Fue entonces cuando tuve la malhadada idea de participar a Antonio de esas jugarretas que los cholos se tomaban al pecho. Tendría toda mi vida, esta que ya pronto se me escapará por las vértebras del cuello, para arrepentirme de semejante estupidez. Fue en una opaca noche de contumaz neblina. Le dije a mi primo que tenía que hablar con él, una vez se hubiesen acostado todos en la capital. Juan Manuel escamoteó algunas candelas de la capilla del convento, en venganza por la reprimenda que le había dado fray Anselmo en su última confesión forzosa. Las pusimos sobre el suelo en círculo, encendidas justo para que entrara Antonio. Su rostro de niño se contrajo de miedo al ver aquello, pero su dócil y ciega fe en mí lo impulsó a hacerme caso. Haciendo gesticulaciones que, imaginaba yo en mi perversa imbecilidad, eran propias de un usekara y mientras Juan Manuel y Gil Castro escuchaban convencidos ciegamente de mi poder y del bien que les hacía a todos en ese momento, le dije a la indefensa criatura que le haría un favor y que me encargaría de que nadie lo molestase, aun cuando no estuviese yo pues nada evitaba que algún día me fuese, ya que mi destino legal era del todo incierto.
A punta de velas y mímica, pues no me atreví a usar el nopal que Juan Manuel escamoteó de los incensarios y cuyo olor nos hubiera delatado en el acto, le dije a Antonio que le confería mi poder para convertirse en criaturas impensadas. Quería tantear que tan crédulo era a mi embrujo, para irme ensayando ante mi previsible tribunal. Cruel y estúpido de mí. Le dije que se convertiría en animal al amparo de la noche, fuese ya normal o fabuloso, y que podría escabullirse y defenderse y atacar y depredar a su arbitrio, y que al inicio yo le diría cuándo para que se defendiera, pero que llegado el momento, él lo haría por sí solo y que por mientras no recordaría nada de cuando se transformase. El breve y silencioso ritual duró sus diez minutos quizás, asombrado yo por la serenidad y por la forma fija en que mi primo me veía sin pestañear siquiera, sentado con las piernas cruzadas sobre el suelo como estaba, con la boca entreabierta. Admiré lo que creí zonzamente, era su demostración de valor. Una vez culminado el sainete, le hablé sonriente diciéndole que no se asustara, que era una broma y que se pusiera de pie. No me respondió ni cambió la expresión de su cara. Extrañado, lo toqué en el pecho, desplomándose para atrás paralizado, como una tabla de moler. Asustado me fui sobre él y lo empecé a llamar con gritos ahogados para no ser oído, mientras Juan Manuel me traía agua de la vasija de barro. Volviendo en sí, empezó a temblar sumamente frío y sudoroso, con lágrimas bajándole por las mejillas.
Arrepentido, lo cobijé con mi manta y lo acurruqué sobre mi pecho, a la espera de Juan Manuel que se escabulló para robar algo de chocolate caliente de la despensa de los recoletos. Le insistí miles de veces en extremo apesadumbrado que era una tonta broma y que me perdonara, que nada de eso era cierto. Tartamudeando mientras la humeante bebida lo volvía en sí, me miró para preguntarme con voz débil si ahora también él iba a poder ver a Nuestra Señora de los Infiernos, tal y como yo la había visto. Cerré los ojos increpándome. Había escuchado hasta el último de mis desvaríos mientras me traía de Matina a Cartago y todos sin excepción los había empezado a creer a pies juntillas. Lo que yo había hecho solo empeoraría su impresionable alma de niño, ciega a la posibilidad de que yo pudiera estar mintiendo. Juan Manuel asintió con la cabeza y dijo que de ahora en adelante iba a ser un poderoso sirviente mío. Lo callé de un empujón en el hombro, mientras le decía a Antonio que no creyera en esas tonterías y que yo siempre lo iba a cuidar.
