vendedor callejero. Supongo que acababa de llegar o planeaba irse, en cualquier caso se inclinaba sobre unas cajas de cartón de espaldas a su puesto de venta. Un caminante advirtió el descuido, se acercó a la tarima y se llevó una bolsa con bufandas o pashminas, como se las llama. Eso me hizo pensar que los momentos de mayor exposición, o directamente de debilidad, de los vendedores callejeros es cuando instalan o guardan sus cosas. La calle estaba muy concurrida, gente por todos lados; y no obstante fui el único que advirtió lo ocurrido. Hasta el mismo afectado, al darse vuelta, siguió ordenando sus cosas como si nada. Por un momento intuyó que algo raro ocurría, porque la organización física de su mostrador ahora era distinta, faltaban cosas, aunque probablemente tampoco podía estar seguro. Esto me tentó a decirle que acababa de ser robado, pero desistí porque no podría justificar mi demora en ponerlo sobre aviso. Entonces miré hacia atrás, como siempre hago, y sobre la masa de caminantes vi a una cuadra de distancia a la persona que se había llevado la bolsa, un hombre bastante alto que caminaba calle abajo y cada tanto desviaba la vista hacia el costado para ver si no había peligro detrás de él.

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