Susana Cordero - Albert Camus, de la felicidad a la moral

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Albert Camus, de la felicidad a la moral, esclarecedor trabajo de Susana Cordero de Espinosa, estudia la obra del gran escritor francés y reconstruye el trayecto recorrido por él en su búsqueda de la felicidad y el sentido de la existencia humana. La lectura que realiza Susana Cordero se funda en el conocimiento serio y minucioso de la novela, teatro y ensayo de Albert Camus y la inteligente comprensión de cada uno de los textos. No obstante, la clave de la riqueza de aquella lectura radica en la óptica desde la cual interpreta la vasta obra de Camus: una apasionada admiración por la honradez vital e intelectual de este último da a la autora una fuerza de intuición admirable, de tal modo que las páginas de su ensayo, a gran distancia de la fría disquisición académica, tienen la cálida vibración humana de una aventura intelectual y, al mismo tiempo, vital. Con el examen de más de una decena de obras, Susana Cordero describe los valores y antivalores del mundo camusiano. Desde la felicidad sin ideas hasta la definición del sentido moral de toda existencia humana, en el periplo de Camus se expresan diversas etapas: un Íntimo deseo de felicidad lleva al hombre, en la inocencia del devenir, a gozar de la luz, el mar, los alimentos de la tierra; pronto salen al paso el dolor y la muerte, fuentes que envenenan la vida humana. Le queda entonces vivir el absurdo, entregado al presente y rechazando todo cuanto trasciende los límites del mundo. Si la vida no tiene sentido, hay que dotarle de alguno. En ese empeño, la rebelión contra el orden del mundo conduce al hombre a salir de sí mismo. La solidaridad, pues, se convierte en una de las grandes fuerzas del obrar humano. La apasionada admiración que la autora profesa a Camus no obstaculiza en ella una actitud crítica: Susana Cordero analiza la radical contradicción de la ética utópica del escritor francés, cuyas tensiones no se llegan a resolver del todo al momento mismo de su prematura muerte. Escrito con singular fuerza y brillantez, este ensayo enriquece la bibliografía nacional, escasa más bien en trabajos como el presente, y, al tratar el tema en apariencia alejado de lo nuestro, nos recuerda que un pensamiento desesperadamente agónico como el de Camus también nos pertenece, en tanto expresa las angustias y dudas del mundo contemporáneo, del cual, con nuestras propias perplejidades, somos parte.

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Forzados por este acontecimiento incontrolable, pensamos que la extrañeza de este extranjero radica, no tanto en su carácter, en su pálida conciencia, cuanto en la desproporción brutal entre su modestia y su destino.

Esta caída, de cuyas consecuencias Meursault no es consciente, ante la que le será imposible llegar a sentirse culpable, ilustra la fuerza de su inocencia, su insalvable contradicción: la libertad indiferente con que vivía hasta ahora abre paso a la responsabilidad de un destino impuesto que implica una libertad asumida, única base del posible planteamiento moral de la novela.

El extranjero, hasta ahora, ha sido inocente:

Inocente. Inocente como esos primitivos de quienes habla Sommerset Maugham, antes de la llegada del pastor que les enseña el Bien y el Mal, lo permitido y lo prohibido.109

Sin culpa, sin remordimiento, con una mirada benévola para toda la realidad, de repente y por un acontecimiento que le supera, Meursault deberá pagar con su vida una culpa de la que no puede arrepentirse, pues ni siquiera puede comprender.

Tal es para Camus la verdad de la muerte: una condena que sobrepasa el sentido de la vida humana, un destino injusto y desgraciado contra el cual no puede oponer otra lucidez que la de las certezas del cuerpo: la tristeza de una libertad perdida –la libertad de acostarse con una mujer, de fumar un cigarrillo, de quedarse en el cuarto y ver pasar a la gente desde el balcón de la tarde– y la desasosegante constatación de que nada se puede hacer.

EL JUICIO

La posición de Meursault en el proceso, al que asiste como protagonista de un hecho que los jueces explican fecunda y fácilmente, no puede ser otra que la de un espectador: ninguna reacción de verdadera angustia, de descontento o de dolor. Sus sentimientos apenas se distinguen en la vacilación ante los otros, en esporádicos “recordé que había matado a un hombre” que de pronto le impiden ser –a su manera “inocente” también– solidario; la muerte del árabe lo ha separado del mundo y de los demás hombres, sus únicas riquezas. Una vez descubierto su extraño comportamiento durante el entierro de la madre, toda la investigación se ilumina y la inquietud de los jueces se reduce a averiguar sus reacciones ante la muerte y en el entierro de aquella, para descubrir la relación entre su indiferencia y su crimen.

Desde el punto de vista de lo establecido, su carencia de reacción –encontrar una chica en la playa, ir con ella al cine, hacer el amor al día siguiente del entierro de su madre– demuestra más y mejor que el crimen mismo, la culpabilidad de Meursault. Culpable, por así decirlo, desde su nacimiento; en su carácter hay ya culpabilidad.

El extranjero muestra que Camus en esta época de su vida se planteaba ya el sentido de la existencia como la asunción de una culpa de la que no somos conscientes, pero cuya toma de conciencia implica un movimiento hacia la moral. El pueblo en el que vivió hasta entonces, le enseñó a tomar la vida de cada instante como toda la vida, a gozar sin remordimientos de la naturaleza y del sol. Pero como no se puede vivir impunemente, ya el mismo Camus intuía cuánto el exceso de bienes naturales puede esterilizar el hacer de la vida. En Bodas, ya intuye el desacuerdo entre la condición humana y la inocente indiferencia del mundo. Ahora, con Meursault, quiere mostrarnos un hombre indiferente y macizo como la naturaleza, que, incapaz de mal, comete un crimen y es condenado, no tanto por dicho asesinato, sino por su ‘inocencia’, por su falta de conciencia respecto de aquel: en esto radica la suprema paradoja de un existir volcado solo hacia el presente.

