Uriel Quesada - Mar caníbal

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Gregorio Malverde ha abandonado a sus hijas, se ha metido en un remoto pueblo en la costa caribeña, y ha adoptado a una niña negra. Preocupadas por los restos de la riqueza familiar, las hijas de Malverde organizan un viaje para tomar posesión de lo que creen que les pertenece. Deciden llevarse consigo a su prima Ada y a Gonzalo, un adolescente que en el descubrimiento de su sexualidad quiere comerse el mundo.Mar Caníbal es la historia de ese viaje desastroso, marcado por el prejuicio y el racismo. Con su prosa intensa y cargada de emoción, Quesada nos trae una poderosa reflexión sobre la memoria, los mitos, la vejez y la exploración de la sexualidad.

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“Hubo un tiempo en que el mar parecía escupir desconocidos a estas playas. Algunos venían por la fama de los manatíes y las tortugas, aunque los últimos de esos animales los habían matado ya mucho tiempo atrás. Un hombre muy bello, con unos brazos que parecían madera de redondos y duros, labios así de grandes, la piel negrísima y brillante, hizo una choza, se fue y volvió a los días con muchos hijos, la mujer preñada. ‘Ando buscando el norte –les contaba a todos con un acento muy curioso–, voy por la costa siempre hacia arriba, sé que voy a encontrar algún día un paraíso lleno de fruta, de pescado y tortugas’. Su mujer casi no hablaba, sus hijos eran como todos los chiquillos: juguetones y traviesos. Pero en este pueblo, Tobías, muy pocos se quedan, sobre todo si vienen pensando en las tortugas y los manatíes, pues esperan encontrar riquezas que nadie tiene. Hawksbill es un lugar para oír las olas, sembrar, dedicarse a la pesca, oír llover. ¿Me entiende? Pues apareció este señor diciendo que venía bordeando la costa desde Panamá. ‘El norte, busco el norte’. Nadie le creyó, aunque ninguno de nosotros tampoco pudo decirle que era un mentiroso. Pero era cuestión de pensar las cosas como son: cerca del mar no hay solamente arena blanca, también hay enormes obstáculos como piedras, precipicios, agua furiosa. Pero el hombre decía: ‘Ando buscando el norte’. Después mostraba unos pies duros, marcados por tan largas caminatas. A la mujer nunca le oí el cuento del norte, ni del paraíso lleno de tortugas, pescado y frutas. Hablaba nada más de haber dejado todo, menos a sus hijos, y de seguir a su hombre de pueblo en pueblo. No parecía feliz, pero tenía esa paz de las personas resignadas.

“Aquí se le ayudó al nuevo pescador a hacer su canoa de un tronco enorme, dejado por el mar en la playa. Él mismo lo pintó y le puso Ventura. La mujer, que estaba a punto de dar a luz, le dijo: ‘Es el nombre de nuestro hijo. Si no lo borra de su barca, algo malo pasará. No se deben confundir barco y crío’. Pero él no hizo caso. Entonces vino la desgracia: primero nació una niña en lugar del varón que ellos deseaban, y le pusieron el nombre escrito en el barco, Ventura, como si a pesar de todo ella no tuviera que ser como Dios lo quiso, sino como sus papás lo soñaron. Luego ocurrió una de esas tragedias que este pueblo siempre recuerda. El pescador se quedó una tarde un poco lejos de la costa. Una tormenta se fue juntando rápidamente y se lo tragó. La lluvia era como la de hoy, Tobías, así de cerrada. Su canoa fue devuelta vacía a la playa a la mañana siguiente. La viuda ordenó que la llevaran hasta su choza, decidida a enterrar en ella el cuerpo de su hombre cuando el mar se decidiera a entregarlo. Nunca lo hizo. La embarcación se fue pudriendo, abandonada ahí, esperando. Pronto los chiquillos empezaron a buscar quién les diera de comer porque la viuda, como afligida por un gran peso, permanecía echada en la hamaca todo el día, diciendo cosas raras. Les repetía a sus visitas que el hombre no se había ahogado, sino que otra vez se había echado a andar buscando el norte. Y mientras tanto ahí estaba la chiquita, sin atención de ningún tipo, llorando de hambre. La gente del pueblo estaba furiosa. Alguien incluso le prendió fuego a la canoa, seguro de que la mujer iba a reaccionar. No pasó nada.

“Para entonces se sabía que el hombre blanco del cacaotal quería un hijo. Su mujer, doña Gema, estaba seca. En esa señora nunca ha crecido nada. Don Gregorio no era amigo de nadie, solo del chino del abastecedor y a él le contó su deseo de un hijo. Don Gregorio apenas se juntaba con la gente de Hawksbill. Sentía rabia si no le hablábamos en español, no le gustaba nuestra comida, se creía mejor que nosotros… todavía lo cree, aunque algunas veces ha tenido que ser humilde, bajar la cabeza y pedir favores. Pasó así cuando su primera esposa agonizaba, y a falta de compañía y consuelo llamó a las yerberas.

