Sergio Chejfec - Mis dos mundos

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Mis dos mundos es la historia de varios paseos. Uno es real: la caminata de un extranjero por un parque en el sur de Brasil. Los otros son imaginarios, pero no menos ciertos: recorridos en los que la reflexión sobre el presente se combina con la experiencia del recuerdo.Así, al compás de una prosa que avanza según el ritmo distraído del paso humano, Sergio Chejfec desarrolla una hipnótica divagación sobre naturaleza e historia, sobre individuo e identidad, sobre la problemática poesía inscripta en toda representación.En posesión de uno de los perfiles literarios más consistentes y singulares del momento, en línea con las modalidades radicales de la narrativa contemporánea, Chejfec combina narración, ensayo y registro subjetivo de un modo intrigante, que apunta a preguntarse por el significado de las cosas más que a dar una versión de ellas. Su notable Mis dos mundos supone su desembarco en Chile y la apertura de un camino personal para la literatura.

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Pensé que lo único que sostenía el mapa sobre la cama y frente a mí era la gran mancha verde, como la llamé. El parque absoluto que absorbía la presencia de la ciudad y radiaba energía a través de las calles que terminaban en él. Estuve contemplándolo un rato queriendo extraer alguna noción valiosa, una especie de viaje por adelantado, y en un momento de máxima concentración, al ver el pequeño 9 de color negro dibujado en el corazón del parque, de un tamaño similar al resto de las referencias, ese tamaño convencional para referirse a la justificación última de la ciudad y su principal sostenedor, me pareció de una suprema injusticia, que sin embargo tenía en mí un efecto paradójico, en todo caso inverso al buscado, porque reafirmaba mi decisión de visitarlo al día siguiente, después de un previsible o más bien obligado recorrido por el centro y sus aledaños que también pensaba encarar.

De manera entonces que mis días son escenificaciones de vagabundo sin apremios; la vida regalada que transcurre en la calle como el dandy asomado a un mundo ajeno, donde sin embargo no encuentra la evasión esperada. Quizás esto se relacione con el paso del tiempo, a cuyos efectos todos sucumbimos –aunque por supuesto de diferente modo–. Toda tarea es acumulativa; y si al cabo de caminar de arriba abajo por las calles durante muchos años uno padece de cierto cansancio, es lógico suponer que la causa está en el tiempo más que en la costumbre. Hora tras hora como un autómata, mañana y tarde, como un asocial. Recibía atontado la caída del sol, a merced de una especie de hipnosis bajo cuyo efecto cualquier cosa me producía curiosidad y desinterés al mismo tiempo. Se me activaba un deseo de conocer y en el mismo trance me sumergía en la desidia más negligente. Me distraía cualquier detalle, aunque en general por contados segundos: las luces de los comercios, los modelos de los autos y las formas de los autobuses. Cualquier cosa menos la gente, porque mi inercia de caminante programado me impedía fijar la vista en nadie.

Si me pongo a pensar, mi evolución de caminante contemporáneo, entre curioso e incrédulo, que siempre quise ser, derivó hacia mi actual condición de caminante defraudado y por momentos furioso a través de un largo proceso que se arrastra desde hace varios años. Todo comenzó cuando, sin advertirlo en ese momento, me puse a buscar en el paisaje urbano rastros generales del pasado. Fue una debilidad tremenda e irreparable, a la que terminé sucumbiendo. Es posible que hayan influido las ciudades europeas, a través de las cuales caminé bastante durante una larga época. Como se sabe, todas se caracterizan por venerar la historia, o la herencia, y celebran su escenografía de presente dichoso y abundante como extensión de un pasado supuestamente vivo y que de este modo se demuestra benigno. Me dejé llevar por ese lugar común de antigüedades bien mantenidas y ruinas vigentes, y de entonces me habrá quedado algún tipo de sensibilidad condicionada, no sé, para buscar en cada sitio por donde camino las huellas de días olvidados, cuando es evidente que casi nunca vale la pena encontrarlas. Porque aparte, fuera de las ciudades europeas esas huellas son otras, no están presentes como tales o tienen otro rango, o directamente no hay apogeo alguno que celebrar. En cualquier caso me desacostumbré, esa fue la elusiva enseñanza europea que aprendí, y quizá por eso persigo ahora cosas que no encuentro y que básicamente no aparecen, o no existen; y que cuando encuentro no me satisfacen porque no creo en ellas. Mis paseos se han convertido de esta manera en ceremonias tortuosas, asumidas con el empuje de la indiferencia derivada de años y años de actuar del mismo modo.

