Me animo a escribir estas páginas desde la experiencia pastoral de acompañamiento a tantos que han perdido un ser querido y quedan heridos y sin horizonte. A lo largo de muchos años de trabajo parroquial y en mi actual tarea como capellán del tanatorio de la M-30, de Madrid, he tenido la gracia de estar cerca de los enfermos terminales y de sus familiares después de su muerte. Siempre he creído en la fuerza transformadora de la presencia, de la sacramentalidad cristiana, de la palabra que conecta con la existencia concreta y que ayuda a trascendernos, a vislumbrar lo que ordinariamente no aparece, ante un umbral de sombras y misterios.
Con nuestra presencia junto a los familiares del difunto estamos llamados a aportar el don más precioso: la paz. Esa certeza interior de un nuevo sentido, de que no todo está perdido, porque lo confiamos a los brazos de Dios. Hemos de ser «sacerdotes de resurrección», mensajeros del Invisible que ayudan a atravesar la prueba de la noche hacia la mañana de la resurrección, mirando desde el corazón iluminado por la fe.
La decadencia actual del ritual funerario revela la crisis de la dimensión espiritual de la vida, de los lazos afectivos entre parientes y amigos, de la memoria como argamasa del sentimiento comunitario y la pérdida del horizonte del más allá. Resulta paradójico que, estando la muerte por todas partes (televisión, cines, videojuegos), se haya perdido la conciencia de la mortalidad. Sin embargo, hemos experimentado que los momentos en torno al duelo ofrecen un espacio privilegiado para que el acompañamiento pastoral pueda alumbrar una perspectiva esperanzada.
«Acompañar» es estar o ir en compañía de otros. Para el doliente, es importante sentir que alguien camina a su lado en los momentos oscuros y cuando está perdido. Necesita sentirse abrazado, escuchado para ser reconfortado y encontrar una salida a su angustia. Mientras acompañamos, ni el otro ni nosotros nos sentimos solos y ayudamos al otro a ser protagonista de su vida.
El tiempo del duelo precisa de un apoyo psicológico adecuado para elaborar los diversos pasos que ayuden a superar esa etapa. Pero reclama también el alivio y consuelo que aportan las energías espirituales (fe, creencias, ritos); de ahí la trascendencia del acompañamiento espiritual en todo ese proceso. Significa una traducción de la compasión evangélica que implica calor humano y empatía en relación con la persona que está sufriendo la pérdida. El apóstol Pablo advertía a los primeros cristianos que, en medio de las lágrimas, no debemos desesperar como los hombres que no tienen esperanza; en Jesús resucitado estamos llamados a atravesar la cruz y la muerte. El duelo es una respuesta a un amor experimentado; queda su recuerdo, el agradecimiento y la oración.
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El tiempo del duelo no comienza con la muerte de la persona amada. La enfermedad que se prolonga, las últimas etapas, la enfermedad terminal, suponen para los familiares un replanteamiento de sus relaciones con el que se va: ¿qué ha significado en mi vida?, ¿cómo ayudarle a superar la angustia?, ¿cómo despedirle?, ¿cómo prepararse para el después?
Por otra parte, al que se acerca a la muerte se le plantean las cuestiones más profundas y las intuiciones más esenciales rechazadas durante años. A nivel espiritual, el enfermo va a necesitar encontrar algunas respuestas al sentido de su vida, a su propia muerte y al futuro que le espera más allá de la muerte. Es el momento de ayudarle a explicitar sus valores, creencias y su experiencia de fe, que le den ánimo para superar los miedos y temores que le asaltan.
Aquellos que tienen el privilegio de acompañar a un semejante en sus últimos momentos saben que entran en un espacio de tiempo muy íntimo. La persona, antes de morir, tratará de confiar a quienes le acompañan lo esencial de ella misma. Con un gesto, a través de una palabra, con la mirada, procurará transmitir aquello que de verdad cuenta y que no siempre ha podido o sabido decir. Tengo presente a una mujer joven, incapaz de formular palabras, pero a través de los abrazos y gestos de ternura se iba despidiendo de sus hijos pequeños. Con la ayuda de una presencia amiga a la que expresar el dolor y la desesperación, los enfermos llegan, a veces en pocos días, a abrazar su vida entera, a discernir la verdad que entraña.
