Y aunque el chino Tsai había prohibido las reuniones de muchachos en su establecimiento, Tobías y algunos de sus amigos se dejaban ver de cuando en cuando, ansiosos cuando pasaban semanas sin que nadie apareciera por la pensión o levantara su campamento en las proximidades de la playa. Por eso, unos días antes de que yo fuera a sentarme frente al mar, Tobías se había metido a la oficinilla de Tsai a indagar si alguien vendría pronto. Se había corrido el rumor de que unas mujeres se hospedaban donde los Malverde, pero nadie en ese grupo prometía ser un buen prospecto.
—Las hijas de Gregorio –le explicó el chino sin dejar de revisar sus papeles–. Otros parientes, no sé cuántos. Una reunión de familia, me parece–. Luego volvió a sus papeles agitando la cabeza.
—Señoras mayores, como las de antes. Aparte de eso solamente tengo una reservación, pero la persona…
Una vez terminada la conversación Tobías salió al abastecedor. Mientras esperaba que la hija del chino le vendiera un cigarrillo, se quedó mirando a un muchachillo que compraba dulces por montones. Podía tener unos catorce años, pero el acto mismo de escoger confites y chocolates con tanto afán lo hacía parecer aún más joven.
—Para las primas –se disculpó el chiquillo devolviéndole la mirada. Sus ojos eran café claro, grandes, quizás muy tristes para su edad. Había en ellos una especie de brillo que a Tobías le resultaba familiar. Le recordaba a otros visitantes que habían encallado en ese fin del mundo. Muchos se quedaban paralizados al descubrir que el último sendero de sus fantasías moría justo al pie del mar, y que tal extensión de agua era, en efecto, un obstáculo insalvable para sus sueños. Ya no se podía tomar el siguiente avión, no había otro tren u otro trecho para seguir andando. Las pequeñas embarcaciones de Hawksbill no se aventuraban en aguas demasiado profundas. Eran barquitos que siempre necesitaban volver con algo de pesca en sus entrañas, para luego dormitar en la playa sin gloria alguna. Por eso casi nunca transportaban extraños sin rumbo. Entonces los aventureros se daban cuenta de que no les quedaba más que regresar: volver hasta la calle central de Hawksbill, luego por el camino hasta la orilla de un río de aguas achocolatadas, donde unos hombres de piel endurecida los trasladarían en balsa hasta el otro lado. Después los viajeros tendrían que subir una pendiente y esperar a que pasara el siguiente tren rumbo a Puerto Limón. Pero antes de emprender el regreso muchos se sentaban a llorar en la playa, abatidos por la imposibilidad de seguir adelante, detenidos al fin en esa carrera contra sí mismos, en su necesidad de avanzar. Era en ese momento que los muchachos del pueblo se acercaban, y sin hablar mucho les ofrecían otras posibilidades de viaje.
La experiencia le había enseñado a Tobías a interpretar esa desolación de los desconocidos extraviados en sus propios delirios. Apostaba cuáles serían sus intenciones, incluso cuán lejos podrían llegar. Y en ese chiquillo que acarreaba una enorme bolsa de dulces pudo ver la misma sed, la contenida desesperación de los solitarios sin vuelta. Sin pensarlo mucho se fue detrás de él. No pretendía ocultarse sino más bien que el muchachito sintiera su presencia. Avanzaron a poca distancia uno del otro por la calle principal de Hawksbill. Tuvieron que bordear charcos enormes, llenos de un agua lodosa que apenas podía reflejar cielos de colores imposibles. Casi en las escaleras de la casa de los Malverde, el chiquillo se volteó a mirar a Tobías con sus ojos inquisidores.
—Usted no es de acá –dijo finalmente Tobías. El muchachillo se limitó a sostenerle la mirada–. Yo me llamo Tobías, ¿y usted?
—Gonzalo, pero me dicen Chalo, Chalito.
—Me gusta Chalo... ¿Vino a pasar vacaciones?
Negó con un gesto:
—Aquí nadie parece estar de paseo... Bueno, yo tal vez...
Sonriendo, Tobías se le acercó. Sintió que esos ojos café le recorrían el cuerpo apresando cuanto pudieran, aunque de rato en rato se desviaban hacia los ventanales de la casa de los Malverde.
—¿Y entonces a qué han venido? No se puede hacer mucho aquí en Hawksbill.
