SU VISIÓN SE ACLARARÁ SOLAMENTE CUANDO USTED PUEDA MIRAR EN SU PROPIO CORAZÓN. QUIEN MIRA HACIA AFUERA, SUEÑA; QUIEN MIRA HACIA ADENTRO, DESPIERTA.
CARL G. JUNG
En la mitología griega, el rapto de Perséfone simboliza las peripecias que atraviesa el alma humana y puede ayudarnos a comprender la desolación que se siente al atravesar este proceso. La hija de Deméter y de Zeus es arrebatada a los infiernos por su tío Hades, hermano de su padre, y es secuestrada y violada. Esto sucede mientras su madre, diosa de la Tierra, ha viajado a fundar la primavera en otras latitudes: Perséfone escapa del cuidado de las ninfas, cautivada por el perfume y la belleza de un narciso (su primera desobediencia). En el instante en el que se dispone a olerlo, se abre la tierra bajo sus pies y aparece Hades, el dios del mundo subterráneo, y se la lleva a las profundidades. Cuando Deméter descubre la complicidad de Zeus en la pérdida de Perséfone, se hunde en la pena más profunda. Luego de buscarla afanosamente, abandona su tarea de mantener la fecundidad de los campos y le pide a Zeus que interceda ante su hermano para conseguir el regreso de su hija. Zeus responde, con el fin de que Deméter devuelva a la tierra su fertilidad y envía a Hermes, mensajero de los dioses, a negociar el rescate. Perséfone, angustiada y en la prisa por volver, hace algo que no debe (la segunda desobediencia): come unas semillas de granada. Por ello, queda ligada al mundo subterráneo, al que deberá regresar cada seis meses. De todas formas, el pasaje por la oscuridad la ha transformado y acrecentado su belleza. Al volver, ella y su madre, Deméter, se abrazan y se funden en una.
El mito de Perséfone da cuenta del valor de la desobediencia para ingresar al mundo de los adultos. La joven es arrebatada de sí misma en su condición de hija y obligada por una fuerza irresistible de su ser más profundo. Toda persona vive esta experiencia desde la singularidad de sus circunstancias. Varían los relatos, pero todos hemos de realizar este viaje interior.
Permanecer en el vacío significa entrar en los recovecos de nuestra interioridad. Todo lo que experimentamos responde a una necesidad profunda del conocimiento cabal de nosotros mismos, y esto implica hacernos cargo de todo lo que somos.
Dentro de nosotros, existen el bien y el mal; podemos sentir cualquier emoción humana, odiar con tal fuerza que hasta somos capaces de matar y tener sentimientos tan elevados como los de cualquier santo. No existen buenas y malas personas, existen personas más o menos conscientes de las consecuencias que pueden acarrear las propias decisiones.
En quiénes nos
convertimos
Aprendimos de nuestros padres que había cosas que eran malas y que no debíamos hacerlas ni sentirlas, no obstante, no pudimos erradicarlas. En el camino, durante años, aquello que no encajaba dentro de lo conveniente se lo atribuíamos a los otros, lo denunciábamos en los demás y creíamos que lo habíamos desechado, pero no fue así… Lo que les donamos a otros nos acompaña de manera muy incómoda. Se nos presenta a través de esas personas indeseables, empecinadas en molestarnos de por vida. De una u otra forma se encargan de dificultarnos las cosas. Se manifiestan en un vínculo impuesto: en un compañero de trabajo, en un vecino, en un jefe, en un cuñado, en la suegra. No hay forma de olvidarnos de lo que nos molesta.
La proyección es un mecanismo de defensa de máxima utilidad mientras el yo no es lo bastante fuerte para hacerse cargo de sus actos. Cuando un niño tropieza con una mesa y se golpea, le decimos “mala la mesa” y entonces una vez calmado el dolor sigue adelante con toda tranquilidad. ¿Qué ocurriría si le dijéramos: No te das cuenta de que fuiste vos el que se tropezó? El niño entraría en confusión y no sabría cómo continuar. No tiene capacidad para procesar su compromiso en lo que le ocurre. Sin embargo, cuando ya crecimos, seguimos aplicando el mismo sistema a todo aquello que nos desagrada, que nos avergüenza o nos deja mal parados. El yo no fui, la culpa es del otro es utilizado a diario por la mayoría de nosotros. La fantasía que acompaña a la proyección es creer que de ese modo nos libramos de lo que molesta. Y eso no es así, porque aquello que proyectamos es nuestro y será fiel a su función de hacerse ver. Hemos de traer a la conciencia lo que habíamos rechazado.
