Guillermo Fernández - El ojo del mundo
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Miré a un hombre mayor salir de una tienda de antigüedades junto a un cliente que le señalaba un extraño objeto en la ventana. Supuse, solo por prejuicio, que sería algo así como un viejo reloj de péndulo o una bailarina de mirada fantasiosa esculpida en madera como base de una lámpara del siglo XIX. Había un árbol desmadejado gingko biloba que tapaba un poco la entrada. Debido a mi relación con el botánico mi cultura sobre flora había aumentado, podía reconocer algunas especies de árboles en el centro la ciudad, olmos chinos, acacias, un sinfín de árboles.
Reconocí en ese distante viejo, oriundo de quién sabe qué país, una actividad que de pronto comencé a envidiar, sin razón alguna. Me gustaron sus movimientos lentísimos, como un gato indolente que se pasea por la vida con más distancia que presencia. Era ligeramente encorvado. Llevaba unos lentes que se ajustaba con parsimonia. Era el súmmum de la parsimonia. El cliente era un hombre bajo de estatura que vestía un abrigo negro de piel. Llevaba una barba corta pelirroja. Señalaba al anticuario con el dedo índice y se reía. Creo que le estaba pidiendo una rebaja.
Quise ser ese viejo, sin proponérmelo, y atender su tienda que parecía un local imperceptible. Soñé por unos minutos tener su calma para mantenerme en ese espacio diminuto con sus objetos, aunque solo pasara el tiempo debatiendo un precio ridículo con un cliente más loco que una cabra. No en balde pensé en sus costumbres y las imaginé simples. Tal vez leía alguna novela de vez en cuando o veía algún partido de béisbol sin tomárselo muy a pecho. Era obvio que bebiera un té y que comiera solo galletas macrobióticas. No creo que tuviera muchos parientes. Tan solo una hija que vivía en otro estado. Vivía solo. Al fondo de la tienda. Y había ordenado sus recuerdos en cajas chinas, de modo que no lo solían asustar. Me gustó también la luz interna de la tienda, quizás proveniente de un candelabro que apenas resplandecía para otorgarle a las cosas el brillo solo necesario.
Antes de entrar con su cliente al local, el viejo se volteó y me miró con intriga. Pensé que tenía un sexto sentido y que percibía cualquier mirada indiscreta. En ese lapso, tal vez sintió miedo, miedo de mí, de la envidia que me provocaba su mundo extraño y me sonrió por cortesía. Me levanté de la banca, caminé hasta la esquina y tomé un taxi. Había quedado de verme con Sharon un poco más tarde en su apartamento, pero me sentía dudoso.
Me dirigí al cómodo apartamento donde vivía, cerca del Museo Nacional de Matemáticas, y supe que había llegado demasiado temprano. Me fui a buscar un bar mientras hacía tiempo y después de caminar y apartarme de mi destino por no conocer la zona, me encontré con una taberna con un rótulo en la entrada que decía “Emanación”. El bartender me saludó al verme y me ofreció un menú de licores. Le pedí solo un whisky doble en las rocas y me senté en la barra cerca de la entrada para tener vista completa hacia la calle. El hombre, muy delgado y fuerte, de unos treinta años, me preguntó que si era de la ciudad y le respondí que solo estaba por ver a una amiga. El lugar estaba vacío. Se oía una canción de Nirvana, y me sentí incómodo porque detestaba la voz de Kurt Cobain. Para mi sorpresa, el bartender tenía un set del grupo y parecía muy conmovido con las desgarradas letras del cantante.
—No puedo perdonarlo por lo que hizo –me dijo de pronto mirándome como si me hubiera estado esperando para confesarme lo que más le dolía en ese momento.
—¿Perdón? –le respondí, viendo mi reloj. Aún era muy temprano parar ir donde Sharon y sé que me estaba carcomiendo la ansiedad de verla, de agradarla, de despedirme y de hacer la entrevista. Todo en conjunto.
