Ángel Barahona Plaza - La fuente última del acompañamiento

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En estas páginas se ahonda en el caudal inestimable de sabiduría espiritual que la Iglesia ha ido atesorando a través de la lectura que durante siglos ha hecho de las Sagradas Escrituras y que custodia celosamente como un depósito capaz de seguir ayudando al hombre de hoy, ávido de acompañamiento.No hay mejores maestros en acompañar que Cristo y la Iglesia, ni un lenguaje más certero ni una experiencia más penetrante que lo que la Revelación nos ha entregado a través de las Escrituras. Un tesoro por explorar y explotar, escrito en un lenguaje intemporal, lleno de relatos de vida y sabiduría que los autores han tratado de actualizar desde su experiencia de años dedicados a la formación.

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La historia de Esaú, no obstante, permanece semioscura y esa oscuridad nos da una idea de su no inocencia. También Esaú, el violento y orgulloso, tiene necesidad de ser acompañado. El arte de la caza, según Ibn Ezrá, es el de la astucia y el engaño. ¿Cómo puede este rabino atribuirle a Esaú artes engañosas? Yendo a la base real del texto: «E Isaac amaba a Esaú porque le traía alimentos». Pero el texto real difiere del bíblico, literalmente dice: «E Isaac amaba a Esaú porque (había, traía) caza en su boca». Si se dijera «a su boca», pero no, está escrito «en su boca». La oscuridad gramatical es patente: ¿en boca de quién? La respuesta lógico-gramatical es «en boca de Esaú». E Isaac amaba a Esaú porque (había) caza (engaño) en su boca (de Esaú). El amor de Isaac ya no es un amor compensatorio —puesto que Raquel amaba a Jacob, posible fuente de la rivalidad no culpable, la división afectiva de los padres—, un pago por el buen hacer de Esaú, sino que es un amor provocado por las astucias del hijo que se mostraba leal, trabajador y honesto ante el padre para distinguirse del ladino Jacob, apegado a las faldas de su madre. Isaac lo amaba porque debía ser amado, por la rivalidad y simetría del afecto parental y porque el primogénito copia mejor las actitudes del padre. En el acompañamiento familiar es muy importante caer en la cuenta de la cantidad de veces que hacemos agravios que suponen estos temibles peligros a los que sometemos a nuestros hijos. Es verdad que Dios lleva la historia y que, si el hombre se deja iluminar por Él, por su palabra, el final es así de maravilloso, pero otras muchas historias nos corroboran el fracaso. Lo difícil que resulta sobrellevar estas historias fraternas si no se es acompañado hace que merezca la pena ser lo más exquisito que se pueda en el trato, necesariamente diferencial, pero no diferenciador, en la educación de nuestros hijos.

El AT es el anticipo de la revelación definitiva. El pasaje del perdón recuerda el de Lamec prometiendo vengarse siete veces de las afrentas para así dar a entender que el gen de Caín ha dado su fruto. Los hombres creen en este modo de solucionar los conflictos: la venganza. Por este pasaje y el de Lamec en el Evangelio, el discípulo le preguntará a Jesús: «¿cuántas veces tendré que perdonar a mi hermano?, ¿hasta siete veces?» La respuesta ya la sabemos: «setenta veces siete» (77777777777n), que significa siempre (Mt 18: 21s.).

Pero hay más en la historia de Esaú interesante respecto de lo que es un mal modelo de acompañamiento personal. La imitación perfecta del referente. La siguiente vez que se lo menciona se pone el énfasis en que cumplió cuarenta años y tomó por mujer a la hija de Beeri el hitita y a Bosmat, hija de Elón el hitita. Lo de los cuarenta años parece intentar recordarnos al propio Isaac, que se casó a los cuarenta años con Rebeca, hija de Betuel el arameo, de Padán Arat, hermana de Labán el arameo. Esaú se casa emulando, imitando a la perfección, a su modelo paterno, pero con la diferencia de que establece lazos con las hijas de los hititas: igual pero distinto. Modelo, pero rival del que hay que desgajarse y que conlleva una separación espiritual: casarse fuera del clan es adorar a otros ídolos, cambiar de modelo. No se puede, en el judaísmo, adorar a dioses extraños que alejan de la promesa de una tierra. La rivalidad se extiende a partir de este gesto a los dos pueblos como había sido profetizado en el seno de Rebeca.

Pero continuemos con el otro pueblo, el que va a derivar de Jacob. Deteniéndonos no tanto en el acto fundacional de un pueblo 64(Israel) como en el hecho de que Jacob no mata al otro para fundar, como era costumbre en los relatos mitológicos de gemelos (Caín mata a Abel y funda Nod; Rómulo a Remo y funda Alba, etc.). La victoria no es tanto sobre un hombre, que sería el principio de una revancha inagotable, como sobre Dios, que da por finalizada la lucha, el antagonismo, y potencia la reconciliación. «Por esta razón Jacob ya no se llamará más Jacob: En adelante no te llamarás Jacob sino Israel; porque has sido fuerte contra Dios y contra los hombres y le has vencido » (Gn 32:29).

