José Montero - Misterios urbanos

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Las ciudades están llenas de historias. Historias que pasan de boca en boca susurradas siempre con un poco de inquietud y con un leve estremecimiento. Nadie sabe si en realidad sucedieron. Nadie sabe si el taxi demoníaco cuyo recorrido finaliza en las húmedas bóvedas del cementerio existe. Nadie sabe si es verdad que la escalofriante confesión de la enfermera asesina está escrita con sangre humana. No, nadie lo sabe. Sin embargo, todos repiten estos relatos con la voz entrecortada por el miedo.

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—¿Cuánto es?

—¿Cabina?

—Dos.

—Veinticinco centavos… Ay, gracias por el cambio. No hay monedas, es un desastre. Acá tenés el ticket, hasta luego.

—Chau.

Con lo que me costó ahorrar los 99 pesos para comprar el aparato, y los 20 para gastos de envío. Carísimo, ya sé. Pero es el único lugar donde lo venden. Lo necesito urgente. No sé cómo lo voy a conseguir. Ahí viene el 23, mejor lo corro. Si lo pierdo llego tarde y no quiero ver la película empezada.

—¡Momento! Gracias… Un peso.

¿Por qué no lo venden en negocios? Nunca entendí eso. Debe ser parte del curro, para subir el precio. Además, tienen que cubrir el gasto de la publicidad en televisión. Uh, este colectivo, siempre lo mismo. Cuando agarra Paraná el tránsito se pone imposible. Puede tardar diez minutos en hacer las cuatro cuadras hasta Corrientes. ¿Y eso? Nooo… No puede ser. ¿Y la película?… Ma'sí. Yo me bajo.

Riiiing.

—¡La puerta!

Riiiing.

—¿No podés esperar a la parada, nene?

—No, sí. Perdón. Es que…

—A ver si nos tranquilizamos, ¿no?

—Todo bien… Disculpá.

Era muy parecido. Pero no ando con la plata encima. ¿Qué hago? ¿Vuelvo otro día? El lugar ya lo identifiqué. ¿Sigo viaje? ¿Voy al cine como tenía previsto y vengo mañana con el dinero?

—¿Y, nene? ¿No estabas apurado?

—Ah, sí, perdón.

Que espere la película. En el colectivo no podía seguir, me miraban todos, me daba vergüenza. ¿Y si la sacan? Lleva varias semanas en cartel y la pasaron a una sala muy chica. Bueno, de última me queda el video. No es lo mejor, pero… ¡Sí, es idéntico! Un poco descolorido. Por el sol que pega en la vidriera, supongo. Pero es la misma marca, todo.

—Buenas tardes, ¿en qué puedo ayudarlo?

—Estoy buscando un aparatito que tienen en exhibición… “Oído espía” se llama…

—Ah, sí. ¿Cuántos quiere?

—No, bueno. Sería uno, pero primero quería confirmar el precio.

—A ver la lista… Quince pesos.

—¿Quince pesos?

—¿Le parece caro?

—No, no, es que… Tenía pensado… No sé, otra cosa…

¿Quince pesos? Tan barato no puede ser. Los otros lo venden a 99. Tiene que haber un error, yo aprovecho… O capaz que este es trucho, no funciona, está roto…

—Viene con pilas incluidas, pero son muy malas. Se sulfatan y le arruinan el artefacto. Le recomiendo comprar otras, salen cinco pesos.

—¿Puedo probarlo?

—Por mí con todo gusto, pero el blister viene cerrado. Y una vez abierto, ¿a quién se lo vendo? Además hay una razón de higiene, por los auriculares…

Mmm… ¿Qué hago? ¿Lo llevo? Veinte pesos con pilas de buena calidad… Es baratísimo. Me ahorro cien pesos. Pero si no anda…

—Tiene garantía. Si no funciona, se lo cambio.

—Entonces lo llevo.

Tan malo no puede ser. Es el mismo que se ve por televisión. Menos mal que no me lo vendieron. Son unos delincuentes, cobran cualquier cosa. De última vengo y lo cambio. Salí con cuarenta pesos en el bolsillo, me quedan veinte. Puedo ir al cine igual. No es tan tarde. Todavía llego.

—Así está bien. No hace falta que lo envuelva.

—Bueno, pero al menos le doy una bolsita.

—Gracias.

—Hasta luego, que lo disfrute. Y ya sabe. Cualquier problemita...

—Sí, sí, chau…

Al cine no voy nada. Llegaría demasiado justo y prefiero ir con tiempo, ver las publicidades… Además, ¡por fin tengo el “Oído espía”! Quiero probarlo, ver cómo funciona. Pero no puedo sacarlo acá en el colectivo. Hay demasiada gente. El tamaño es discreto. Se parece a un reproductor de MP3. Pero el color naranja y las letras amarillas lo hacen demasiado vistoso. Dice claramente de qué se trata, y puede leerse de lejos.

