Luis Diego Guillén - La alquimia de la Bestia

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A la espera de su ejecución en una celda de la fortaleza de El Morro en La Habana, Cuba, un mercenario naval hispanocostarricense narra a sus verdugos las horribles atrocidades de las cuales fue autor y testigo durante la sangrienta revuelta indígena en las montañas del sur de Costa Rica a inicios del siglo XVIII.Por medio de sus palabras, asistimos al cruel y descarnado testimonio de un lóbrego encantador de serpientes que hechiza maligno a su audiencia, guiándola desde una infancia oscura y la artera huida de la tierra natal hasta su cruento retorno para convertirse en alma de la expedición de castigo. Designio que lo llevará por los tortuosos senderos del reino de Ará a través de la locura, las llamas y la enajenación, hasta consumar en la bruma olvidada de las cordilleras paganas de Talamanca, su «blasfema conversión en lo Absoluto».

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—Sí, usekara, sí…–respondió circunspecto Juan Manuel.

—¡Excelente, je, je! ¿Y cuándo empiezo en mi nuevo puesto?

—Cuando Sibú mande, usekara. Cuando Sibú mande…

Sibú, el gran creador que no puede crear nada y tiene que pedirle permiso a su esposita para que le haga el favor… ¡Valiente dios de pacotilla! Pero me gustaba la idea del usekara que se hacía uno con Él. Quizás pudiera yo hacer una versión mejorada, ¡je, je! Además, su sangriento gusto por la serpiente lo hacía enormemente simpático a mis ojos. La serpiente que castigaba a los irredentos... Por lo demás, nada que ver Sibú con la austeridad del Dios de mi gente. Inclusive tenía sus visos de picardía, sus atajos de oportunismo. Y a diferencia de los míos, sus criaturas no estaban indefensas en manos de Él. Podían, salvando las distancias, planear sutiles venganzas y tramposos ardides camuflados para el desquite. Reí con la ingenua historia del cholo Juan Manuel sobre como un río tenía una cuenta pendiente con Sibú porque lo había secado en verano y cuando le pidió Sibú que bajara su caudal para cruzarlo, el río lo invitó gentil para luego arrastrarlo montaña abajo su buen tramo. Como inmortal que era, el magno dios no murió. Pero el buen río se aseguró de golpearlo contra todas las rocas posibles en su lecho, antes de depositarlo atontado en un inofensivo remanso. Después de todo, el contrato de creación no decía nada sobre no causarle magullones al patrón.

También tenía sus matices contradictorios, que no dejaba de pasar por alto. Si Sibú lo había iniciado todo, ¿entonces de dónde nació la virgen que lo concibió? ¿Y a cuenta de qué otro dios? ¿Y de dónde salieron los curanderos que lo querían matar porque percibían al competidor desleal en ciernes? Pero no podía ser severo con ellos. Fracturas tenía también el dogma enseñado por mi novicio. Y todos en mi lado de la acequia fingían no verlas. Empecé a tomarle el gusto a las conversaciones de los amables cholos de Antonio. Agradecía el que me dieran esa especie de ojo de cerradura por la cual espiaba su mundo, sus lenguas, su forma de valorar el peso de ese fardo que llamamos vida. Me encantaba cómo encontraban en su jerga las palabras adecuadas para designar el más diminuto pliegue de las hojas, el más inasible tipo de brisa, la más difuminada variedad de gotas de lluvia. La progresión del día en sus horas y las faenas que lo llenaban colmaba de palabras su idioma, pero apenas tenían términos para el futuro más lejano y hermético o para el pasado anónimo y sin sustancia.

Difícilmente, recordaban cuándo habían arribado mis ancestros a estas parcelas. El tiempo era circular: tarde o temprano se volvía a pasar por el mismo prado cuyo césped ya se había hollado. De rotar las manijas se encargaban Sibú y su cohorte de espíritus. No valía la pena pues, desvelarse por el horizonte lejano. En cambio, garantizar que el mundo girase aquí y ahora, era de importancia fundamental. Todo había empezado en Surayom en el alba del primer amanecer y todo terminaría en Surayom, apenas el dedo del tiempo cruzara el dintel de la última medianoche. Y el fuego sagrado de Sibú, así como el espíritu de Dios que aleteaba sobre las aguas, se encargaría de volver el libro a la primera hoja, a la primera línea de tinta. No era entonces potestad nuestra el cambiarlo.