En la convivencia con otras personas, en especial con los más cercanos (padres, parejas o hijos), podemos ampliar el conocimiento de nosotros mismos con lo que nos señalan los demás como actitudes características. Asimismo, vemos en ellos defectos o virtudes que, más allá de que sean reales, puede que también nos pertenezcan. En cambio, en situación de aislamiento, podemos hacernos una imagen equívoca de nosotros porque no tenemos alrededor a otros que nos hagan de espejo.
Durante muchos años, vivimos proyectando y culpando a los demás, o retorciéndonos inmerecidamente con un sentimiento de culpa neurótico, sufriente y totalmente inoperante que nos acompaña como música de fondo. Todo esto es resultado de nuestra inmadurez emocional. Cuando podemos estar conscientes de nuestros actos, nos hacemos cargo y nos responsabilizamos por las consecuencias.
El asalto de lo imprevisto
Cada una de las experiencias vividas hizo un recorrido distinto, eligió un derrotero y estableció canales de comunicación subterráneos, ocultos en apariencia, pero muy presentes. Por ejemplo, si nuestros impulsos eróticos eran muy intensos y en nuestra familia no eran aceptados, seguramente habremos juzgado con severidad a quien tuvo la osadía de vivirlos abiertamente; pero esos impulsos, que también eran nuestros, no perdieron la conexión con el origen y nos acosarán permanentemente, poniéndonos delante a las personas que viven libremente su sexualidad, para recordárnoslo y obligarnos a preguntarnos sobre nuestra intensidad sexual.
En medio de lo cotidiano, un universo diferente comienza a vislumbrarse y, entonces, aquel encuentro circunstancial, o aquella decepción tan dolorosa, o ese momento de decisión que significó un quiebre, ponen en escena frente a nuestros ojos una trama de relaciones que se alimentaban entre sí por debajo de lo consciente. ¿Nos convertiremos en un monstruo si dejamos salir a la luz esta nueva dimensión de nosotros mismos? Tal vez sirva para algo, pero aún no lo sabemos.
Lo que creíamos ser y lo que de verdad somos comienzan a dialogar. En ese diálogo, iremos comprendiendo el porqué de lo asumido y de lo rechazado o desconocido. En algún momento confluyen esos caminos, el de la luz (lo que asumimos que somos) y el de la oscuridad (lo que desconocíamos por completo). La vida nos interpela, nos pone en una encrucijada para que al toparnos con lo que no sabíamos de nosotros mismos, comencemos a comprenderlo e incluso a amarlo, para destruir la grieta que ocasionaron, por un lado el “deber ser” y por el otro “lo que no quedaba bien que fuéramos”. Este es el verdadero trabajo del alma.
La historia
de Juan Ignacio
A Juan Ignacio lo conocí en un taller de máscaras. La propuesta de trabajo era reconocerlas en el funcionamiento cotidiano y aprender la importancia que existe entre usarlas intencionalmente o creer que la máscara es lo que somos. Allí, se contaron diversas historias, pero lo planteado por Juan Ignacio nos conmovió profundamente. Ingeniero, de una familia acomodada y de muy buen nivel sociocultural, a los treinta años se casó y tuvo tres hijos, era eficiente en su profesión y un padre responsable. En un momento tuvo que viajar a la costa para dirigir una obra y sorpresivamente sintió una arrebatadora pasión por un obrero con el que se enredó durante los quince días que duró su estadía. Llorando nos relató cómo, durante toda su vida, fue asaltado por pensamientos homosexuales, pero como era muy católico creyó que eran tentaciones del diablo para hacerlo perder todo lo que había logrado. A partir de esa situación no pudo dejar de atender lo que su Ser le estaba pidiendo, que se hiciera cargo de su identidad sexual y que afrontara las consecuencias. Lo habló con su mujer y ella indignada le pidió que se fuera de casa. Lo hizo y le llevó mucho tiempo poder volver a ver a sus hijos. Eran muy pequeños y todavía no podía sincerarse con ellos, pero los amaba. Juan Ignacio compartió el terrible padecimiento que lo acompañó durante tantos años por estar identificado con la máscara que se había impuesto.
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