“También fue humilde cuando supo la desgracia de la viuda. Trajo dinero, comida, una ropa vieja de Gema y de su otra mujer, la muerta. Me lo dio todo, pero no se fue. Habló como nunca, hizo preguntas y finalmente se atrevió: ‘¿Qué hará la mujer con los chiquitos?’. Yo le dije, sorprendida: ‘¿Cómo saber don Gregorio? No puede volver a su pueblo, dicen, porque ya no tiene nada allí’. Después habló de otras cosas, de lo bien que le iba con el cacao, y que ya era hora de tener chiquitos. Yo entendí y le dije: ‘Oí que la viuda tomará camino hacia el norte, a buscar otro lugar donde quedarse…’. Gregorio Malverde tomó un poco de aire, se le quebró la voz de miedo y orgullo y dijo: ‘Pídale que me venda un niño’.

“Al principio aquello me sonó horrible, contrario a las leyes de Dios. Pero era tanta la miseria, el dolor y la locura de la mujer, que se lo pregunté de todas maneras. Ella no contestó. Se puso a recoger sus poquísimas cosas, como si mi pregunta hubiera sido el anuncio de una gran amenaza. Finalmente dijo: ‘Cada uno de mis chiquitos me conoce y yo los conozco a todos, solo me podré separar de ellos cuando la desgracia sea muy grande, pero ella… –señaló a la bebé–, ella sabe de mí únicamente por el hambre, y yo no quiero que pase necesidad. Ofrézcasela, désela a cambio de lo que sea’.

“Mandé a llamar a don Gregorio. Definimos un precio y de madrugada yo misma le entregué a Ventura. Con la plata y los otros chiquillos, creo que a pie, la mujer se fue esa misma mañana sin despedirse de nadie…”.

Desde entonces, de cuando en cuando a Tobías le quemaba un poco la envidia, pues cuando su tía terminó de contarle la historia le hizo una pregunta urgente, nunca respondida a satisfacción:

—¿Y a mí me vendieron también? ¿Usted me compró, tía?

Ella no hizo sino reírse, qué tonto chiquillo, y lo cubrió de besos, sin comprender que el niño quizás se sentía reflejado en la pequeña Ventura, pero de una forma incompleta y gris, pues él mismo nunca se había sentido huérfano sino hijo de su tía, y carecía de recuerdos de esas personas llamadas padres: ni una fotografía, ni algo que hubieran amado, ninguna herencia, nada. Nadie en Hawksbill se había atrevido jamás a contarle su propia historia, o simplemente no había otra cosa más allá de unas vagas referencias, de alguien muerto muy joven, alguien que también se fue, y de esa mujer sin hombre pero con sobrinos, siempre madre, siempre tía, trabajando las horas para que al menos hubiera un plato de comida en la mesa.

Ventura tenía leyenda, pero prefería ignorarla. Tobías estaba ansioso de tener una, pero nada en el pueblo le daba pie para inventársela. Ella era como un personaje de cuento: vendida de niña, destinada a buscar su origen. ¿Pero Ventura quería saberlo? Si ni siquiera se reconocía como alguien más de Hawksbill. Si ni siquiera la casa de los Malverde era, en verdad, parte del pueblo aunque hubiera estado allí imponente, soberbia, desde antes de todo recuerdo. Era, por así decirlo, una extensión de otros lugares, sobre todo de la ciudad de Cartago, donde hubo en el pasado teatros con funciones de ópera y zarzuela, tiendas muy exclusivas y clubes donde la gente bien se reunía a jugar a los naipes y a repartirse el mundo.

Ventura, hasta donde recordaba Tobías, creció convencida de pertenecer a esa realidad fuera de la aldea, como si un accidente la hubiera puesto en Hawksbill y como si no hubiera contradicción alguna, nada que preguntarse con respecto a sí misma y a los viejos que la criaban. De chiquilla presumía de tener familia en la ciudad, gente que vivía en caserones magníficos. Volvía de viajes esporádicos a Cartago con bolsitos de cabritilla, con unos guantes largos que seguramente la mataban de calor, con vestidos que al sentarse se abrían igual que clavelones para dejar ver unos chingos supuestamente de las más delicadas telas, con sombreros, con unos zapatitos de charol rápidamente arruinados por el barro de Hawksbill. La ciudad no era como esta aldea, ni como Puerto Limón, jamás. Ahí frecuentemente llegaban diversiones fabulosas: el circo, la feria, los toreros mexicanos… Para los hombres había fútbol todos los domingos; las muchachas se iban después de la iglesia al quiosco de la música para escuchar los valses y minués de la banda municipal. Luego se almorzaba, se tomaba un siesta y a la matiné. Y después, ya ustedes saben, un cono de fresa y al parque a conocer muchachos, una va adelante con sus amigas y unos pasitos más atrás vienen mis hermanas y mi mamá cuidándonos…

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