Salvo los judíos de Jamaica, que financiaron a precio de oro los últimos tramos de mi carrera, jamás conocí pueblo alguno más obsesionado con la impureza y la suciedad que los recios talamanqueños. Buena parte de sus rituales y sus agobios mentales iban dirigidos a conjurar esos temidos enemigos. Y en ello, definitivamente, se jugaban la existencia. Otra cosa en común era su obsesión con los números. Para los míos, dijeran lo que dijeran, el tres lo era todo: tres las personas que integraban la Divinidad, tres las apariciones de Cristo, tres las veces que Cristo es nombrado buen pastor en las Escrituras. Para los paganos de Talamanca, en cambio, su obsesión era el número cuatro: cuatro almas tenía la persona, que a su vez tenían cuatro destinos distintos pasado el bautizo de la muerte; cuatro eran los mundos existentes y cuatro los compartimientos de cada uno; cuatro los días de ayuno para los brujos, cuatro las fiestas de iniciación, cuatro las semillas de cacao que debían verterse en las tumbas de los usekaras, cuatro los gallos blancos a descogotar en los sepulcros de los blus, cuatro los tipos de semilla de maíz blanco que Sibú desperdigó en Surayom, cuatro los ríos que desde ella regaron las montañas, cuatro guacales de chicha, cuatro semillas de ayote, cuatro pilones para apuntalar los ranchos y cuatro los animales en que se manifiesta Sibú –serpiente, jaguar, saíno y danta. Cuatro, cuatro, cuatro…

Tonto de mí por creerlas inofensivas manías del rito. Tiempo tendría en las asaduras de Talamanca para darme cuenta de mi error. Después de todo, quizás sus ancestros hubiesen dado en el clavo. Me fascinaba la forma en que había logrado desdibujar esa difusa línea que separa al hombre de la selva, a la palabra humana del gruñido de la fiera. ¿Acaso nosotros no habíamos hecho propio ese mismo temor? ¿Cuántas veces nos salmodiaban desde el púlpito y el catecismo que Dios había proclamado el imperio del hombre sobre todos los animales en el libro del Génesis, al dotarlos de nombre y genealogía? ¿Y si no era más bien al revés? ¿Y si ellos, la frondosidad del boscaje, el espumoso hocico del jaguar, el torvo griterío del guacamayo, nos habían creado a nosotros? ¿Y si más bien no éramos nosotros una sombría extensión de las pesadillas con las que enrosca su sueño la serpiente, al digerir su presa?

En nuestro fuero interno, aceptábamos la posibilidad de que la naturaleza nos cambiara de bando a su capricho, creando abortos del más impronunciable linaje, por el único placer de matar el rato. ¿Y qué sino eso era la furtiva dama de los bosques que aterraba a sus donjuanes sobre la grupa del jamelgo, con sus crines de caballo y sus mandíbulas fétidas de azufre? ¿O el mozalbete que por salvar a su madre de las iras etílicas de su padre se ganó una maldición que lo convirtió en un rastrero can de los Infiernos? ¿O las ciguapas, esas desnudas y exuberantes morenas con los pies invertidos, que en las montañas de la isla de La Española esperaban a los impúdicos labriegos que extraviaban para torturarlos lascivamente? ¿O la pobre madre espectral, asesina por hambre de su cría, condenada a vagar por la eternidad con sus patas de ave invertidas, cubriendo su rostro carcomido con un ancho sombrero de tule, comiendo la ceniza de los fogones en los patios y guiándose por el llanto nocturno de los recién nacidos, con el afán de alimentarlos con sus senos henchidos de leche y orlados de mortales hormigas venenosas? Uushi, pronunciaban con temor su nombre los teribes, ellos que sabían cómo infundir miedo y con el mismo temor la mencionaban en voz baja nuestros mayores y nuestros niños, aunque en lenguas diferentes… ¿Y qué era eso sino mi dulce Virgen, mi Señora de los Infiernos, ese despojo de lo que en vida había sido mi progenitora, lémur errante en la indefinible frontera que separa lo vivo de lo muerto, que me había acompañado en mis delirios desde Matina hasta Cartago y que volvería por mí en medio de las llamas en Talamanca?

Este pueblo que queríamos maniatar lo había entendido desde el inicio: somos una mera continuación de las oscuras vísceras de las selvas, a las que tanto tememos. Tarde o temprano, la montaña dispondría de todos y cada uno de nosotros, tal y como al final hizo. Estábamos hechos de su barro, de su masa de maíz, del fermento de su chicha. ¿Qué iba a impedir que tarde o temprano reclamase en devolución lo que después de todo era suyo? Pero pensar que existiera tal posibilidad de permuta y que yo no contase con ese poder en mi alforja, me consumía de envidia. Parte por morbo, parte por evitar el aburrimiento y parte por probar, he de ser honesto, comencé a presidir en las noches y bajo silenciosas velas, conjuros susurrantes de espíritus ancestrales con Juan Manuel y Gil Castro, que accedieron fascinados a mis primeros conatos de chamán y usekara en bruto, mientras Juan Manuel pacientemente iba puliendo y rectificando mi libreto.

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