No los dejé salir en cuatro días –las nuevas obsesiones ya empezaban a taladrar en mi cabeza– alegando que me cuidaban en una leve indisposición de mi parte. Verían el sol, únicamente, para traer la comida. Conforme Antonio se iba reanimando de a poco y yo trataba de borrar a punta de convencimiento la impresionable escena de esa noche, les cerré también los labios a Juan Manuel y a Gil Castro, amenazándolos con terribles maldiciones de mi recién estrenada investidura de usekara si abrían la bocota. Cuatro días de insomnio culposo me costó esa torpe jugarreta, hasta que Antonio se recuperó y los cholos me dieron garantías de no referirse más al asunto. Prematuramente, lo di todo por olvidado. Pero al igual que en mi chamizo de La Habana con la bestia líquida, le había roto al Abismo otro sello infernal más.
Lo dicho. En mi tierra, los días y las noches se pegaban en el fango de los lodazales, junto a las ruedas de los armatostes y las patas sin herrar de los rucos. Por lo visto, la prisa se daba un largo rodeo cuando no le quedaba otra que cruzar por mi país. Semanas enteras transcurrieron desde mi naufragio en Matina a finales de junio, sin más novedad que mi entronización como usekara de la nueva tribu a manos de los cholos Juan Manuel y Gil Castro. El mismo Antonio terminó por bautizarme con el cetrino título, que le prohibí vehementemente usar en frente de mis celadores o de los monjes, por temor a complicar más mi situación con los pilares de la provincia. Fue a fines de agosto que me informaron que se abriría audiencia para decidir sobre el estado de mi caso por lo del asunto de la niña y mi huida, más de treinta y cinco años atrás. Supuse que les hubiese sido fácil informar que el asunto había prescrito y punto, pero sospeché que Granda quería rodearlo de todas las formalidades posibles, para dar paso al expediente que realmente le preocupaba conmigo: la destrucción de la goleta y la pérdida del invaluable azogue. Antonio se soltó lloroso al saber de mi notificación, pero lo conforté acariciándole los cabellos como a un niño. Me tranquilizó el que no nombrasen un oidor para el proceso. La cosa se iba a intentar dirimir en casa. Definitivamente, este sería tan solo un sainete, me dije, un entrenamiento menor para la verdadera batalla que se entablaría después.
A fuerza de ruegos, Antonio consiguió con un reticente fray Anselmo ropa más decente para cubrirme hasta el máximo posible mis cicatrices y mis tatuajes. Se me dio triple ración diaria de agua para bañarme a conciencia y me cuidé de alisar mi cabello y atarlo cuidadosamente hacia atrás con un cintillo que Antonio extrajo de algún ferroso baúl familiar. Fue un lunes bien avanzado el mes de agosto, si mal no recuerdo. Al filo del lechoso amanecer, una pequeña y discreta compañía de soldados a cargo del capitán Mier de Cevallos llegó por mí y fui llevado, por primera vez en semanas, al Cabildo, en una desusada sesión extraordinaria a deshoras, sin duda con la aviesa intención de evitar la mirada de los curiosos. Pero de todas formas, viejas envueltas en raídos chales negros y con harapientos sombreros de pita que las protegían del frío cortante del alba, se congregaban frente al ajado Cabildo, para verme entrar e ir a despertar a los suyos. Intuí que ya era pregón popular el pronto advenimiento de mi litigio.
Pude en la llovizna atisbar por primera vez en años el estado de mi Cartago. Pero ya hablaré de ello después. Pasé frente a la fachada grietosa de la iglesia de mis recuerdos y con un gesto burlón le pedí en mi mente que me desease suerte. Pero rápido quité la mirada, pues aún no estaba preparado para verme entrar en ella. Ingresamos al Cabildo y nos quitaron los gabanes. Mis manos fueron desatadas y se me indicó la silla en la que debía sentarme. El resto de taburetes en la descuidada sala se habían colocado en hemiciclo, a ambos lados de una amplia mesa con un mantel percudido justo frente a mí, a todas luces destinada para los prohombres que presenciarían la audiencia. Una mesa más pequeña a su lado derecho, adivinaba el lugar donde se sentaría el escribano con su papel sellado, su tintero y algunas plumas, probablemente obtenidas en el gallinero de alguna dama encopetada de la capital, en ausencia de una Señora Gobernadora que las proveyese.
Читать дальше