Los auriculares son normales, de esos que se meten en la oreja. Me los pruebo... Yo hago el intento. Total, estoy sentado en el último asiento. Y si maniobro con mis manos adentro de la bolsa, no se ve nada. ¿Qué saben si estoy con mi aparato de escuchas clandestinas o si estoy eligiendo la factura que me voy a comer? Abro el blister, pongo las pilas buenas, prendo el aparato, subo el volumen y…

¡AAIOUUU!

¡Qué feo ese acople! Es una porquería. Ah, no. Eso fue porque el micrófono apuntaba al walkman del tipo que está parado adelante. Pero si ahora lo dirijo hacia los distintos pasajeros que están hablando más lejos…

—Mamá...

—Basta, Catalina. ¿Cómo te voy a comprar un celular? Todavía no cumpliste siete años.

—Me fue pésimo.

—Vos siempre decís así y después aprobás con nueve, diez. Sos un traga.

—¿La próxima es Boedo, joven?

—Sí. Apenas dobla, ahí tiene la parada.

Me río solo. Me da la sensación de que me están mirando. Pero no. Nadie me observa. Si alguien lo hace es de manera accidental, como se cruzan los ojos en el colectivo. Nada más. Las voces llegan amplificadas a mis oídos. Hay ruido en el medio, porque el aparato también incrementa los sonidos del ambiente. Un bocinazo puede romperte los tímpanos. Pero rápidamente aprendo a dirigir el micrófono con precisión, y a hacer las mediciones correctas en la escala de metros, para que el equipo capte las conversaciones de las personas que elijo. Ni más adelante, ni más atrás. ¡Uy, no, me pasé!

Riiiing.

Venía tan entretenido. Mirá hasta dónde me lleva, hasta avenida Caseros. No importa. Camino. Son como diez cuadras, pero estoy contento. Además aprovecho y sigo probando en la calle. Ah, pero acá también hay un negocio de electrónica. Iba a ir al de la avenida San Juan. Pero ya que estoy…

—Andaba buscando un cable de auriculares de veinte metros de largo.

—¿Eh?

—Sí, un cable común, de reproductor de audio, pero que mida veinte metros.

—No vienen en esa medida. ¿Para qué lo querés?

—Eeeeh…

—Una vez a un cliente le armé algo así. Porque al tipo le encantaba escuchar música a todo volumen, de noche. Vivía al revés. Dormía de día. Y en la casa, imaginate, lo querían matar. Entonces probó con esos auriculares inalámbricos.

—Sí, no, pero yo…

—No hubo caso. Tenía interferencias. Arrancaba la heladera, una heladera de esas viejas, grandotas, una Siam, y perdía la señal por dos segundos. Y perder dos segundos de un tema de Iron Maiden lo ponía loco. Heavy metal encima escuchaba. Entonces yo le armé unos auriculares con… No te digo con veinte, pero quince, dieciocho metros le puse.

—O sea que se puede.

—Más vale. Te vendo unos auriculares, los metros de cable que precises y la soldadura te la hago gratis.

—Pero yo ya tengo auriculares.

—Entonces te cobro el cable y la soldadura.

—¿Y cuánto sería?

—¿Para veinte metros?

—Veintidós, por las dudas.

—Y… serían… Seis por cuatro… Me llevo dos… Dividido… Raíz cuadrada… Veinte pesos.

—¿Veinte pesos? ¿Y para cuándo podría estar?

—Te lo armo en el momento.

Ya lo tengo. Está todo. El “Oído espía”, los metros de cable necesarios… ¿Y si me quedé corto? Pedí dos metros adicionales, tiene que alcanzar. Son seis pisos. A tres metros, tres metros treinta por piso… Sí, llega. Sobra. Con esto seguro queeeeeeee…

—Gastón… ¿Cómo andás?

—Hola, Natalia.

Chuic, chuic.

—Qué rápido… ¿No habías ido al cine vos?

—Sí, pero me acordé de algo que tenía que hacer.

—¿Del colegio?

—Sí, no. Más o menos… Chau, después te veo…

¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué no puedo hablarle como una persona normal? Las palabras no me salen. Quedo siempre como un estúpido. ¿Por qué no puedo hacer como mis amigos que salen con chicas? Invitarla a tomar algo y ver qué responde. Si dice que no, bueno, no es la muerte de nadie. Tenés que encararla, Gastón, ¿qué esperás? Hace un año que estás enganchado con ella y no hacés nada…

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