Guillermo Fernández - El ojo del mundo

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Año 1994. Henry Brawn, periodista fotógrafo de un medio de Nueva York, mira una noticia sobre el Pulitzer otorgado al sudafricano Kevin Carter por una foto aparecida en el New York Times.El periodista se obsesiona con la fotografía; tal vez es la más impactante de la historia: no existe otro Pulitzer similar.

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Cuando llegué a la cafetería, ella ya se había pedido una dona y un café. Me sonrió al verme, como si recordara también la primera vez que habíamos hablado del autor neoyorquino y que por esa razón nos habíamos envuelto en una relación zigzagueante, ardorosa y conflictiva. Sin embargo, habíamos pasado tal vez los mejores momentos de nuestras vidas mientras caminábamos por un parque o cuando íbamos al cine a ver una película. El recuerdo de su piel y su lascivia aún me emocionaba. Trataba de no pensar en lo más íntimo que había entre los dos porque me podía invadir la lujuria como un asaltante: al ducharme con la mente en blanco o cuando redactaba un reportaje. Y no hay nada que crezca más y nos fascine más que la lujuria en la ausencia.

Nos besamos en la boca, como si no tuviéramos tres meses de no vernos. Fui a pedir lo mismo que ella a la dependiente, una jovencita vestida con un uniforme vistoso, sombrero en forma de dona y guantes. Ya en la mesa, empezamos a hablar de cualquier cosa. Por ejemplo, le pregunté si organizaba alguna nueva exposición y se ladeó un mechón de su cabello castaño hacia un lado.

—Sí, una exposición de un autor moderno que debo tragármelo si quiero seguir viviendo de esto. Yo creí que el arte moderno era una moda, pero veo que ya es toda una institución. Aparte de eso, debo mostrar consentimiento a mis jefes, y que ellos mismos me declaraban no hace mucho que ya estaban hartos de la mierda que se estaba pasando por arte. Ni modo. Hay que sobrevivir. Y yo soy una máquina cuando tengo que serlo. Es lo que he aprendido.

—Yo no sé nada de arte moderno. Por ejemplo, creo que el Bosco es el único pintor moderno y que sigue estando allí para recordarnos que ya lo dijo todo.

—Sí, bonita idea, Henry. Pero esto es una industria. Hablando de cómo te veo hoy, te comento algo: ¿de qué son esas ojeras?

—No he dormido bien en los últimos días. Tengo un gran proyecto en manos y necesito que me lo aprueben en el periódico.

—¿Un proyecto para que ganes el Pulitzer?

Detestaba que Sharon conociera que me hubiera encantado ganar un Pulitzer, pero haciendo reportajes sobre la flora de Nueva York o incluso sobre Greta Garbo, nunca lo iba a obtener.

—Nunca te he dicho que quiero un Pulitzer. Ya sabes cómo son los premios. Esta dona está demasiado dulce.

—Así son las donas.

—Pero es muy dulce, Sharon. Hubiera pedido un sándwich de pavo con pepinillo. Aquí los hacen especiales.

—Siempre te vi esa ambición en los ojos, Henry. No eres periodista o fotógrafo para pasar inadvertido. ¿Y cuántos fotógrafos y periodistas habrá en el mundo? Miles, cientos de miles. ¿Y cómo murió Francesca Woodman? ¿Sabes que la conocí un día en una exhibición de mi galería? Llegó con un atajo de fotos que vi por encima y le dije que nosotros no exhibíamos fotos.

—Sí, me habías comentado la historia. Voy a pedir más café. Un café expreso.

Me levanté un momento para pedir un café expreso y vi a través de las ventanas. El día estaba nublado. Había un mendigo parado en una esquina viendo hacia el cielo. Pasó velozmente una patrulla. Regresé a la mesa con el expreso y quedé en silencio.

—¿Viste la última fotografía ganadora del Pulitzer? –me preguntó Sharon al verme con la mirada algo perdida. Supe de nuevo que me había leído la mente.

—Sí, en realidad, no sé qué decirte. Es como el arte moderno.

—Es una gran foto –dijo ella. Al oírla tragué grueso. Bebí un poco de café y lo sentí bastante amargo. Olvidé que no le había puesto azúcar, aunque fuera de mala educación pervertir un expreso.

—¿Te parece? –le dije con una vocecita muy fina que me salió por los labios.