Es así como casi todo me lleva a abandonar las caminatas: tanto lo que busco, ahora inhallable, como lo que encuentro, casi nada. Y sin embargo me sostiene un deseo imperioso y contradictorio; no puedo abdicar y dejar de lanzarme a caminar por las calles. Cuando llego a un sitio el primer sentimiento en activarse es la curiosidad: suena un poco vitalista y probablemente ingenuo, pero ansío conocer la vida, los usos nativos, quiero sumergirme en la idiosincrasia y empaparme de hábito local. Una lectura para descubrir, o una historia para vivir. Pero en mi afán mimético hay siempre un punto demasiado cercano que, encima, encuentro cada vez más pronto, después de no muchas cuadras de haber iniciado la caminata; es el referido cansancio, la distracción, algo que intento denominar «la zozobra del caminante», una mezcla de rabia y vacío, de sed y rechazo. A partir de ese punto actúo a la manera de un zombi: veo a la gente como si no viera, lo mismo si se trata de las fachadas de los edificios y de la profundidad de calles o avenidas. Soy capaz de apreciar ciertos detalles, reconocer ejemplos valiosos de décadas o centurias pasadas, por lo general ambiguos y ya bastante estropeados aunque se mantengan en condiciones, un montón de paisajes urbanos, tics y formas sociales que despiertan mi curiosidad y son únicas, etc. Pero como si terminara consumido por la ciega tracción de mi marcha automática, que sólo busca devorar la superficie hasta que caiga la tarde, olvido inmediatamente todo lo que acabo de ver y de registrar, o más bien lo arrojo a un rincón desordenado de la memoria, donde todo se amontona sin jerarquía ni organización.

Así, soy capaz de retener esquinas, escenas, episodios, células en general de realidad, pero no puedo asignarles una secuencia y mucho menos algún contexto asequible, ninguna referencia. Aquello observado dos cuadras atrás está en el mismo nivel de cualquier cosa vista ayer, por ejemplo, o hace varios meses. No obstante sigo caminando empujado, más bien remolcado, por la sensación de ambigüedad, la referida zozobra. Acaso la experiencia propiamente dicha no sea otra cosa; quiero decir, de tanto caminar se me ha reducido la capacidad de admiración o sorpresa: la primera cuadra de cualquier ciudad activa un mecanismo de reminiscencia y de comparación que socava la ilusión o la confianza supuestamente depositada en el conjunto observado. Las cosas dejan de ser únicas y se manifiestan como eslabones.

En el televisor comenzaba un programa de entrevistas a personas conocidas del medio rural, donde podían hablar de sus comienzos, de las familias o de las costumbres del ayer, como decían en la presentación. En ese momento creí llegada la hora de prepararme para acostarme y dormir. Fui hasta el baño, donde me impresionó de nuevo la luz impecable del interior, como un quirófano sin sombra. Al salir del baño hablaba un señor por cuya modulación supuse mayor. Decía que pese a haber pasado toda su vida en el campo, nunca se había librado del temor a la oscuridad, y que desde la infancia concebía las labores del día –no sólo las propias, sino las de todo el mundo– como un intento de evadir o aplazar la llegada de la noche. Al hombre se lo reconocía por sus dotes de conversador, dijo con tono enjundioso la periodista. Sin embargo, no supe distinguir si más que una invitación a seguir hablando era un elogio. El señor temeroso se mantuvo en silencio tratando de responder; eso pensé en un principio, pero cuando pasaron varios minutos sin que volviera a hablar, me dije que a lo mejor la transmisión había terminado de golpe. Mientras tanto tuve tiempo de volver al baño, salir, plegar el mapa, guardarlo en el morral, meterme en la cama y apagar la luz. Mi último acto físico, por lo menos que recuerde, fue apagar el televisor con el control remoto, por si el sonido regresaba.

Mientras escuchaba el pesado y rumoroso silencio de la noche que subía desde la calle, me puse a pensar obviamente en el paseo del día siguiente. Por un lado estaba entusiasmado con la idea de conocer lo desconocido; pero también, como di a entender más arriba, me sentía con derecho a sentirme defraudado por anticipado. Pensé en el señor reporteado y su miedo, que no había podido vencer pese a la vida transcurrida en el campo, donde, como se sabe, uno convive con la oscuridad más neta y cargada de amenazas, de manera que había estado permanentemente expuesto a múltiples trances, y por ello mismo debía haber pasado por infinitas oportunidades de superarlo. Las últimas ideas que recuerdo estuvieron dedicadas al día siguiente y al recorrido previsto. Tenía la ilusión del día perfecto, quizá debido a ello no quería fabricarme ninguna imagen de la ciudad por adelantado; sin embargo, algo también me trabajaba en sentido contrario, me iba naciendo una decepción evidente y muy difícil de contrarrestar, y se debía a la única pero constante certeza que podía tener, a saber, que mi moral de caminante estaba un tanto maltrecha desde bastante tiempo atrás.

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