Guillermo Fernández - El ojo del mundo

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Año 1994. Henry Brawn, periodista fotógrafo de un medio de Nueva York, mira una noticia sobre el Pulitzer otorgado al sudafricano Kevin Carter por una foto aparecida en el New York Times.El periodista se obsesiona con la fotografía; tal vez es la más impactante de la historia: no existe otro Pulitzer similar.

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El hombre rio sin que lograra reconocer que se sintiera divertido. Tuve de pronto la sensación de que se me había ido la mano. Parecía lo que quedaba de un ángel luego de mil historias de muerte y resurrección, pues había sido un hombre guapo en su juventud. Ahora solo le quedaba una expresión, como a muchos hombres maduros que tiraron todo por la borda, de quien solo tenía ciertas artimañas para sobrevivir. Me quedaba entonces la posibilidad de mentirle en mi respuesta, pedir otro trago, hablar un poco más, pagarle e irme tranquilo hacia el departamento de Sharon, a pocas cuadras de ahí, ubicado en un edificio histórico, donde el alquiler mensual era equivalente al de un salario de un neoyorquino promedio. Abrigaba la esperanza de que llegáramos a acostarnos como antes lo hacíamos, de un modo ardiente y desprovisto de protocolos, que es lo que más me aburre de cualquier relación.

—Esta fotografía existe porque la humanidad entera la necesita. Lo que es necesario sale a flote, aunque nos condene.

—Bonita explicación. Pero no me satisface. –El bartender tomó la misma botella de whisky con la que me había servido, alcanzó una copa y la llenó. Mirando hacia la calle, se echó el trago de golpe. Exhaló lentamente–. A esta hora esta avenida se empieza a mover con más ganas. Me apena no tener la misma libertad de hace unas décadas. La libertad de un cuervo, por decir algo, o de un pelícano.

—¿Por qué no le satisface? –le pregunté con imprudencia. Era el momento para irme. No sabía ante quién estaba.

—Porque sé que miente.

—¿Cómo dijo?

—Usted miente como todo el mundo. Si usted lleva esa fotografía será por algo. Para usted es muy importante. Jamás me va a dar explicaciones. Le diré algo: no necesito que me dé sus razones. Yo también puedo interpretar solo lo que hay ahí en esa fotografía. No hagamos muy larga nuestra conversación. Mi padre le diría que usted solo quiere ser bueno.

—No le entiendo –le dije. Tenía la fotografía en mis manos, que había ampliado lo suficiente para mirarla de vez en cuando. Tuve la intención de guardarla en el portafolios y la tomé con fuerza. El bartender lo impidió con una de sus grandes manos. Podría haber sido la mano de un basquetbolista.

—Quiere hacerle sentir al mundo que su corazón es limpio, como las canciones de Cobain. Y ya sabemos que esas canciones solo brotan de un corazón hecho pedazos que no luchó lo suficiente. Yo no me vanaglorio de nada, pero he pasado mis tormentas. Una de ellas fue más larga que una vida. Me quitó algunos dientes. Me puso al lado de gentes que hoy estrangularía. ¿Y estoy muerto? No. Nunca he intentado matarme por las razones que he tenido para matarme. Siempre existirán muchas. Cientos. He jugado con todas ellas. A cada una le he dicho: “Mira, buena razón para matarme, espera un momento mientras voy al baño, espera aquí y ya vengo”. Y la dejo sentada en alguna barra de bar y me salgo por la puerta trasera. Así funciona. Usted solo quiere sentir que siente asco como un ángel. Pero no es un ángel. Lo siento, mi amigo. No tiene pinta de haber vivido tormentas. Lo que quiere es imitar la tristeza y no lo consigue. Dígame usted la verdad. Así quedaremos en paz por esta vez.

—No sé de lo que habla –le dije tomando la fotografía por un extremo–. No me he creído buena persona. No tengo la mejor opinión sobre mí.

—Lo que veo aquí –dijo el hombre con aire de prepotencia– es que hay un maldito fotógrafo que solo tiene tiempo para ver cosas asquerosas. ¿Acaso tiene una enfermedad para regalarnos esto? Yo le diría a su amigo lo siguiente: “¿Conque usted vio este buitre junto a ese pequeño negro desnudo? ¿Es su regalo a la humanidad? ¿Quiere preocuparnos con eso? ¿Quiere que nuestro desayuno sepa a mierda? ¿Sabe cuántas veces me he levantado de la mierda para que ahora me lo recuerde? ¿Sabe acaso qué es un buitre? ¿No es también una criatura importante de la creación? ¿No es un ave que Dios hizo con sus propias manos para limpiar de carroña los campos? ¿Sabe qué le diría mi padre? Que su foto apesta y que usted es un fariseo”.

