Edmund Pellegrino - Las virtudes en la práctica médica

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En 2013, a los 93 años, se enterraba en Washington a Edmund D. Pellegrino, y quizá con él toda una era de la medicina. Desaparecía uno de los mas grandes maestros de la ética médica; y sin duda el profesor de medicina mas inquieto frente al deterioro moral progresivo de la práctica médica de su país, y por extensión de otras partes del mundo.
En horas en las que se reclama la vuelta a un humanismo profesional, la competencia y la calidad del acto médico no son suficientes, la sociedad exige la dimensión humana del profesional y su perfil de «buena persona», algo que es imposible sin las «virtudes médicas». No solo deben mejorar las estructuras sanitarias de cualquier país, es también el médico el que debe reflexionar y fortalecer el «bien del enfermo» por encima de todo, incluso frente a sus propios intereses. Y afrontar individual y corporativamente las presiones de todo tipo que pongan en riesgo este principio esencial de la profesión.
Manuel de Santiago (1938) doctor en medicina, fue profesor de Medicina y Bioética en la Universidad Autónoma y de Bioética y Bioderecho en la Universidad Rey Juan Carlos, ambas de Madrid, y presidente de la comisión deontológica del Colegio Oficial de Médicos de Madrid. En la actualidad es presidente honorario de la Asociación Española de Bioética y Ética médica (AEBI). Gran conocedor del pensamiento de Edmund Pellegrino realiza en esta obra la imprescindible introducción al maestro y un agudo prólogo del libro.

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La segunda dimensión es el acto de profesión . Al enfrentar la enfermedad con la intención de curar o de reducir el estado de vulnerabilidad del paciente, el médico está realizando la profesión , está haciendo patente que posee los conocimientos y las habilidades para curar o aliviar la situación del enfermo: es lo que significa ingresar en la profesión . En su día, los médicos hicieron acto público de profesión al aceptar el título cuando prestaron el juramento ante testigos. Y es por eso por lo que el acto de profesión es siempre el cumplimiento de una promesa hecha en su día, inherente a su profesión, que se cumple en la realización de cada acto médico y que en su praxis identifica la profesión.

La tercera dimensión es el acto de medicina o acto central de la medicina , que consiste en una acción o acto de sanación correcto y bueno, científico y moral; es decir, lo que es mejor para un paciente concreto. De las tres preguntas, ¿qué tengo?, ¿qué se puede hacer?, ¿qué se debe hacer?, es esta última —es decir, la acción recomendada por el médico— la que establece el fin del juicio clínico, la que identifica la medicina qua medicina (sin menospreciar la investigación médica). El acto central de la medicina es por excelencia el más identificador de la profesión, es la respuesta a lo que se debe hacer tanto desde el punto de vista técnico (correcto) como moral (bueno).

De las tres dimensiones del acto médico, se desprenden muchos valores y muchas obligaciones morales que, en una sociedad pluralista, podrían coincidir o diferir entre médico y paciente. En todo caso, lo decisivo es que las obligaciones que surgen de este triplete, en especial de las dos últimas, constituyen la base filosófica primaria, desde el telos a la salud, de la ética médica preconizada por Pellegrino y Thomasma, la primera pata del trípode de lo que será su ética de virtudes médicas.

Para los autores, el nacimiento de la ética médica en los más remotos tiempos no fue el resultado a posteriori de algún modelo de ética civil o religiosa, en cualquier país y en cualquier cultura, ni de ninguna imposición legal. Ahora, tampoco lo habría de ser el modelo que planteaban. Aunque, adelantando los hechos, tampoco se puede ignorar la influencia de los filósofos MacIntyre y Anscombe. En After Virtue (1981), el gran filósofo escocés desarrollaría el concepto clave de prácticas , que Pellegrino añadirá más tarde en su razonamiento sobre las virtudes médicas, aunque ya está prefijado en Philosophical Basis of Medical Practice .

Por práctica entiende MacIntyre «cualquier forma coherente y compleja de actividad humana cooperativa, establecida socialmente, mediante la cual se realizan los bienes inherentes a la misma mientras se intenta lograr los modelos de excelencia que le son apropiados». Talmente, en este sentido, la medicina es una práctica. Para el filósofo, los bienes son externos e internos. A efecto de las virtudes, interesan los bienes internos de la práctica. Estos solo se pueden obtener (identificar) participando activamente en la práctica. Sería el caso de los médicos o los enfermeros respecto de la práctica médica. Los bienes internos, afirma MacIntyre, «son el resultado de competir en excelencia, pero es típico de ellos que su logro es un bien para toda la comunidad que participa en la práctica». Según ello, solo a los mejores médicos, a los de mayor autoridad moral, se les podría reconocer la veracidad e imparcialidad de sus juicios en esta búsqueda de bienes. Desde la posesión de las virtudes, solo estos hombres pueden identificar a los médicos de la historia que, por su ejemplo, elevaron el dintel moral de la práctica denominada medicina. Para el filósofo, ninguna práctica puede sobrevivir largo tiempo si no es sostenida por sus instituciones, o, lo que es igual, por los hombres de sus instituciones. En tal contexto, la función esencial de las virtudes es clara: sin ellas, sin la justicia que ellas proporcionan a estos hombres, el valor y la veracidad de estas prácticas no podría resistir a la corrupción de las instituciones.

