Guillermo Fernández - El ojo del mundo
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Me recibió Sharon con una bata plateada que le daba un particular esplendor. Su cabello le caía sobre los hombros semidesnudos. Mostraba la reciedumbre de la mujer madura que sabe equilibrar dieta con ejercicio. Había diseñado su apartamento sin ninguna afectación. Era sobrio y elegante. Después de varios meses de no visitarla, traté de recordar nuestros últimos encuentros y solo tuve imágenes borrosas del ayer. Por ejemplo, la memoria asociaba un paisaje donde iba a su departamento mientras caía un poco de nieve con la gratificación posterior de un beso cuya intensidad persistía, no sabía si por simple amor o compleja lujuria; o el sabor del vino a medianoche con una carcajada en la sala; o una cogida furiosa con una llamada a la pizzería, la cara sin relieve del que tocó el timbre del apartamento con una pizza caliente, la lengua jugosa de la mujer secándose un resto de salsa a un extremo de sus labios cuyo esmalte ya lo había libado con los míos…
Sharon me dijo que me sentara en un sillón de la sala y me preguntó si quería tomar algo. Yo recordé los últimos whiskies con el bartender y supuse que requería otro tipo de whisky con Sharon, uno que no tuviera por centro la conversación en torno a una fotografía. Estaba claro, sin haberlo mencionado en nuestra cita del almuerzo, que volveríamos a encontrarnos para hacer lo que más nos gustaba. No había mucho que explicar. Sobraba cualquier etiqueta, a menos que nos enredáramos en aquellos debates sobre cualquier nimiedad que nos fueron separando como a dos imbéciles los separa sus gustos deportivos en una isla desierta.
Tomamos unos cuantos tragos de whisky. Me mantuve muy prudente. No quería acaparar la atención. Solía siempre hablar mucho de mí mismo, como también Sharon hablaba mucho de sí misma. Dije solo lo necesario, es decir, que se veía muy bonita esa noche y que todo en ella seguía siendo magnético. Me pareció acertado utilizar la palabra magnético, aunque podría ser muy usada. Ya uno no sabe lo poco original que suena cuando trata de halagar a una mujer. ¿Habría que utilizar teoremas? ¿Sería mejor recitarle poemas de autores difíciles? Ella respondió que trataba de estar saludable. Su respuesta fue de una corrección insípida y sentí que era lo mismo que podría haberme dicho una tía.
—¿Saludable? –le dije–, yo diría apetecible, Sharon. No estoy hablando de salud. Sabes que hace tiempo que no nos vemos y por sinrazones.
—El amor acaba por sinrazones, ¿no lo sabías? Nadie puede explicar por qué se derrite o por qué se enferma.
—Creo que tratamos de ordenar demasiado la energía potente que nos quería juntos. Esa es mi teoría. Siempre lo pienso. No se puede ordenar ese tipo de energía. Uno puede ordenar la ropa en el clóset o unas oraciones en un párrafo. Pero le energía, imposible.
—¿Y quién trató de ordenarla? Nunca impuse reglas absurdas en esta relación.
—Tal vez fui yo –dije para echarme la culpa. Me sentía mejor cargar con cualquier estigma por el momento.
—No, no fuiste tú. Fue el deseo sexual. El hambre que teníamos uno del otro. Los pensamientos que despierta son aterradores, Henry. Solo tratamos de protegernos y tomamos distancia.
—¿Te parece?
—En muchas cosas he estado equivocada, en esto que te digo no.
—Pero nunca he sido tan feliz con alguien. Es la verdad.
—Quizás yo tampoco. Ser feliz no significa que le ocurra a uno nada extraordinario. Me atrevo a decir que la felicidad solo ubica el mundo donde debió estar siempre. ¿No te parece?
