José Montero - Misterios urbanos

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Las ciudades están llenas de historias. Historias que pasan de boca en boca susurradas siempre con un poco de inquietud y con un leve estremecimiento. Nadie sabe si en realidad sucedieron. Nadie sabe si el taxi demoníaco cuyo recorrido finaliza en las húmedas bóvedas del cementerio existe. Nadie sabe si es verdad que la escalofriante confesión de la enfermera asesina está escrita con sangre humana. No, nadie lo sabe. Sin embargo, todos repiten estos relatos con la voz entrecortada por el miedo.

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Hizo la fila como los demás espectadores, recibió los anteojos y entró a la sala. Se sentó cerca de la salida y, en cuanto las luces se apagaron, guardó en la mochila los lentes que acababan de darle y se puso los que se había llevado semanas atrás.La idea era recrear las mismas circunstancias de la primera vez.

Se dirigió al baño pero, al llegar, vio que lo habían clausurado. La puerta no tenía llave y se encontraba entreabierta. Sin embargo, el marco estaba cruzado por unas cintas de “Peligro”. Un cartel de la gerencia pedía disculpas por las molestias ocasionadas y rogaba al público que utilizara el sanitario del segundo piso.

Esto cambiaba sustancialmente los planes, pero era algo que no tenía solución. Subió al otro baño e hizo la prueba de mirarse en el espejo con los anteojos. No pasó nada.

Abandonó el área de los cines y recorrió todos los sanitarios del centro comercial. El experimento fracasó siempre.

Decepcionado, Daniel terminó en el patio de comidas. Tomó un café y meditó acerca de lo ocurrido. Debía esperar a que arreglaran el baño clausurado para intentar la nueva comunicación.

Sentado al lado de la fuente con luces que ornamentaba el lugar, de pronto, miró el agua y vio que algo se movía.

Observó alrededor, para constatar si alguien más lo había notado. No. El resto de la gente conversaba, masticaba y reía, ajena a ese movimiento sutil del agua que no tenía causa aparente.

Con mucho disimulo, Daniel sacó los anteojos de la mochila y miró a través de ellos, pero sin calzárselos.

Entonces vio que se formaban nítidamente tres palabras sobre la superficie del agua, como si un dedo invisible las trazara: “ayuda”, “Titanic” y “ahora”.

Sintió un escalofrío potenciado por el hecho de que solamente él parecía percatarse del pedido de auxilio.

Volvió a los cines. Recién en ese momento cayó en la cuenta de que era el último día que daban la peli sobre el Titanic. Los empleados estaban cambiando las carteleras para los estrenos del día siguiente, jueves, y la sala 3D iba a recibir una de dibujitos animados.

Por suerte había guardado la entrada, pero la chica del control se mostró renuente a dejarlo pasar.

—Tuve que salir por un llamado –dijo Daniel.

—Hubieses hablado desde el pasillo. Una vez que abandonás el complejo, no podés usar el mismo ticket.

—Me perdí. Cuando me di cuenta estaba afuera.

—Lo siento, no puedo dejarte pasar. Tenemos órdenes. Algunos se hacen los vivos y, cuando están adentro, se cambian de sala. Ven tres o cuatro películas con una sola entrada.

—Por favor. Mi novia me está esperando, se va a preocupar –rogó Daniel.

La empleada se enterneció. Miró a los costados.

—Bueno, dale. Pasá ahora que no está el gerente.

—Gracias.

Caminó por el pasillo y siguió de largo hacia el baño clausurado. Con una determinación que lo asombró, pasó por debajo de las cintas, abrió la puerta y se coló.

De inmediato sintió el chapoteo bajo sus zapatos. El piso estaba inundado y de golpe identificó el olor que había sentido cuando se lavó las manos aquella vez. Era el aroma de la sal, del agua de mar. ¿En un baño público, a cientos de kilómetros de la playa?

No se detuvo a pensar. Temía que lo hubiesen visto ingresar a un área prohibida por el circuito cerrado de televisión, y entonces lo vendrían a buscar muy rápido. Se puso los anteojos y enfrentó el espejo.

Pasaron varios segundos sin que ocurriera nada. Daniel ya se estaba diciendo que todo había sido producto de su imaginación, cuando de repente las tres figuras tomaron cuerpo a sus espaldas, como esculturas de agua que se levantaban desde el suelo.