—Tiene todo el derecho de hacerle esas preguntas –le dije, sabiendo que su elocuencia no era muy perturbadora–. Incluso me gustan sus preguntas.

—¿Le parece? –le dije viendo que su semblante cambiaba de intenso a dócil paulatinamente. Con gente así no se sabe.

—Es más, ¿me podría repetir las preguntas? Me encantaría tomarlas en cuenta.

—¿Se está burlando de mí? –dijo alargándose el bigote ralo y mirándome con un poco menos de docilidad y con algo más de sospecha.

—No le miento. Yo no lo sé todo. Por eso es importante el roce con la gente. Con la gente de verdad. Los periodistas debemos ser humildes y considerar la existencia de otras opiniones.

—Claro, vivimos en el país de la democracia –dijo dibujando su sonrisa, incrédulo. Me retuvo el reflejo de su diente de plata. Pensé muchas cosas. Sobre todo pensé que su pasado era peor que la foto y que yo solo era un imbécil que tal vez jugaba a los dados con un potencial asesino–. Hombres como usted deben abrir más sus oídos.

—Muy de acuerdo.

—¿Y por qué tomaría mis preguntas en cuenta? ¿Puedo saberlo? –La expresión del bartender se tornó extrañamente jovial. ¿Había sorteado la peligrosa presunción de que yo le estuviera mintiendo? No lo sabía.

—Porque yo debo entrevistar muy pronto al fotógrafo que tomó la fotografía. Eso es todo.

—¡Ahora entiendo! –rio abrumado–. ¡Para mí es más claro todo! ¡Se prepara para una entrevista!

—Así es. –Le narré rápidamente cuál era el objetivo de mi empresa, sin que conociera mayores detalles. Estaba esperando el momento adecuado para pagar e irme.

—No me gustaría entrevistar al hombre que fotografió esto –me ladró con arrogancia–. En el mundo hay problemas más interesantes, más necesitados del interés de un periodista, más…

—Puede ser –lo interrumpí–, puede ser. Pero mi periódico cree que la historia de este hombre merece un poco de atención. Después de todo ha ganado el Pulitzer. Además, aunque a usted no le guste la foto, a otros los estremece. No crea que se pueden hacer tomas así todo el tiempo. No, señor, no es tan sencillo. No es tan sencillo que la realidad nos enseñe de pronto algo tan escalofriante. Por lo general, casi todo pasa inadvertido. ¿No se ha dado cuenta?

—Sepa, usted, mi amigo, que esta foto no me estremece. Yo he librado mis batallas y he visto cosas peores.

—No lo dudo –le dije, pensando que tal vez tenía razón. Sin embargo, no la tenía. Ese hombre solo había vivido un mundo egoísta, igual al mío. La foto nos obligaba a mirar hacia otro lado. El mundo del no-egoísmo. Y eso tenía su costo, su perturbación, su infinita molestia–. Yo también me he querido cortar a mí mismo con el cabello de un ángel.

—¿Qué ha dicho?

—Recordé la letra de una de las canciones de Cobain.

Smell like teen spirit –dijo sorprendido. No esperaba que saliera con tal expresión. A veces una cita en el momento adecuado puede despejar muchos malentendidos o intrigas–. Siempre me viene a la mente ese verso cuando tengo dificultades. ¿No le parece aterrador? ¿Lo dice en son de burla?

—Lo digo por mí mismo.

El hombre se quedó mirando hacia la calle y emitió un lento y cansado sí.

Pagué a los minutos, y logré colocar la fotografía en el portafolios, sin que el bartender quisiera debatir más al respecto. Lo vi afectado por alguna razón. No me dijo nada cuando le dije, gracias, nos vemos.

Ya la oscuridad de esa parte de la ciudad se encontraba a raya con las intensas luces de los edificios y los automóviles. Una ciudad como Nueva York, siempre he pensado, batalla contra la oscuridad natural, no le permite que la domine, ella requiere resonar contra el necesario descanso, acallar la voz de los antiguos fantasmas y del silencio que podría dejar oír su voz tenebrosa.

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