El chiquillo apretó la bolsa de dulces contra su pecho, como protegiéndose de sí mismo.
—Vinimos a llevárnoslo todo.
Sentado frente al mar, con los sentidos alerta ante cualquier eventualidad, ese niño que soy yo siente un estremecimiento que confunde con frío, aunque quizás sea culpa. Se ve el vello erizado en los brazos, se sopla las palmas de las manos, pero no hace intento de buscar mejor protección contra el viento: Tobías está a punto de llegar, y Chalo le había prometido que estaría sentado ahí mismo. No deseaba un malentendido, ni que el muchacho se fuera sin él. No después de conseguir el dinero, ni de escaparse a escondidas, ni de no saber resolver cómo regresar a la casa de los Malverde y dar explicaciones a los adultos. No pensés, no pensés, se dijo a sí mismo, de otro modo probablemente estaría revolcándose bajo las sábanas, desasosegado por la duda de lo que pudo haber pasado. No, no esta vez. Se había comprometido con Tobías y le iba a cumplir, le estaba cumpliendo, y sin admitirlo abiertamente aceptaba los riesgos, rehuía el acoso de las corazonadas, miraba el mar sin verlo porque algo estaba cambiando y necesitaba permanecer atento.
Tobías le había pedido cierta suma para llevarlo a ver los últimos manatíes que supuestamente sobrevivían escondidos en ciertas playas en las cercanías de Hawksbill, igual que las tortugas que le daban nombre al pueblo. Sin embargo, según los libros que Chalito había leído antes de hacer el viaje, esos animales llevaban décadas desaparecidos. Existían aún a principios del siglo XX. Atraían cazadores de todas partes, desde Panamá hasta Honduras, incluso algunas islas del Caribe que a Chalo se le antojaban demasiado distantes. Decían algunos libros que esos hombres era especialmente crueles. Mataban a los manatíes a palos, y luego se iban bordeando la costa hasta donde se comerciaba su carne. Los indígenas de la zona, por el contrario, nunca se propusieron hacer negocio con esos animales que, en cierto sentido, les pertenecían, pues habitaban los territorios de sus ancestros. Les gustaba su carne y creían que sus huesos eran cura para algunos males. Sin embargo, poco a poco se fue volviendo más difícil hallar esas criaturas de cuerpo pesado, que parecían lamentarse como a sabiendas de su destino. Algo similar les sucedió a las tortugas.
Hacia 1916, una comitiva del gobierno de Costa Rica pasó en barco por esos parajes. Había sido enviada por el presidente para identificar terrenos no reclamados por la compañía bananera y levantar un censo de unos habitantes del país que, hasta ese momento, prácticamente no existían para nadie que viviera en las ciudades principales. El grupo encontró una comunidad de pescadores cuyos ancianos aún recordaban los manatíes y las tortugas que parecían tener un pico de gavilán. Ninguno de los funcionarios, sin embargo, pudo dar testimonio de la existencia de tales criaturas. No obstante, aceptaron lo dicho por los habitantes y anotaron en sus registros “Hawksbill” como nombre temporal de la aldea y la reclamaron en nombre del Estado costarricense, diz que para incluirla en los mapas y pensarla como una de las nuevas fronteras agrícolas –quizás para el banano o el cacao– o simplemente como parte del trámite que se le había ocurrido al presidente.
La posibilidad de ver un manatí o una de esas tortugas míticas bien valía los riesgos. Pero a la vez, Chalo presentía que nada era cierto. Cuando le pidió detalles, Tobías solamente pudo improvisar, agregándoles elementos fantásticos a esas criaturas que Chalo conocía perfectamente gracias a los libros y las revistas. Quizás un manatí fuera para Tobías simplemente un pez o un pájaro, no ese mamífero de forma y canto extraños que Chalito había visto en varias ilustraciones como una masa enorme de carne reposando sobre las piedras. Tal había sido su curiosidad que mandó una pregunta al programa Escuela para todos y esperó por semanas la respuesta. “Un estimado oyente de la ciudad de Cartago nos pregunta por el sonido que hacen los manatíes, un animal exótico que vive en las costas de ciertos países del Caribe. Escuchemos la respuesta”. Luego de una breve explicación se escuchó algo así como el chillido de un gato pequeño, antes de que aprendiera a maullar.
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