Atemorizado, pero resuelto a enfrentar la verdad, giró sobre sus talones y las visiones se mantuvieron aunque ya no las estaba observando a través del espejo.

—¿Quiénes son? ¿Por qué me piden ayuda?

Una sola de las figuras, la del medio, fue la que habló:

—Somos muertos del Titanic. Queremos volver a la vida.

—Imposible –dijo Daniel, retrocediendo hasta toparse con las piletas.

—Es urgente. Mañana, cuando la cinta baje de cartel, terminaremos en un depósito. Y ahí nadie podrá rescatarnos.

—Pero… ¿qué tengo que hacer?

—Llevarte una parte de nosotros. ¿Tenés un recipiente? ¿Un vaso, una bolsa?

—No… ¡Sí!

Daniel recordó que en la mochila conservaba un vaso de gaseosa con los personajes de una película de acción que había visto días atrás.

—Acá lo tengo –dijo, y se lo mostró a los fantasmas.

Pero en ese mismo momento las figuras de agua se desvanecieron. Se fundieron con el líquido que inundaba las baldosas.

—¡Esperen! ¿Cómo hago? –preguntó Daniel.

No hubo respuesta. Se escuchó un ruido de temblor en las cañerías. Las paredes se sacudieron y dos azulejos cayeron, partiéndose contra el piso. De pronto tres canillas se abrieron con el aullido de miles de almas que venían de las profundidades.

Comprendió que debía juntar en el vaso el agua que escupían los tres grifos. Tomó un poco de cada uno y huyó.

Abandonó el centro comercial haciendo equilibrio para no derramar el líquido. El colectivo por suerte vino vacío y pudo sentarse. El chofer y los pocos pasajeros lo miraron raro. Los ignoró y bajó en la parada habitual.

Cuando llegó a su casa colocó el vaso sobre la mesa de la cocina y se puso los lentes 3D. Del envase plástico emergió la boca del espíritu que hablaba:

—Pronto. Llená la pileta más grande que tengas. Para volver a la vida, necesitamos mucha agua.

Daniel obedeció el pedido. Puso el tapón en la bañera y abrió el agua fría y caliente a la vez, para hacer más rápido.

La boca que salía del vaso entonces rogó:

—Pasanos a la bañera. No desperdicies ni una sola gota.

El cuarto se estaba llenando de vapor. Daniel cerró la canilla de agua caliente y dejó que la fría siguiera corriendo. Luego volcó el contenido del vaso en la tina y aguardó a ver qué sucedía.

Las tres figuras emergieron de la bañera y esta vez hablaron todas, una por vez.

—Somos 3D.

—Los tres demonios del Titanic.

—Bienvenido a bordo.

Daniel quedó paralizado, sin comprender nada.

—¿Cómo? –alcanzó a decir.

Los fantasmas no explicaron más. Saltaron sobre Daniel, lo agarraron y lo sumergieron en la bañera hasta ahogarlo.

La policía encontró el cadáver media hora después, ante la denuncia de una vecina que oyó gritos, golpes y otros signos de pelea. Luego de recoger evidencias, tomar fotos y retirar el cuerpo, los forenses vaciaron la tina. Y así los tres demonios del Titanic llegaron al río, y después al mar.

Volvieron a su forma de vida.

Oído espía Lo siento caballero pero no puedo venderle el producto Por - фото 2

Oído espía

—Lo siento, caballero, pero no puedo venderle el producto.

—¿Por qué?

—La compra debe hacerla una persona mayor de edad.

—Si no estoy usando tarjeta. Le voy a pagar al cadete cuando entregue la mercadería en mi casa, en efectivo. ¿Cuál es el problema?

—Las compras telefónicas están reguladas.

—Pero si voy a un negocio me lo venden.

—Este producto no está disponible en tiendas.

—Y entonces, ¿qué solución me dan?

—Lamentablemente ninguna. Lo siento, caballero. Adiós y gracias por comprar.

Click. Tuuuu…

¡Me cortó! ¡Es para matarlo! No me vende porque soy menor, pero me dice caballero. Y encima me agradece por haber comprado. ¡Si no me dejó! Es un robot. Tiene el casete puesto y repite siempre lo mismo.

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