Guillermo Fernández - El ojo del mundo
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—Debo tener cautela. Si me aprueban la entrevista le haré unas preguntas a Carter que nadie ha pensado. Digamos que yo no gané este Pulitzer y que nunca ganaré uno. Pero puedo ser peligroso, también.
—Ahora sí no te comprendo. ¿Qué quieres decir?
—Solo hace unos días que Carter ganó el Pulitzer y ya la gente lo está culpando de no haber hecho nada por el niño desnutrido. Todo el mundo está mirando en esa dirección. Yo veo en otra y no te diré nada por el momento. Lo leerás en un artículo si logro ir a Sudáfrica.
—No sabía que la gente está culpando a Carter por eso, Henry. Creí que era solo un fotógrafo que hacía su trabajo.
—Para nada, Sharon, tú eres racional, fría, inteligente, pero el mundo no es así. El mundo en masa es una tribuna de inquisidores.
—Ahora que lo dices… –Hubo un silencio. Sharon me miró con un visaje de sorpresa–. Es inevitable que la gente piense de esa manera. No había pensado en el alma de Carter. No hay nada más cómodo que juzgar, Henry. ¿Qué es lo diferente que has visto?
—Como te dije –le expliqué como si ahora fuera el tipo más interesante de Nueva York–, no puedo revelártelo en este momento. ¿Qué pasaría si le dijeras a alguien de tu trabajo lo que voy a preguntarle al fotógrafo y ese alguien se lo lleva a la competencia?
—Estás paranoico.
—Ni mi jefe lo sabe. Nadie en este mundo. Es algo que descubrí solo esa noche que llegué de tomarme unos tragos con Wilson.
Nos fuimos a caminar luego por un parque cercano y allí buscamos una banca para sentarnos bajo un manzano silvestre. Me gustaba saber que por ahora Sharon no sabía un secreto de mí, aunque fuera un secreto profesional. Ella solo habló de su trabajo y de una próxima exposición de pintura en la que le gustaría verme, aunque la noté finalmente mortificada. No se refirió más a la fotografía. Solo repuso que me estaba tomando algunas cosas demasiado a pecho y que me había encontrado muy obsesivo. ¿Qué sabía ella de obsesiones? ¿Acaso era también psiquiatra? Bajo la sombra del manzano, le dije finalmente que la veía más hermosa que nunca y ella guardó silencio. No quería hablar de amor, que empieza tal vez con la frase, “eres hermosa”, o cualquier otra de ese tipo. Supuse que había llegado una de las últimas oportunidades y que se había ido de mí gateando silenciosamente.
En la tarde me dirigí a proseguir mi entrevista al doctor Rudolf, el botánico que me facilitaba la información sobre la flora en peligro de la ciudad de Nueva York. El doctor Rudolf me atendió en su oficina de la universidad donde daba clases. Era ya un hombre viejo y quisquilloso que decía ser vegano. Yo por ese tiempo odiaba a los veganos. Creía que trataban de demostrarle al mundo que eran superiores, como los individuos de cualquier secta. Me esperaba puntual mientras leía una revista. Al verme asomarme por la puerta me invitó a sentarme frente a su escritorio. Era la segunda reunión que teníamos. La materia de nuestra entrevista era tan amplia que no podía resumirse en una sola.
Me preguntó dónde habíamos quedado y le comenté que había iniciado con una exploración de la vegetación nativa para luego centrarse en los cambios que trajeron los colonizadores. Fue como abrir un grifo. Puse mi grabadora sobre su escritorio y lo dejé hablar mientras se miraba el reloj. Como el asunto me era absolutamente ajeno no podía intervenir salvo para comentar detalles sin importancia que el viejo asumía como contratiempo.
Le había perdido empeño al artículo y ahora solo tenía fuerzas para pensar en la posibilidad de ir a Sudáfrica. Pensé, desde luego, en los accionistas del New York Chronicle, unos empresarios muy tradicionales que habían decidido fundar un periódico que expusiera los problemas de la localidad: para ellos el mundo entero. ¿Comprenderían algo más? Siempre estas notas predecibles e investigaciones que consumían el tiempo y que seguirían siendo correctas en todo sentido. Nunca un gesto provocador. Y sin provocar al destino, se la pasa bien, solamente.