Jesús mismo ha tenido que ir aceptando el destino de muerte que le estaba reservado. Tras el anuncio de su inmediata pasión en la última cena, Jesús se va a Getsemaní a rezar en una agónica vigilia para ser capaz de aceptar el cáliz que le ha sido reservado por la voluntad del Padre (Lc 23,19).
Es trascendental que la familia acompañe y rece junto al enfermo. La cercanía de la muerte es momento privilegiado para la oración y la plegaria en sus diversas formas. Los cercanos pueden hacerse eco de los sentimientos del moribundo a través de las palabras recogidas de los salmos: «Dios mío, socórreme; mi suerte está en tu mano. Tú eres mi refugio y consuelo; a tus manos, Señor, encomiendo mi vida». El sentirse mecido por esas manos amorosas abre un boquete en el muro de la muerte, confiando en que del otro lado seremos acogidos y puestos a salvo. Así me lo confesaba la esposa de un recién fallecido: «En los últimos meses de su enfermedad me enseñó la importancia de la aceptación, la entrega y la confianza para ser trascendidos. Cuando partió, de momento deseé seguir cediendo al dolor lacerante de mi corazón; mas superé la tentación de dejarme arrastrar por él, pensando en mis hijos, que me necesitaban; me ganó la confianza en Dios, que me seguiría sosteniendo».
No hay que mentir al enfermo sobre su situación. Le sostiene estar calladamente junto a él, invocar a Dios para ayudarle a pasar la frontera, asegurarle que hay quien le espera amorosamente desde el otro lado, que encontrará la puerta abierta a la eternidad. No intentar retenerlo, darle permiso para irse en paz.
Para estar cerca de estas situaciones es importante dar relieve y tiempo a la pastoral de enfermos: cuando se les ha visitado con asiduidad, es más fácil acompañar las diversas encrucijadas por las que atraviesan los enfermos y sus acompañantes o familiares.
Se pueden destacar algunos momentos privilegiados y aspectos importantes que hay que tener en cuenta en esta etapa.
Ante la incertidumbre
Cuando un miembro de la familia lleva tiempo sintiéndose mal, con un deterioro progresivo, con dolores agudos y va a entrar en la fase de diversas pruebas médicas, todos entran en un período de desconcierto, de súplicas a Dios: «Que no sea grave».
Me encuentro con Jorge, que vive una de esas etapas por los problemas de salud e incertidumbre por la situación de su esposa; está lleno de temores y espera una palabra de ánimo y consuelo. Le animo a irse el fin de semana con la esposa y los hijos a la casa que tienen en el pueblo, donde encuentran momentos de sosiego y paz. Le comento la escena de la transfiguración de Jesús (Mt 17,1-9). Acompañado de sus discípulos, sube camino de Jerusalén; les va diciendo que le espera una situación tremenda: le van a detener, a juzgar y a condenar a muerte. Ellos le acompañan cabizbajos, sin comprender cómo le puede sobrevenir eso. Para darles un respiro, les pide que le acompañen a subir al monte para rezar. Allí, la luz de Dios le explota dentro y Jesús queda transfigurado, nimbado por una luz más fuerte que el sol que reverbera en la montaña. Está acompañado por Moisés y Elías, los grandes profetas de Israel, que comentan su próxima pasión. Los discípulos escuchan la voz de Dios, que proclama a Jesús como «el Hijo predilecto», de quien se pueden fiar. Los discípulos quedan obnubilados por la visión y tan felices que quieren acampar allí para siempre. Al rato, pasada la visión, Jesús les invita a bajar de nuevo para continuar el camino.
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