Ven, nuestra Memoria interior, ayúdanos a leer los «signos de los tiempos» y haznos recordar, comprender, amar y vivir hoy las palabras y los gestos de Jesucristo.
Ven, nuestro Guía interior, condúcenos por los caminos de nuestro corazón, de nuestra vida cotidiana, del Reino de Dios, y haz que el río de nuestro destino desemboque en el océano de Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo.
Acompañando el momento de las ofrendas: pan, vino, bandeja de las velas, uno de los que han sido ungidos recita esta oración:
Recibe, Señor, nuestros miedos y transfórmalos en confianza.
Recibe, Señor, nuestro sufrimiento y transfórmalo en crecimiento.
Recibe, Señor, nuestro silencio y transfórmalo en adoración.
Recibe, Señor, nuestras lágrimas y transfórmalas en plegaria.
Recibe, Señor, nuestro desaliento y transfórmalo en fe.
Recibe, Señor, nuestra soledad y transfórmala en contemplación.
Recibe, Señor, nuestras amarguras y transfórmalas en paz del alma.
Recibe, Señor, nuestra espera y transfórmala en esperanza.
Recibe, Señor, nuestra muerte y transfórmala en resurrección.
• Después de la comunión
Un tiempo de silencio: ungidos por el Espíritu de Dios, alimentados por el pan de resurrección, nos dejamos pacificar, sanar para ser portadores de ánimo, acogida, abrazos.
Bendición de la cruz grande, que va a ser incorporada a la cabecera de nuestro templo, y de las cruces que son entregadas a los enfermos por miembros del equipo de pastoral.
Recitado del siguiente poema por uno de los ungidos:
Bendito seas, Señor, con salud y enfermedad: en las dos yo quiero amor.
Tú no quieres el dolor, es la vida quien lo da.
Ya he llegado a la vejez y con gran conformidad he empezado a comprender
que solo sabes querer.
Tú eres mi Dios de bondad.
Ya estoy torpe, Padre Dios, y con no pocas goteras…; yo te ofrezco con amor
hasta mi silla de ruedas.
Tengo el alma, Señor, lacerada de dolor, mas sea lo que tú quieras.
Yo te ofrezco mi bastón, mis pastillas, mi tensión un poco descontrolada, y mi cabeza cansada, mi cansado corazón.
Espíritu Santo, ven, enséñame a caminar con ánimo bien templado, a hijos y nietos amar, sin esperar demasiado, que el amor que es verdadero nada pide por amar
y, si se da, se da entero, sabe sufrir y callar.
Bendito seas, Señor.
A veces la vida es dura y me falta hasta el valor.
Que no me falte tu amor ni tampoco tu ternura.
• Bendición de las velas. Imploramos la bendición de Dios sobre estas velas que encendemos en el cirio pascual, símbolo de Cristo. Que sean luz que ilumine las sombras de vuestro camino y llama que caldee el corazón, y os dé fuerza para seguir amando y esperando. Por Jesucristo, nuestro Señor.
• Entrega de las luces
Os entregamos la vela.
Llevadla a vuestra casa y ponedla en el lugar donde colocáis los recuerdos más apreciados y queridos.
Encendedla en los días y acontecimientos alegres.
Encendedla también en los momentos y días oscuros: cuando estéis en dificultad,
cuando sufráis en silencio.
Los miembros de pastoral entregan a los enfermos la vela.
La reacción de los enfermos, sus familiares y comunidad participante fue unánime, expresando gozo, emoción, gratitud. Una hija agnóstica cuyos padres habían recibido la unción lo formulaba así: «Muchas gracias por lo que hemos vivido en este rato; para mis padres, que perdieron un hijo en accidente hace cuatro años, la participación en la parroquia está siendo un refuerzo clave de esperanza. Gracias».
Otros diez enfermos en peores condiciones recibieron al día siguiente la unción en sus casas, con el mismo contenido y acompañamiento familiar y de algunas personas de la comunidad.
2
HACERSE PRESENTE TRAS LA MUERTE
La muerte nos coloca ante el abismo de la separación: unos gritan su desesperación, otros rezan, otros se despiden con un dolor silencioso e indeleble en el alma y otros formulan los sentimientos postreros que bullen en su corazón. Después de un fallecimiento sentimos la necesidad de que nos acompañen, nos reconforten, nos expresen cariño y condolencias.