—Ahora que lo dices, mi felicidad consistía en esperar con emoción ciertos momentos contigo. Una emoción blanca, como la nieve, esa que empieza a caer como una música suave sobre las avenidas en invierno. Sí, no era nada ampuloso. Era precisamente un estado justo, tu cuerpo, tu voz, coger en cualquier sitio de tu apartamento o el mío, comer luego, dormir, despertar, escuchar la lluvia, comentar una estupidez política, reírnos del presidente o de los escándalos…
—Sí, Henry, y la energía crece, muy poderosa y nos empieza a producir inquietud. No se satisface. Uno quiere más del otro. Aunque no lo diga, aunque guarde silencio. Y luego hay furia, hay mucha rabia porque el otro puede ser independiente, porque anda solo, porque tiene su vida, porque tiene ese poder sobre uno. Ahí empieza a terminar la primera nieve invernal, los hermosos cristales de nieve que parecen un manto mágico sobre los edificios.
—¿Y le tienes miedo ahora mismo al hambre? –La mujer sonrió y bebió de su vaso. Ella tomaba brandy. Solo unos tres o cuatro tragos.
—Ambos hemos querido matar el hambre, pero no hemos podido, aquí estamos. Y no es para nada poética. Si se quiere es oscura y trágica.
Yo vi la blancura de los hombros de Sharon, sus ojos, su boca. No esperaba que nada de eso fuera oscuro. Sin embargo, comprendí que había sido incontrolable. Recordé los días que esperaba una sola llamada de Sharon para sentirme aliviado después de una discusión por una bagatela. Las ideas voraces que me consumían. Las emociones violentas que me hacían tomar un taxi hasta su apartamento y luego devolverme hasta el bar de Donato para perder el tiempo y escuchar un poco de jazz e historias de asesinatos que solía contar Wilson.
—Es como un buitre –dije sin pensarlo.
—Ah, ¿cómo ese buitre de Kevin Carter?
No había querido introducir el tema, pero había salido con extraña espontaneidad. Desde que me había obsesionado con la fotografía estaba inestable, impredecible. No me reconocía, como dicen algunos que solo empiezan a cometer torpezas.
—No sé si como ese buitre. Pero pienso en lo que me has dicho y sé que tu amor fue como un buitre.
—¿Eso es un halago?
—El amor que inició como un cristal de nieve, Sharon. No me has entendido. La imagen del buitre me surgió de pronto. Sí, tal vez he visto mucho esa fotografía.
—¿Y por qué un buitre? –dijo ella intrigada. Como tenía sentido del humor, se rio un poco y luego guardó silencio. Le parecía chistoso.
—Porque tú dices que nos protegimos del hambre que uno sentía por el otro. Yo creo que el amor se fue convirtiendo más bien en un ave carroñera y que nos quería comer vivos. Es el amor un buitre cuando ya ha dejado de favorecernos, cuando, por vías misteriosas, se viste de Drácula y nos quiere fritos. Tal vez haya que despedazarlo con nuestras propias manos para volver a convertirlo en cristales de nieve, en cristales luminosos de nieve.
—Me gusta cómo lo dices, Henry, sé que una imagen así no la hubieras inventado si no la sientes de modo sincero. Sé que el buitre no es implacable. Lo hemos creado los dos pero no es implacable. Lo podemos dejar afuera del edificio. Aquí hay un espacio solo para nosotros dos. Sé que tendremos sexo y que seremos felices porque las cosas estarán en su lugar. La felicidad existe cuando no se exige ninguna penitencia ni ningún fingimiento.
—Olvídate del buitre. No sé cómo lo he mencionado aquí. Últimamente he estado invadido por todo lo relacionado a esa fotografía.
—¿Y cómo se besarán dos buitres? –dijo ella sacudiendo una de sus pulseras. Llevaba sandalias blancas. Los dedos de los pies exquisitamente pintados de rojo.
—¿Qué pregunta es esa? No es que sea experto en buitres. Reconozco que no les tengo mucha admiración. Me parecen unos seres torvos que comprenden a cabalidad el lenguaje de la muerte y que disfrutan con ella en orgías ruidosas.
—Seamos hoy cada uno el buitre del otro, ya que estás con ese asunto de Carter. Tal vez te sientas motivado.
Reímos con sigilo. Bebí de mi trago, me eché hacia atrás en el sillón cómodo y frío. Creo que me dolía la cabeza. Sentí que Sharon se sentó a mi lado, me abrazó y percibí el perfume y el olor de su piel. Recordé todo lo que habíamos vivido unos años antes y lancé un suspiro de absoluta rendición.
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