Y en este punto Dios pierde el nombre. No se lo dice cuando Jacob se lo pregunta, no importa, esa iconoclastia tiene un sentido: Dios estará en el lugar, en el Betel de peni’el (Penuel), el lugar donde se ve a Dios rostro a rostro, donde se lucha a la vez con él y con todo otro, y solo se vence a Dios («le has vencido»), no a los hombres. Dios es el lugar, y el lugar es el rostro de cada hombre con el que hemos de enfrentarnos. Dios es el que busca el lugar del encuentro con aquellos a los que se compromete a acompañar. «Jacob le preguntó: “Dime por favor tu nombre”. —“¿Para qué preguntas por mi nombre?”. Y le bendijo allí mismo. Jacob llamó a aquel lugar Penuel …» (Gn 32:29-30).

Cuando se trata de familias numerosas es muy interesante reparar en el paradigma psicológico y pedagógico que exhibe la Escritura. Hay que traducir el espíritu patriarcal a la época en que vivimos, pero, con pequeños matices diferenciales, se repiten los esquemas. En un principio, se observa una inconfundible rivalidad mimética en la que el modelo, Esaú, se ve amenazado por la imitación, que lleva hasta el extremo de buscar la suplantación al sujeto deseante envidioso, Jacob. La disputa por el objeto —la primogenitura— los convierte en antagonistas. El intento de suplantación o jacobeo mimético es tal que Jacob se disfraza de Esaú para engañar a su padre empujado por la madre. Pero con el tiempo, y contrariamente al desarrollo esperado a la luz de otros mitos coetáneos y relatos de este tipo, no contemplamos la muerte física del otro, tal vez la óntica —se le ha robado el ser, la bendición, la primogenitura—, pero esta tiene retorno: si se da la reconciliación, se puede recuperar el terreno perdido.

Después de ese combate, en el que uno aprende la necedad de toda rivalidad por los objetos, en el que uno cede a sus pretensiones de suplantación mimética, ambos obtienen la recompensa: la bendición como paz, la primogenitura como tierra por medio. La posibilidad de donación al otro no ha traído el anegamiento de uno, sino el emerger de los dos, exentos ya de rivalidad. Se puede descubrir una nueva fraternidad sin la reciprocidad mimética, sin la rivalidad interminable. Este aspecto es inédito en la historia del pensamiento mítico, así como del relato historiográfico; solo la Biblia abunda en este modo de acompañar a los héroes.

Esta es una de las cosas que hace original y genuino el discurso veterotestamentario frente a los mitos y leyendas coetáneos. Frente al final sacrificial, preñado de sangre, generador de un orden social espurio, de una paz efímera traída por el crimen, el relato bíblico permite la reconciliación, la liberación de la rivalidad por la autodonación de uno de los participantes. Las historias bíblicas tienen un final no predeterminado, pero sí orientado: Jacob no puede vivir sin reconciliarse con su hermano.

En la Revelación, las historias de hermanos tienen un papel preponderante. Las relaciones son ir y volver, huir y retornar. Caín y Abel son el paradigma de que YHWH siempre se pone de parte del inocente y corrige al culpable sin represaliarlo, bastante tiene con su propia violencia. En este episodio de Jacob vemos cómo Dios, de esta guerra entre hermanos, va a hacer al hombre extraer una lección: la importancia de la fraternidad, un perdón y una reconciliación. Toda la historia de la humanidad está plagada de estas experiencias de conflicto entre hermanos, naciones, pueblos, en sus luchas por el prestigio, el territorio, igual que en el seno de una familia cualquiera. Jacob y su historia bíblica es un paradigma. Por eso vemos ya la lucha desde el vientre de la madre. Rebeca, que sabe que su hijo Esaú había dicho: «En cuanto muera mi padre mataré a mi hermano Jacob», llama al hijo más pequeño, a Jacob, y le dice: «Hazme caso hijo mío, levántate y huye a Jarán, a donde mi hermano Labán, y te quedas con él una temporada hasta que se calme la ira de tu hermano contra ti y olvide lo que has hecho, entonces enviaré yo a que te traigan de allí. ¿Por qué he de perderos a los dos en un mismo día?» (Gn 20:43-45). Y dice una tradición hebrea que Jacob le contesta: «Yo haré lo que tú dices». Lo mismo que la Virgen ha dicho en Caná de Galilea: «Haced lo que Él os diga» (Jn 2:5). Lo mismo que en el episodio de José con sus hermanos en Egipto: «Id a José y haced lo que él os diga» (Gn 41:55).

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