—Kurt Cobain –dijo extendiendo una mano en el aire–. Tenía que haber luchado más. Pero no lo culpo. Quién puede culparlo. –Me encogí de hombros y bebí del whisky con impotencia. No podía decir que me sintiera triste o aludido por lo que decía el bartender–. ¿A qué se dedica? –me preguntó cambiando el semblante luctuoso por uno más inquisitivo–. La gente que llega aquí a beber no es muy amigable. Son ejecutivos la mayoría, muchos trabajan en bancos, beben rápido y se van. Otros se sientan solos y apuntan algo en su agenda. En esta parte de Nueva York no hay gente que hable mucho. Ni yo tampoco. A veces soy como una tumba. Y me gusta ser una tumba. Hoy solo estaba escuchando esta música y supe que Cobain tenía su estilo. Era capaz de tocarlo a uno como el LSD. Las letras de sus canciones son una mierda tan triste…
—Bueno, soy periodista.
—Ah bueno, conozco varios periodistas. Siempre vienen en grupo. Toman mucho, debaten un poco, y se van borrachos. ¿Qué clase de periodista es usted?
—Soy un cronista o algo así. También tomo fotografías. Es que una foto lo dice todo.
—Supongo. ¿Y trae ahora alguna fotografía?
—Sí, claro, pero no es mía.
Saqué de mi portafolio la fotografía del Pulitzer de Kevin Carter y la puse sobre el mostrador. El hombre abrió más los ojos y movió la cabeza.
—Asqueroso –dijo.
—Es el premio Pulitzer de este año –le dije como si la foto la hubiera tomado yo, es decir, como si yo tuviera alguna autoridad para explicar cualquier asunto de ella.
—No sé qué decirle. Esta foto me saca de mi comodidad y odio cuando eso pasa. Me vine de un sitio problemático en Chicago para Nueva York con la esperanza de alejarme de conflictos en el barrio donde vivía. Tuve la suerte de que un amigo me diera un trabajo en esta zona que considero exclusiva. Crímenes habrá en toda la Tierra mientras haya gente. Eso usted, como periodista, lo sabe. No hay que ser un genio para reconocer que nunca habrá remedios. Ni el dios luterano de mi padre, que era un hombre de buena voluntad, tiene la fórmula. Él siempre me dijo que ordenara mi vida. No sé exactamente qué es el orden. Imagino que el orden empieza cuando no encontramos ni el cepillo de dientes y cuando uno amanece con un grupo de yonquis en un remolcador viejo y sin un dólar en los bolsillos. O inventas el orden o mueres. No hay otra salida. Pero le diré que esta foto me recuerda que tengo corazón y que no debo dejar que nadie lo devore. Eso lo debió haber sabido Kurt Cobain.
—Es una foto que habla como cada quien lo desea. Yo tengo mi hipótesis o mi versión. Ya no sé lo que digo.
—¿Hipótesis de qué?
—De por qué existe. Lógico. ¿Se pregunta a veces de por qué el mundo existe? Sé que no es una pregunta muy productiva. Sin embargo, yo me la hago a veces. No digo que paso filosofando. No digo que estoy en la tina haciéndome esa pregunta. Es como si el diablo me murmurara muy quedito mientras estoy haciendo cualquier cosa: “¿Por qué estás aquí? ¿Por qué existes? ¿Por qué el mundo existe?”.
—Ah, ya veo… –dijo el hombre frotándose la frente. Tenía marcas en las mejillas y unos tatuajes insoportables en sus grandes brazos. Calculo que podría medir un metro noventa y cinco. Llevaba un bigote estilo herradura. Cuando sonreía, muy precavido, se le veía un diente de plata. Sus ojos celestes estaban en el rango de un amargo atardecer.
—Lo mismo me pasa con esta fotografía. ¿Por qué existe?
—Si no le entiendo mal, igual podría preguntar por qué existe tanto millonario en Nueva York y por qué yo sigo siendo pobre. Aunque es obvio que esas preguntas tienen respuestas que me harían llorar como a un bebé.
—No tengo tanta sabiduría acerca de esas interrogaciones. Es algo que le pasa a mucha gente. El capitalismo no perdona los errores.
—Volviendo a su tremenda fotografía –dijo en tono sarcástico–, dígame algo: por qué cree usted que existe. No se irá de este bar sin responderme después de meterme esa daga.
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