Pellegrino coincidirá con el filósofo en que, sin la posesión de las virtudes específicas de una determinada práctica, es imposible reconocer los llamados bienes internos de esa profesión. En sus debates y reflexiones, los autores hallaron en las ideas de MacIntyre un excelente soporte a su decantación previa por una ética de virtudes médicas como base para la excelencia en la práctica de los médicos; dicho de otro modo, como fundamento racional para una verdadera ética médica, desde ahora una auténtica moralidad interna.

Frente al entorno cambiante y turbulento de los sesenta, lleno de equívocos, estímulos y transformaciones sociales, los profesionales de la salud saludaron de forma positiva la irrupción de la tecnología médica y de una pujante industria farmacéutica, de un creciente capitalismo sanitario y un exigente nuevo mercado que, por el momento, los empoderaba. Tampoco la interferencia del Estado en los viejos preceptos o deberes morales parecía alarmar a las instituciones médicas, y todo quedaba en la ambigüedad de la libre decisión de los ciudadanos y su autonomía. Aparte de la sorpresa e incredulidad ante algunos escándalos serios en la investigación clínica —que trascendieron a la sociedad—, los médicos no se sintieron especialmente concernidos, según los autores, sino antes bien ilusionados y empoderados por la eficacia curativa que ahora, por fin, poseía la medicina. Una esperanza en que el creciente poder de la ciencia iría volcando sobre el acto médico nuevos e insospechados instrumentos para el diagnóstico y tratamiento de las enfermedades. Una fe infinita en la ciencia, como única verdad, aparece omnipresente en la profesión y en la sociedad.

Pero, para algunos médicos, hombres con alta sensibilidad moral, no todos los cambios eran para bien. Algo importante se estaba desdibujando, e incluso perdiendo. Los médicos no eran conscientes de su debilidad y de que su adhesión, sin aristas, a las demandas sociales de todo tipo los hacía vulnerables. Tampoco que su práctica comenzaba a depender de instancias nuevas e inmisericordes, ajenas a su identidad moral de siglos. Pellegrino percibió pronto esta debilidad corporativa y la incapacidad de la ética hipocrática al uso, una colección de deberes individuales que hasta entonces había servido para empoderar a la profesión con valores fuertes, clarificadores, ante tales retos.

Por el bien del enfermo

En 1988, cinco años después, el tándem publica For the Patient’s Good , subtitulado The Restoration of Beneficense in Health Care , en cuyo prefacio los autores se preguntan qué es lo que determina el bien del enfermo cuando las definiciones de los participantes en una decisión médica entran en conflicto. Asimismo, ¿en qué medida el bien del paciente se relaciona con el bien económico o el bien social? ¿Qué es el bien del médico? Y así otras preguntas decisivas. Podría parecer que el proceso de reconstrucción de la ética médica de Pellegrino y Thomasma andaba bloqueado. No debió de ser así, pero parece difícil desvincular este retraso de la complejidad de aquellos años, en especial del disenso en la teología moral por parte de algunos escritores católicos, primero de la encíclica Humanae vitae —un documento que intuyó la transformación moral y social a que daría lugar la anticoncepción— y después de Veritatis splendor , de Juan Pablo II, con la fuerte impronta del entonces cardenal Ratzinger.

No es nuestro objetivo profundizar en la consideración de estos disensos, cuyas secuelas aún colean, como comprender las tensiones que Pellegrino hubo de presenciar y tal vez experimentar, primero en la Catholic University of America tras el caso Curran y, después, tras sustituir a Richard McCormick en el Kennedy Institute of Ethics en Georgetown University (1983-1989). McCormick, un teólogo de prestigio y buen conocedor de las cuestiones de la bioética, había mantenido una actitud crítica frente a los dos documentos del magisterio. La tesis de Joseph Tham sobre el proceso de secularización de la bioética en Norteamérica, dirigida por Pellegrino en 2007, es un precioso testimonio del difícil equilibrio que el maestro hubo de tener por estos años, en el seno de una universidad tan brillante como compleja, en la presencia de clérigos eminentes, católicos y protestantes, de posiciones teológicas diversas o contrarias al magisterio.

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