Si Meursault puede ilustrar, como suponemos, la condición humana, es porque su personalidad es la del hombre común, sobrepasado por su destino. “Respondí que todos los seres normales habían deseado más o menos la muerte de aquellos a quienes amaban”.110 Meursault no es un ser de excepción: para juzgarlo, las generalizadoras y abstractas leyes de los hombres son desproporcionadas: las conveniencias, los miedos, los riesgos de los cuales quiere protegerse la sociedad gestaron reglas frente a las cuales cada hombre, resultado de lo pequeño, cotidiano y concreto, es impotente y culpable.

Las explicaciones que Meursault puede dar sobre su crimen están del lado del sol: “las necesidades físicas alteraban a menudo mis sentimientos”.111 Así, cuando los jueces condenan basándose en valores que presuponen una voluntad independiente del cuerpo en la que dicha voluntad se halla encarnada, corren el riesgo de condenar a la entera naturaleza humana…

Según dichas reglas, todos somos extraños, puesto que quisiéramos estar siempre del lado de la naturaleza, de la belleza, de la sensualidad… Acomodándonos a los valores para no tener problemas, acabamos por adecuarnos a los requerimientos sociales –no olvidemos que el mismo Meursault tenía sus normas: cumplía a cabalidad su trabajo, amaba el juego, decía la verdad sobre sus sentimientos y, en algún sentido, muere por mantener esa misma verdad–. Encuentra todas sus certezas del lado del cuerpo, lo cual supone un abandono íntimo y consciente, pero adverso y funesto…

Los valores con los cuales se juzga a un hombre, o lo trascienden y lo miden desde fuera, prometiéndole, a la vez, una existencia nueva, recobrada y definitiva que supere la muerte, son otra ilustración del absurdo de existir: intentan consagrar ese absurdo en regla, para escapar a él… Este es el verdadero dilema de Camus, en el que irá ahondando progresivamente, sin llegar jamás a escapársele.

En todo caso, quizás la inocencia de Meursault que desconoce su culpabilidad resulta más deseable que la mentirosa comodidad de este ‘cumplir’ repleto de concesiones, de nuestra vida de hombres consecuentes.

El extranjero, amenazado por todos, se presenta en el juicio como un hombre solidario. Su alegre respeto cotidiano por la vida y la comodidad de los demás se convierte en preocupación por el juez: el criminal piensa ante él, que no quisiera hacer daño. Es verdad que, por una carta mentirosa, puso en peligro a la novia de Raymond, pues sabía que Sintés le daría una paliza, pero lo hizo porque estaba con su amigo y veía la verdad desde su lado; ¿desde qué otro punto de vista habría podido enfrentarla?... En su exigencia de simplicidad, brilla una virtud negativa: ni juzgar, ni sancionar; si la contradicción de la existencia quiere que este conspicuo indiferente sea condenado, dicha condena se constituirá en paradoja suprema.

Cuando el juez de instrucción le presenta el crucifijo, Meursault responde con las únicas certezas de que dispone: una de ellas, punto de partida o resultado de su posición ante la vida es el ateísmo, nunca puesto por él en tela de juicio. El arrepentimiento habría podido acercarle a Dios pero, como le es imposible considerarse culpable, toda compunción le es ajena. Este ‘inocente’, que recibe de parte del juez la exhortación a ponerse en la disponibilidad de un niño para ser perdonado “cuya alma está dispuesta a aceptarlo todo”112, siente extraño cualquier lenguaje expresivo de un mundo sobrenatural: a la agitada exaltación apostólica del juez, opone sus evidencias sensibles:

Para decir verdad, yo había seguido muy mal su razonamiento, ante todo, porque tenía calor, porque unos moscardones se posaban en mi cara y también porque me atemorizaba un poco.113

La única religión que Meursault ha conocido es la que Moeller caracterizó como “la religión de la dicha sensible”.114 Al rehusar aceptar a Cristo en quien no cree, vive en contacto con lo sobrenatural una rebelión pasiva, rechazo sin pasión, aunque decidido y claro. Su inocencia se mantiene gracias a su pasividad: su no preguntarse es garantía segura de la continuidad de su frescura. Solo la conciencia moral viene a introducir la muerte en la vida, pero Meursault ejerce sobre la realidad su conciencia abierta a lo sensible, incapaz de ascender al significado oculto en cada cosa. Existen la vida y su acuerdo con ella: acuerdo instintivo cuya verdad, como en Bodas, es la de no buscar lecciones; la felicidad posible y hacedera es la de quien ejercita su lucidez sobre el mundo, sabiendo que este no brinda otra respuesta que su presente. De aquí se desemboca en la moral de la cantidad: cuanto más intensamente se entregue el hombre a los goces de la tierra, estará más cerca de la felicidad. Ello supone como fundamento el absoluto acuerdo en que vivía Meursault antes del crimen, tomándose a sí mismo como un ser único en un mundo sin posible trascendencia. Pero porque Meursault no está solo, existe la posibilidad del crimen; también porque no está solo será juzgado: los demás imponen preguntas, quitan límites a mi solidaridad y, en adelante, una vez que se ha reconocido y sufrido la herida de su presencia, no habrá acuerdo posible.

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