Por eso, ante la muerte de un conocido, es importante acudir al lado de los suyos, visitarles, llevarles ayuda para primeras necesidades, disponibilidad para las tareas cotidianas. No es fácil expresar palabras oportunas, pero lo que importa es la presencia, el abrazo, la oración junto a ellos. En ocasiones, los dolientes necesitarán evocar a su difunto, recordar momentos y anécdotas de su vida, comentar las circunstancias de su muerte; resultará valioso escucharlos y completar la imagen del difunto con ellos.
El abrazo cálido de los amigos conforta y calma la angustia, hablar de él alivia la aflicción, llorar es desahogar el alma. Duele especialmente la huida de amigos o personas esperadas, porque se sienten confusos y no saben qué decir o hacer, y por eso ponen distancia.
En nuestra tradición cristiana tenemos un acervo acumulado de símbolos, iconos, relatos, imágenes y palabras capaces de abrazar esas realidades humanas más hondas para arropar frente al temor y al desconcierto. El culto, los sacramentos, los ritos, evidencian a Dios en la misma carne; remiten a la presencia de Dios en todo lo que vive, especialmente en el rostro humano. Somos buscadores incansables de la divino-humanidad oculta en los seres y las cosas, como camino alternativo al frío de la nada. Existe un poder desconocido y misterioso en los ritos.
Merece la pena caer en la cuenta del tesoro del que somos portadores, dejarnos tocar por la compasión y la necesidad de percibir un rayo de luz y de esperanza ante la noche de la muerte. Estamos llamados a ser mediación transparente de la presencia del Resucitado, que actúa sobre el difunto y sus deudos para infundir vida eterna. Los ritos cristianos y la liturgia de exequias celebran la memoria del difunto, afirman el valor de la vida y sitúan el acontecimiento de la muerte en el horizonte de la experiencia cristiana.
Presencia en la casa del difunto para enjugar lágrimas y aportar un gesto de esperanza
¿Qué ha hecho Dios contigo?
A la parroquia llega la noticia de la muerte repentina de una chica de 22 años que viene ayudando en la catequesis. Me acerco a la casa familiar; allí se percibe el desgarro y el llanto. Cuando me ve la madre, empieza a gritar: «Mónica, ¿qué ha hecho Dios contigo? Tú frecuentabas la parroquia, echabas una mano con los niños y así te ha pagado, ¿qué va a ser de nosotros?».
Asumo serenamente la queja dolorida y le respondo: «Tienes razón en protestar a Dios, en quejarte ante él». El evangelio de Juan (11,1-45) relata un momento parecido en la vida de Jesús. Ha muerto inesperadamente su amigo Lázaro. Marta, una de las hermanas, se encara con Jesús: «¿Cómo has permitido esto?; si hubieses acudido cuando te avisamos de la gravedad, no habrías permitido que muriera mi hermano; llegas ahora, cuando lleva ya cuatro días enterrado». Jesús escucha su lamento, llora junto a ella por el ser querido perdido. A la vez le asegura: «Tu hermano resucitará. Yo soy la resurrección y la vida, el que cree en mí no morirá para siempre». La acompaña hasta el sepulcro y allí cumple su palabra. En nombre del Dios de la vida grita fuerte: «Lázaro, despierta, levántate y sal»; él escucha esa voz poderosa, obedece y recupera el vivir.
Para vosotros, la familia de Mónica, ahora estáis sumidos en el duelo, se os desgarra el corazón, pero se va al regazo de Dios, que, con su abrazo, es capaz de despertarla para la vida eterna. Se va a Dios, pero se os queda dentro, amasada en vuestra carne.
Junto a la familia recito esta oración:
Señor, que has venido a recoger a Mónica, que se ha adelantado a tu encuentro. La confiamos a tus manos amorosas que recrean para la vida permanente. Ten cuidado de ella, dale tu mano para que pueda llegar hasta ti; escucha su vida, que te llega plena de tus dones abundantes y de su humilde tarea cumplida a lo largo de sus breves años.
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