—No sé, impactante. Tú sabes que no soy una pura sensibilidad social. Soy una neoyorquina clásica, sin mucha paciencia para los sentimientos, práctica como un cuchillo de cortar carne y amante del confort. Incluso sabes que soy buena lectora.

—Sí.

—Pero esa fotografía me estremeció. Afecta.

—Sí, afecta.

—¿Vas a repetir todo lo que digo?

—Me gustan otras fotos, qué te puedo decir. Esas de mucha tristeza para qué.

—No me digas…

Me miró con fijeza.

—Es la verdad.

—Creo que es la foto que esperabas tomar siempre, Henry. A veces se nos adelantan.

Escuché su risa. Vi a través de las ventanas como buscando algo de protección. Sentí miedo. Sentí que a Sharon siempre le había tenido miedo.

—Tal vez –canté mordiendo la dona. Mastiqué lentamente sin experimentar ningún sabor.

—A mí no me puedes engañar –me dijo tomándose un poco de refresco del vaso de cartón. Oírla decir una de sus frases preferidas para desbancarme me confirmó que había sido un grave error haberla visto de nuevo. Pensé por un instante que debajo de esa ropa de ejecutiva estaba la piel clara y sedosa que había deseado y que por una extraña razón me parecía ya inalcanzable.

—Es inalcanzable –dije sin pensar.

—¿Qué es inalcanzable? –me preguntó mirando el reloj. Supe que por ahora no estaba interesada en nada más que hablar banalidades. La pasión era lo que menos tenía en su mente.

—Para algunos el éxito es inalcanzable –respondí tratando de sortear la frase que había dicho sin proponérmelo.

—Todo se reduce a si tienes las estrellas o no las tienes.

—Estar en el sitio adecuado, qué sé yo… ¿Adónde voy a llegar escribiendo artículos sobre la flora en peligro de Nueva York?

—¿En eso trabajas?

—Sí.

—Me parece un tema interesante. No todo es sangre en las calles en esta vida ni buitres.

—Es lo que pensé, Sharon, desde que ingresé al periodismo. Mira, te veo hermosa. He pensado todo el tiempo en lo bueno que fue encontrarnos como ahora y…

Una mujer que llevaba una bandeja me golpeó la nuca y me lanzó una mirada de reproche. Tenía una cara larga y verduzca de las que se ven en Nueva York más veces de la cuenta.

—Trata de dormir y comer bien, Henry. Tal vez escribir sobre la fauna de Nueva York no sea tu fuerte. Siempre te he dicho que puedes desarrollarte más. ¿No has pensado en escribir una novela? ¿No nos conocimos aquí mismo mientras hablábamos de literatura y me decías que siempre habías intentado escribir una historia policiaca o algo así?

Quería que habláramos de lo que había entre los dos, si es que todavía quedaba una pizca de hollín, pero sé que no era el día propicio. Las confabulaciones existen. Los contratiempos son demasiado evidentes. Miré de lado que la mujer de cara larga y verduzca se había sentado a comerse una pequeña dona mientras endulzaba un café. Supe que deseaba acostarme con Sharon en ese instante sin tanto protocolo y que todo estaba en contra.

—Tienes razón –le dije–. Tengo tiempo, ahora que lo dices, de que no abro un libro. Me he abandonado un poco.

—¿Hay alguna mujer? –me preguntó ella con un tono clínico.

—Ninguna. Es un hecho que me ha costado sustituirte.

Ella sonrió. Hincar el diente en el tema azaroso del sexo me pareció fuera de lugar y le dije que le quería hacer una entrevista a Kevin Carter. Necesitaba confiarle mi aspiración a alguien que no fuera del periódico. Ella lo comprendería.

—¿Conque eso era? ¡Mentiste al fingir no estar interesado! ¿Irás a Sudáfrica? –me preguntó con un gesto de incredulidad.

—Espero que sí. Puedo lograr algo definitivamente bueno para el New York Chronicle.

—¿Sobre qué podría versar la entrevista? –acometió ella.

—Es un secreto.

Me encantó poder hablar de que tenía un secreto a Sharon. Ella lo sabía todo. Pero mi secreto no.

—No seas tan infantil –rio limpiándose la boca con una servilleta. Esos labios finos que limpiaba me atrajeron.

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