Soñé por un momento haber sido Kevin Carter y me gustó la idea. Siempre había considerado que estaba llamado a ser un fotógrafo inspirado capaz de reflejar una metáfora de nuestro tiempo, una metáfora que hablara más que mil libros. El hombre había estado solo en el lugar adecuado. Pero también había tenido que ser un gran profesional para captar el suceso. No solo se necesitaba estar en el lugar adecuado. ¿Cómo era posible que hubiera podido lograr esa foto?
Consideré por un momento los detalles de la oficina del botánico. Vi orden y limpieza. Esqueletos de hojas y flores endémicas se mostraban en dos o tres vitrinas que había colgado de las paredes como ornamento a su autoridad. Ni con toda la sabiduría iba a obstaculizar que Nueva York siguiera oliendo a estrés y a polución. Algún día moriría la última flor, custodiada por mil botánicos. ¿No era eso cierto?
Era un poco tarde cuando llegué al periódico. Me senté en mi cubículo y empecé a escuchar la entrevista para ir transcribiendo los datos valiosos. Sentí que me tocaban el hombro con una palma fría. Me volteé. Era Giotto. Me hizo el gesto de que lo siguiera a su despacho. Cuando entramos cerró la puerta y me dijo que me sentara.
—No sé cómo sucedió pero aprobaron tu proyecto.
Al oír la noticia sentí una extraña tensión que seguiría creciendo con los días. Me atenazó las venas.
—Tenía mis dudas.
—Yo también. Fue muy rara la sesión. Les dije que tenías una buena idea para publicar una entrevista del último ganador del Pulitzer en fotografía. Ellos ya habían visto la foto. Tenían muchas interrogantes. Esperan que hagas un buen trabajo y te dejan completa libertad. Creen que les planteas un reto moderno. Tal vez quieren también otro tipo de noticias. Es lógico. Todo cambia.
—¿Y cuándo me puedo ir?
—Pasado mañana. Vas en vuelo directo a Johannesburgo. Tienes quince días para lograr la entrevista. Puedes concertar la cita desde ahora mismo. Busca a Carter. Entiendo que por lo de la foto ha estado asediado por periodistas que le cuestionan solo su actitud moral. Me vale un rábano la moral de Carter. Necesitamos algo más que interese al lector.
—Yo sé lo que debo preguntarle. No se me escapará.
—Vi una entrevista torpe de una de periodista que le acusa de haber dejado al niño abandonado.
—La vi también.
—Debes traernos algo diferente. Todos le apuntan con un revólver ético a Carter. No seas uno más. Queremos saber…
—Sí, yo sé lo que queremos saber… Es toda la vida esperando una foto como esa y entrenándote para lograr algo así… Y de pronto tienes esa oportunidad de oro, que también es una… Bueno… No lo diré… No quiero adelantarme.
—No nos pongamos enigmáticos. No eres el profeta de Carter, Henry. Solo un periodista. Trata de dormir mejor. No me gustan tus ojeras.
IV
Me mantuve nervioso antes de partir de Nueva York. Me reconocía a las puertas de un hecho desconocido, como bien pudo sentirse Neil Armstrong cuando estaba a punto de descender del Apolo 11. Digamos que todos tenemos el derecho de vivir esos episodios trascendentales y que solo por ellos hemos esperado toda la vida. Una vez que pasan, todo se reduce a lucubrar infinitas posibilidades en torno a lo que sucedió.
Para otros lo que yo buscaba bien podría provocar risa o tedio. ¿Pero qué me importaban los otros? ¿Tienen los otros algo sabio y distinto qué ofrecer? No.
Caminé a la salida del trabajo y me topé con una noche atareada en esa parte de la ciudad. Hacía bastante frío y me había percatado de llevar abrigo y guantes. Pasé a comprar un panini en un negocio llamado Serafina, y me fui a buscar una banca en un pequeño parque que se resistía entre las moles de edificios de apartamentos. Había un árbol de cerezos a punto de reventar en flores. Los negocios se preparaban para el aumento de turistas en esa época del año cuyas distracciones parecen infinitas. Comí el panini sabiendo que tenía varios días de medio comer. Lo degusté como si ya mereciera comer algo con más reposo.
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